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Caminata bárbara: entre el gesto épico y el político

CIUDAD

 

Psicogeografía de la Reserva Ecológica de Buenos Aires.

 

Se iba a hacer el tratamiento con rayos y todo lo que el protocolo médico indicara, pero también, con regularidad terapéutica, juntaría dos o tres cosas en una mochila, las realmente indispensables, y se internaría por días –tres, cinco– a caminar por la meseta. Así fue como empezó, hace años ya. Y así fue como el cáncer no volvió a aparecer: las caminatas lo ahuyentan. Mario Basile me contó su historia en un café de mesas amplias, generosas, sobre las que había desplegado un mapa a gran escala de la meseta patagónica. Se disponía a dibujar al menos dos de los trayectos que yo podría hacer en una caminata que finalmente nunca hice. Me disuadió, además de mi pereza constitutiva, un dato nada menor: a pesar de que la Patagonia funcione para muchos como un espacio de libertades infinitas, no se puede caminar largo y tranquilo por ahí sin tener el consentimiento de los dueños de los campos que se atraviesa y sin hacer los pactos necesarios y precisos con los puesteros a cargo. La legislación argentina, a diferencia de otras como la alemana o la francesa, obliga a los caminantes de largo aliento a actuar como un viajero decimonónico con los jefes tribales africanos. En fin, decía que nunca hice esa caminata. Sin embargo, el relato de Mario Basile aparece, más presente o más difuso, cada vez que voy a caminar por la Reserva Ecológica. Aparecen también otros, leídos: el viaje a pie de Patrick Leigh Fermor –un año y medio con la mochila al hombro– desde el corazón de Europa hacia una periferia de la que hoy, a los noventa y cinco años, prefiere no moverse; el deambular de Théodore Monod por el desierto africano. O la caminata omnipotente de Herzog a campo traviesa desde Múnich a París, convencido de que así salvaría la vida de Lotte Eisner. Son un poco pretenciosas como referencias para alguien que, como yo, se toma un taxi para llegar a esas caminatas acotadas, domésticas, lo sé. Pero aparecen, así son las asociaciones, y confieso que hago todo lo posible por propiciarlas: estoy convencida de que así me entreno para el día en que la pereza no me impida armar un bolsito austero, cerrar la puerta de casa y simplemente salir.

 

Camino mucho, también, por otros lugares de Buenos Aires –mucho por las calles, algo por otros espacios verdes–, pero la fantasía de la caminata capaz de trastocar un modo de vida, de obrar milagros, de borronear las huellas de una identidad –la fantasía de la caminata épica, en suma– sólo se hace presente cuando circulo por la Reserva. No es difícil adivinar por qué: pocos espacios en el mundo son capaces hoy de estar ubicados en medio de una metrópoli y de generar, en tres minutos a lo sumo, una experiencia de traslación. Algo similar debe suceder en Second Life, supongo, aunque a mí esta traslación de la que hablo me suena más a película de ciencia ficción vista en televisor blanco y negro: más exactamente, a la escena en la que un personaje aparece a los tumbos en una suerte de cubículo cerrado a partir de la cual deducimos, obviando una dirección de arte nula o atroz, que dicho personaje ha llegado a algún momento del futuro o del pasado. Que ha hecho un viaje en el tiempo. En la Reserva es lo mismo, sólo que el viaje es en el espacio. Una ilusión de viaje espacial que nos instala en lo que, con una falta de especificidad aberrante, llamo la naturaleza.

 

Yuyal lo llamó Cristina Kirchner. Fue hace bastante poco, en un acto ligado a alguna otra ramificación del Bicentenario. “Sueño con que la Reserva Ecológica Costanera Sur deje de ser ese yuyal que es y se transforme en un gran pulmón verde como el Central Park”, dijo, refiriéndose a un ecosistema que ya es un pulmón verde en el que se combinan formaciones riquísimas de la llanura pampeana, la selva litoraleña y los talares de la Buenos Aires colonial. Biólogos, ornitólogos, aficionados, todos reaccionaron con furia: está claro que yuyal tampoco es la palabra. Sin embargo tenemos que reconocer que la frase, con su implícita oposición barbarie versus civilización adscriptas en este caso a yuyal versus Central Park, tiene algo de hallazgo: hace hincapié en el costado bárbaro que los por momentos agobiados habitantes de la metrópoli asociamos a la Reserva. Sabemos o intuimos que no es cierto, pero la oposición es funcional para habilitar, entre otras cosas, doy fe, caminatas de resonancias épicas.

