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Zona en los Valles Calchaquíes. Procesos ecológicos sostenidos a través de las artesanías y las prácticas contemporáneas

DISCUSIÓN

Los mapas no son sólo geográficos, con coordenadas y demarcaciones de amplitud, altitud y latitud, sino también y, sobre todo, cápsulas del tiempo. Identificar sus hitos, como la cordillera andina, las montañas y cerros del Parque Nacional Los Cardones, el río que discurre seco en primavera, no es sólo describir la sede de la residencia artística Zona en los Valles Calchaquíes; es también identificar el tiempo profundo que manifiestan. A mi modo de ver, estos cuerpos geológicos singulares, resultado de millones de años de erosión de agua, que han dotado de famosas arcillas a la tradición ceramista, entrelazan el agua ausente del milenario lago seco con los vestigios de los pueblos indígenas precolombinos que se abastecieron de esta materia para vasijas ceremoniales y ollas utilitarias, con las que aún hoy se construyen las casas de adobe del pueblo de San Carlos y alrededores. Esta materia arcillosa, elástica, permeable y de color rojizo ha sido uno de los hilos conductores del programa de residencias Zona. En primera instancia, para provocar un acercamiento al ecosistema y, en segundo lugar, como mediador de saberes compartidos, entre otros, con alfareros locales.

El encuentro con el ecosistema, con su materia, sus formas y colores, con sus tiempos vivos y sus historias, ha atravesado la segunda edición del programa de residencias, que nace de la preocupación por darle lugar y aprender acerca de este ecosistema y vincularlo a la práctica contemporánea. En este contexto, el Museo Jallpha Kalchaki de San Carlos (provincia de Salta), aliado de la residencia Zona, ha sido motor del programa. Encontrarse un museo arqueológico vacío, en proceso de transformación y apertura historiográfica, museográfica y didáctica es en sí un hecho llamativo. La pregunta sobre qué significa un museo vivo es central en el nuevo proyecto liderado por Gastón Contreras, director de la institución y vibrante aliado, y Florencia Pochinki, coordinadora general y vínculo entre Zona y el museo. Lo vivo se entiende en primera instancia desde la integración del pasado al presente, revirtiendo el orden de un museo arqueológico al uso, vinculando la práctica cotidiana del pueblo al museo, enraizando los saberes milenarios, datados por arqueólogos, con una economía de la artesanía principalmente alfarera y tejedora que incide en revalorizar las identidades autóctonas. Un museo arqueológico de cerámica que abandona una cronología lineal y concibe una museográfica desde la famosa cerámica del territorio, hito de la región y de la colección, a la que ahora atraviesan saberes bien vivos, a los que se integran los de antaño, aunque sea imposible encontrar vestigios. Aparecen pues los telares y sus tintes, las arcillas y sus engobes, para contar la historia colonial desde los procesos de resistencia. Y en lo vivo aparece ahí para enredarse con las prácticas artísticas contemporáneas.

Zona es un proyecto iniciado por Lucia Nielsen, Ana Quintanilla y Florencia Pochinki, que en su segunda edición continúa su búsqueda de vincular saberes autóctonos a prácticas contemporáneas con una sensibilidad ecológica. Se trata de un programa activo de intercambio a partir de encuentros con artesanos y conocedores de la región, valorizando una parte de las prácticas locales, a veces olvidadas y ausentes, que se están recuperando a través de múltiples intercambios, especialmente entre las mujeres: alfareras, ceramistas, teñidoras, tejedoras, biomédicas, cocineras que se enseñan entre sí, y los artistas contemporáneos invitados. Ellas, las mujeres del Valle, contienen los saberes de la tierra, atentas, deseosas de intercambios y de crear una economía que las sostenga en consonancia con sus territorios: respetándolo y sustentándose con cuidados constantes. Los artistas contemporáneos participantes, Valentín Asprella Lozano, Julia Padilla y Florencia Rodríguez Giles, a través del programa abierto de talleres, son pura escucha, intercambio, gozo y activación de cada pizca que se comparte, alimentando encuentros, sea sobre la materia arcillosa, los tintes naturales, las plantas o las historias de la Pachamama y el Duende. Poco se sabe del mundo del arte contemporáneo, poco se espera y poco se comenta, y en ese espacio falto de un deseo encarnizado y a menudo capitalizado aparecen los encuentros genuinos, las formas cordiales y distantes del día a día. Las horas pasan, el sol arde y el polvo lo cubre todo.

El futuro del museo, custodio de una herencia histórica, pasa por integrar lo vivo de estas historias a su proyecto. Su relación con Zona se plantea a través de la práctica artística para ser parte de esta nueva andadura. ¿Cómo se acompaña la construcción y revisión de los saberes tradicionales, quizá olvidados? ¿Dónde se forma el conocimiento con el territorio? ¿Debemos codificar, grabar y leer los conocimientos que pasan por la oralidad? ¿Qué lugar ocupa el artista invitado en estos procesos cortos? ¿Y cómo pueden participar y contribuir a dejar la llama de lo vivo en ascuas constantes? Aquí hay afuera hornos de leña que se encienden y apagan como se enciende la luz de casa. El fuego, las cenizas y la arena son cuerpos vivos como las cerámicas, los hilos de llama y oveja, y el conocimiento que definen un museo y las instituciones pueden dar vigencia, sensibilidad y formas de nombrar los saberes olvidados, los que bullen y los que queden por despertar gracias a narraciones, exposiciones, intercambios y ensueños.

