Alguna vez Quentin Tarantino dijo que no iba a dirigir más de diez películas, un número tan redondo como caprichoso que, dependiendo de cómo se cuente o se escarbe en su filmografía, ya estaría satisfecho. Partiendo de esa base, se puede especular que la aparición de Meditaciones de cine (antecedido por Érase una vez en Hollywood, la novela) es algo así como una inversión intencionada del camino que los cahiers de los años sesenta del siglo XX remontaron para cambiar la historia del cine. Si Godard y Truffaut siempre consideraron que ya estaban haciendo películas cuando comenzaron a escribir crítica, entonces Tarantino se pone a escribir cuando el cine está desapareciendo como medida universal de cierto tipo de sensibilidad que a él le interesa pensar o recuperar.
La cuestión principal, sin embargo, es que no hay nada catártico o parecido a una terapia de disminución de ansiedades insatisfechas en Meditaciones de cine. Las fuentes teóricas de Tarantino (el enciclopedismo de videoclub alimentado en sus años tras el mostrador de Video Archives y el eclecticismo de aproximación de Pauline Kael) no lo llevan al réquiem, sino a la celebración pálida, como de fiesta a medio tono entre la nostalgia y la resistencia. Apenas comenzado el libro, Tarantino confiesa que hace películas con un único objetivo: recrear la experiencia de ver cine en el cine, es decir, la de la proyección mecánica y física y sus consecuencias sobre un espectador sumergido en la oscuridad de la sala.
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