 

O encuentros eróticos menos convencionales. “Si quieres tener sexo en la selva urbana, no dejes de visitar la Reserva Ecológica”, me juró un amigo que dice la guía Spartacus, referente mundial para gays en viaje de turismo. No encontré la frase, aunque sí es cierto que la Reserva figura en la sección de la guía denominada Cruising –que se traduce como “levante” o, mejor, “yiraje”–. Y en la BA Gay, que se edita acá, la Reserva aparece catalogada como “Espacio verde gay por excelencia” dentro de la sección “Buenos Aires caliente”. Aparentemente, tanto el levante como el sexo in situ se dan perfectamente bien en la Reserva, y si bien supongo que tener sexo al aire libre en más de una esquina estratégica de la ciudad no debe ser nada difícil tampoco, reconozcamos que esos senderitos aledaños a los caminos principales, donde la traslación espacial se acentúa porque hay tramos en los que literalmente se forman bosques, debe ser mucho más reconfortante. Mis caminatas épicas suenan entre anacrónicas o inocentonas en comparación, pero convengamos en que en ambas prácticas –caminar en busca de sexo, caminar pergeñando un futuro plan de escape– subyace esta idea de la Reserva como espacio bárbaro, como propiciador de un debilitamiento de las convenciones de la urbanidad. Ahí es donde me doy cuenta de que mi amigo, al recordar o improvisar una cita inhallable, dio con la frase justa para definir la Reserva. Selva urbana, a diferencia de la naturaleza, es bien específica y, a diferencia de yuyal, no mantiene la oposición maniquea sino que revela precisamente el modo en que está culturalmente conformado el espacio de la Reserva: como un lugar donde la preponderancia de vegetación y especies animales mitiga pero no anula la presencia de lo urbano.

 

Una confluencia de entidades que hoy se percibe de las formas más disímiles, pero que ya está incluso instalada en la historia del surgimiento de este lugar. Que en principio era agua, pura agua del Río de la Plata que llegaba hasta lo que es hoy la Avenida de los Italianos, y que los porteños tomaban como playa, con todo lo que eso implica: largas tardes al sol, trajes de baño, esparcimiento familiar y demás calamidades. Hasta que la contaminación los obligó a asumir que Buenos Aires es una ciudad sin playa –o lo era, pero ese es otro tema–. Las autoridades, entonces, en la década del setenta, decidieron construir acá una serie de edificios que albergarían oficinas administrativas –“ciudad satélite” la llamaban–, para lo cual planearon ganarle tierras al río, como en Holanda y demás al mar, y rellenaron todo este espacio con escombros de las demoliciones que se infligieron a la ciudad para construir las autopistas. Pero como tampoco Argentina es Holanda, el proyecto quedó abandonado y el terreno ganado al río se fue llenando de especies que se fueron asentando acá por una serie de ciclos y razones que los naturalistas –si se me permite el irresistible anacronismo– explican muy bien y yo no. Pero es imaginable. La desidia por una vez fue pródiga y generó esta formación clave para el mantenimiento de la biodiversidad que en 1986, por ley, fue declarada Parque Natural y Zona de Reserva. Un humedal de trescientas sesenta hectáreas que se fue desarrollando sobre una base de escombros y asfalto.

 

