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Milpalabras

MILPALABRAS

Esto no es una imagen. Es un fotograma de película; es decir, es sólo un momento de una imagen, uno de los veinticuatro cuadros que hacen una imagen, esta imagen en particular: la cara de una chica que mira con los ojos llorosos hacia su izquierda, hacia algo que no vemos. (La película a la que pertenece el fotograma es Todo juntos, el debut en cine del director de teatro, dramaturgo y actor Federico León; la cara es de la actriz Jimena Anganuzzi.) Aquí, como siempre, la ontología del cine es tanto o más inspirada que el más genial de los cineastas. Hablando con propiedad, extraer una imagen de una película es una tarea imposible; la imagen de cine nunca es una: el tiempo la condena a la multiplicidad. Todo lo que vemos en los diarios y las revistas, todas esas fotos de películas que acompañan las críticas y las crónicas– no son imágenes sino fotogramas: algo así como eslabones de una cadena ausente, irreproducible, que sólo podemos ver en una pantalla, proyectada, cada vez que el dispositivo de la proyección le restituye su lógica temporal. Y sin embargo, aun infiel, insuficiente y consolatorio, el fotograma dice, o más bien actúa, uno de los secretos más enigmáticos del cine: una imagen de cine es una imagen a la que le falta algo. La singularidad de su potencia no tiene que ver con la plenitud (fotografía), ni con la comunicación (publicidad), ni con la pertinencia (imagen digital); tiene que ver con una defección, una cierta invalidez, una impotencia. Es casi una ley: hay imagen de cine cuando el espectador no alcanza a ver todo lo que podría, querría o debería ver. Más que mostrar, la imagen de cine lleva a mirar; su modelo de funcionamiento no es la flecha y el blanco (el flechazo); es el laberinto y el hilo de Ariadna, el bosque y el reguero de migas que Hansel y Gretel van dejando a medida que se internan. (Para una improbable resurrección de los criterios de valor: será mala toda película que nos invite a detenernos en cualquiera de sus imágenes.)
Si el fotograma delata el déficit radical de la imagen de cine, es quizá porque, aun en su precariedad, aun dejando afuera la marca del tiempo, ya lleva impresa la otra marca de fábrica del cine: el plano. El plano como principio de visibilidad y de invisibilidad: porque hay plano vemos la cara de la chica de los ojos llorosos vuelta hacia la izquierda, mirando algo, y no vemos lo que mira en el momento en que lo mira. (De esa clase de asimetría nace el suspenso propio del cine: no el de la narración sino el del plano.) Es un encuadre corto, casi una víspera de primer plano: hay algo de aire alrededor de la figura, muy poco, lo suficiente para reconocer, recortados contra la negrura del fondo, los hombros de la chica, el contorno de un respaldo de asiento de auto… Un plano simple: el abc del cine –a condición de entender abc como adn. Vanguardista nato, de la facción Clement Greenberg, Federico León pasa al cine para olvidar el teatro, y la única manera de olvidar el teatro es hundirse hasta el cuello en el ser cine del cine, en eso que alguna vez se llamó, no sin cierta pompa triunfal, “especificidad”. De ahí la insistencia ciega con que opera con el fuera de cuadro, dimensión privilegiada que marca a fuego la imagen de cine y le está negada, por definición, a la representación teatral. Una mujer mira algo que no vemos y el plano, en su prodigiosa sencillez, nombra algo del cine que ninguna opulencia, ningún alarde visual, ningún impacto, ninguna espectacularidad llegarán jamás siquiera a rozar.
Pero León va todavía más lejos. No sabemos, nunca sabremos qué es lo que miran los ojos nublados de su chica. Lo que sabremos, sí, es en qué se transforma eso que mira cuando, de golpe, reaparece y se hace presente en la imagen. Porque mientras la chica mira y, mirando, hace fugar la imagen, algo empieza a oírse en el plano: cerca, muy cerca, alguien que no vemos se pone a gemir, grita, murmura obscenidades, celebra con una fruición infantil, demente, las sorpresas de un goce inimaginable. “Alguien” es el remisero: un personaje que nunca se ve, que en el film es sólo una voz y que, mientras la chica mira fuera de cuadro, se aboca a violar concienzudamente a su novio en el asiento trasero del remís. No vemos, pues, lo que ella mira, pero se podría decir que eso que no vemos vuelve –como vuelven los fantasmas, de cuyas materia y lógica está hecho el cine– como sonido, como voz, como palabra. El agujero que abre en la imagen lo que mira la chica se “llena” –pero qué insensata es esa saciedad, qué psicótica– con esa sonoridad gozosa, tan ensimismada que se vuelve inhumana, grotescamente criminal. Y en ese punto, en efecto, una imagen vale mil palabras. Pero “vale” no significa “reemplaza” –como quieren entender los usureros del sentido– sino “exige”, “convoca”, “cita”, “hace comparecer”. Es el plano (y no el dispositivo tecnológico, ni los guionistas, ni la “historia”, ni los personajes) el que hace sonar y hablar a la imagen en el cine, el que la vuelve necesariamente sonora. De ahí la imbecilidad profunda, desoladora, irreversible, de la frase “el cine es imagen”, periódicamente esgrimida para condenar películas “demasiado” conversadas. Decir que el cine es imagen (o, en la acepción más convencional, que “una imagen vale mil palabras”) es promover la creencia y el entusiasmo de una imagen plena, autosuficiente y saludable. Contra esa imagen real, a la que no le falta nada –contra el fascismo triste y maníaco de la eficacia–, la imagen de cine sigue oponiendo el temblor y la fragilidad de su condición espectral.

1 Sep, 2003
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