Louis-Ferdinand Céline

Juan F. Comperatore

8 Jun, 2023

Basta con cotejar el tratamiento que los conflictos bélicos habían tenido hasta entonces en la literatura francesa para entender en toda su dimensión el revés que significó la apuesta de Céline. Mientras que la descripción de la batalla de Waterloo hecha por Víctor Hugo en Los miserables —minuciosa, cronometrada, atenta a la coreografía de los ejércitos— se asemeja al movimiento distante que una mano oculta ejerce sobre las piezas en un tablero de ajedrez, la de Stendhal en La cartuja de Parma, dos décadas antes, hacía foco en la mirada del protagonista, escamoteaba detalles y de paso inventaba el porvenir. Al primero le interesaban la pompa, el honor y la fanfarria; al segundo, la perplejidad.

A diferencia de los de sus compatriotas, los intereses de Céline no parecen ser estrictamente literarios. O lo son de una manera taimada. Estremecer, perturbar —en definitiva: provocar la reacción del otro— fue su política. Por eso, más que escribir sobre la guerra, Céline había sido afectado por ella. Su lengua es la de aquel que ha hecho carne la exhibición de atrocidades del campo de batalla y vive, no para contarlo, sino para vociferar que ninguna inocencia resulta ya posible.

Los puntos suspensivos, las interjecciones y la jerga de baja estofa —marcas indelebles de la escritura de Céline— atentaban contra las normas de etiqueta del mancomunado decir literario y llevaban a la lengua francesa al límite del paroxismo. En Conversaciones con el profesor Y, apuntó que su estilo buscaba restituir “la emoción de lo hablado en lo escrito”. Lo cual más bien induce a la confusión, porque no había en eso nada de transcripción mimética y sí, en cambio, una entrega al nervio de la lengua, en retorcer sus junturas y lograr que rechine.

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