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De una película sobre una prostituta y bailarina exótica de un club nocturno para caballeros en la zona menos chic de Nueva York esperamos muchos desnudos. Y en Anora los hay. Pero Mikey Madison —su magnífica protagonista, cuya responsabilidad directa en la representación bien le merece el título de coautora de la película, como solían serlo, sin crédito, las grandes estrellas del cine clásico— confiesa en una entrevista reciente que en los segmentos en que baila o tiene sexo —es decir, cuando su personaje está trabajando— la desnudez era su uniforme, y que sólo se sintió realmente desnuda en el soberbio último plano de la película, una escena de sexo en el interior de un coche mientras afuera cae nieve en la que la actriz está totalmente vestida.
La secuencia final promueve a Anora de “gran película” a “obra maestra”, pero también revela la enorme sensibilidad de Sean Baker para concebir, escribir y filmar a trabajadores sexuales, figuras que protagonizan sus últimos cinco largometrajes. A su vez, es indicativa de un modus operandi despiadado. En Anora, Baker construye los personajes más encantadores, que generan en el espectador una empatía instantánea, para arrojarlos a los maltratos de un relato que frustra sus planes, los humilla, exhibe su costado más miserable. Esto es más evidente en Ani (Madison), la magnética, enérgica y cautivante stripper que, a pesar de su cínico escepticismo de chica con mucha calle termina comprándose el cuento de la Cenicienta y viéndose —como preveíamos a pesar nuestro— decepcionada. Pero no es menos descorazonador el caso de Iván (Mark Eydelshteyn), un tiro al aire comprador y carismático que usa a Ani para enfrentar, sin mucha convicción, a sus padres y acaba mostrándonos (a nosotros y a Ani) su verdadero rostro de nene caprichoso. Incluso los ...
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