Y, entre tanto, a lo largo de dos semanas, se va construyendo, intuyendo y dibujando la práctica contemporánea. Incidiendo en la llamada a lo vivo, la instalación Dispositivo de flujos nº 2, de Valentín Asprella Lozano, es una cápsula poética y conceptual que condensa tiempos pasados, presentes y futuros al interior del custodio museográfico de la región. Las salas que el Museo Jallpha Kalchaki prestó para taller han acogido una instalación in situ y efímera abierta al público. Retazos del territorio donde se desestabilizan las nociones de materia orgánica e inorgánica, y productos antrópicos como el plástico que, empujado a mezclarse “tan naturalmente” con el ecosistema, Asprella celebra, aceptando nuestra incapacidad para zafarnos de sus tiempos futuros infinitos y asumiendo su materialidad de fósil antrópico futuro. A través de la práctica de caminar el territorio y recolectar aquello que se encuentra, como residuos y desechos de materia orgánica, se conforma lo que podría ser un monumento actual del valle y su gente, así como un mapa de este lugar concreto y tiempo preciso.

Por su parte, la práctica de Florencia Rodríguez Giles se fue tejiendo en conversaciones grupales e individuales con objeto de infiltrarse en los sueños de la comunidad. Provocando de forma sutil, delicada, por pura curiosidad, la escucha y el intercambio, animaba a la gente a compartir sus ensoñaciones. La pregunta “¿qué sueñas?, ¿cuáles son tus sueños?” fundía lo onírico con lo aspiracional. Con cada encuentro surgían nuevos intercambios, formando una cadena humana de relaciones personales y actividades que marcaron el camino para entender este pueblo y su ecosistema, pues es este el que se hace presente en las noches. Rodríguez Giles puso en práctica una metodología de largo recorrido de apertura y de costura de grupo que se resignifica en el espacio onírico. Cuáles son sus luchas y qué conflictos emergen de entre las arcillas, los yuyos y las rocas que contienen tiempos profundos, se preguntaba mientras iba hilvanando encuentros diseñados por Zona, para sembrar un espacio onírico que con el tiempo pudiese entremezclarse con las urnas funerarias y las muchas ánimas que viven en las sombras del museo, en el adentro y el afuera de sus patios internos.

Sumergida en el territorio, Julia Padilla pareció crear un estudio al aire libre. Tocar pieles, animales en todos sus estados del ser, materias de diferente índole que no dejaban de superponerse y abrazarse en un juego seductor, sensual, cárnico y carnal, de múltiples capas. En una investigación de los cuerpos que habitan el ecosistema rural y árido, Padilla funde genuinamente en el hacer una hibridación de lo natural, animal y humano. Mientras el cuerpo táctil performaba la fuerza conductiva de los espacios naturales y humanos —fracturando la aún persistente lectura dualista del mundo—, sus dibujos, en pequeño formato, acababan por enredar, traer el color y el mundo fantástico. Unas postales únicas del territorio, que son un trasvase desde lo casual a lo fantástico, haciendo tangibles y visibles las ausencias que conforman los tiempos profundos de estas arcillas y pueblos calchaquíes.

¿Qué hicimos de vuelta? ¿Qué aportamos como invitados al encuentro entre saberes autóctonos?, ¿varias formas de ecología, de museografía, y práctica contemporánea? En lo concreto, una instalación artística; una metodología de encuentros, lápices y colores que parecían obsequios a humanos y más-que-humanos; la activación personal de Sonic Meditation VIII de Pauline Oliveros con las vibrantes rocas de la cantera como instrumentos que ocuparon el aparente vacío de nuestro silencio según caía la noche; un asado entre copleras; y una sesión de cine comunal 1, 2, 3 Cántame piedra sobre los cuentos e historias que los mayores cuentan y nosotros inventamos y soñamos para conectarnos y aprender de los territorios que nos rodean. Merodear, preguntar, dejarse ver y acercarse, porque cuando el territorio es pequeño, las intimidades se cultivan de a poco.

El bautizado “tiempo profundo”, que nos permite nombrar el límite de nuestra capacidad cognitiva para entender los tiempos vivos y muertos, en esencia, la vida misma de la tierra (y la Tierra), se presenta en la vastedad de sus cuerpos geológicos, sus montañas y formaciones rocosas visibles en tierra, así como también bajo tierra y mar. Las vemos, las tocamos, incluso las medimos y estudiamos químicamente y con ello parecen indicarnos estratos geológicos, millones y billones de años que seguimos sin comprender del todo. Eso no limita nuestra capacidad de impresionarnos y deleitarnos contemplando su vastedad, aridez, riqueza sin vida aparente. Sin embargo, sus pozos de nueva materia, donde anidan y su encarnan los tiempos profundos, no son estáticos, acaban por irrumpir en sistemas que se entremezclan con nuestra vida perenne orgánica y presente. Su fuerza viva ha sido compañera de viaje en el encuentro con ecologías comunales.

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