La ciudad late allí abajo, entonces, desde esos restos. Y no solamente: lo urbano es una presencia constante en este espacio que suponemos o deseamos, en un gesto definitivamente metropolitano, bárbaro. Sabemos que el instante en el que nos sentimos lejos de todo, en otro lugar, es fugaz, fantasioso, un falso satori. En mi caso, es exactamente esa falsa distancia lo que disfruto de este lugar: estar verdaderamente muy lejos de una ciudad grande es algo que siempre me ha provocado una profunda angustia. Sin embargo, para muchos visitantes asiduos de la Reserva, lo urbano suele tomar signo negativo, cuando no directamente amenazante. Uno de ellos me señala, mientras caminamos por uno de los senderos principales, la impactante línea de torres que se han construido ahí nomás, en Puerto Madero. Me explica una trama de corrupción que incluye terrenos del Estado cedidos a una corporación que luego hizo negocios millonarios sin que nada de ese dinero llegara ni a los ciudadanos ni a las administraciones de turno, aunque sí a algunos administradores. ¿Por qué –me pregunto, mientras pierdo el hilo– todos los conflictos de la vida política argentina se resumen en tramas de corrupción? Nada de antiguos enfrentamientos religiosos, étnicos, como ocurre en tantos otros países. Acá, aunque en el medio haya atentados y crímenes y aparentes diferencias de otro orden, todo conduce siempre finalmente a una derivación de fondos. Deberíamos fundar un género: si el gótico nos remite a Alemania, el realismo sucio a Estados Unidos y el policial con enigma a Inglaterra, ¿por qué no apostar por el género nacional del siglo veintiuno, ahora que la gauchesca nos ha quedado tan lejos? Esas torres les hacen mal a la Reserva y a sus habitantes naturales no sólo por el impacto visual, continúa el mismo Alguien, sino también porque, con las enormes superficies de sombra que proyectan sobre el terreno, alteran la fotosíntesis de las plantas –proceso por el cual, recordemos, se mantiene la vida en el planeta–. Pero esas torres le hacen todavía peor a la ciudad de Buenos Aires, porque están formando una especie de muralla que impide la circulación de aire entre este espacio verde y lo que está más allá; impiden, por ende, que la Reserva funcione como pulmón urbano. Y los intereses inmobiliarios no funcionan sólo de los límites de la Reserva hacia fuera: hay proyectos para asfaltar este terreno por el que caminamos y construir aquí mismo patios de comida, restaurantes e incluso un muelle para amarrar barcos, dice mi acompañante ocasional y dice también más de una página web de vecinos autoconvocados. Agradezco y anuncio que seguiré caminando sola, en silencio, como me gusta hacer siempre por acá. Me toma del brazo –un gesto suave, apenas un llamado de atención– y me dice que por eso lo de los incendios. Más de trescientos hubo al día de hoy: incendios intencionados, asegura, provocados por menores a los que las corporaciones con intereses inmobiliarios les pagan unos pesos por iniciarse en las artes de la piromanía y amedrentar así a personas y organismos propulsores de políticas ambientales y defensores del espacio público. Corrupción y conspiración, agrego: esos dos deberían ser los ingredientes centrales de nuestro nuevo género nacional.

 

Sigo caminando y me detengo en ese sector donde la Reserva se abre al río. Hay una brisa leve que trae aromas acuáticos, casi marítimos. Me quedo, como siempre, un buen rato sentada ahí. No cambiaría ese instante por nada. No hoy, no ahora por lo menos. Se me cruzan por la cabeza Gandhi y su Marcha de la Sal, el recorrido a pie de trescientos kilómetros con el que desafió las leyes británicas; y también Peace Pilgrim, la activista norteamericana que protestó contras las políticas de su país durante la Guerra Fría caminando durante nueve años sin tregua; incluso se me aparecen las caminatas de las Madres en los tiempos complejos. Me miro el brazo: el gesto fue leve, pero parece haberse traducido en mí como si se tratara de las garras de Freddy Krueger. Instaló algo molesto. Pienso con sorna en mis caminatas épicas y miro con algo parecido a dos o tres que pasan menos caminando que cumpliendo alguno de los mandamientos de la neorreligión del cuerpo. Pienso con simpatía, casi con envidia, en la gente que organizó en Inglaterra el movimiento RTS (Reclaim the Streets), en lo eficaces que fueron sus marchas y sus fiestas callejeras para denunciar la alienación que viene con la globalización fanatizada. Caminar, ya lo dijo De Certeau, puede ser un gesto de resistencia, una táctica para burlar las arremetidas de los poderosos, una práctica política. Imagino ahora la posibilidad de organizar acá, en la Reserva, algún tipo de caminata que fuera capaz de cuestionar y revisar las políticas que se aplican –y las que no– a este lugar y al espacio público de la ciudad en general. Me disuade recordar la retórica de vecinos autoconvocados, me disuaden todas las retóricas de la resistencia. Y también, como de la caminata por la meseta patagónica, me disuade un rasgo de carácter. ¿O será, en este caso, generacional? ¿Será esto de formar parte de una franja que no puede dejar de ver las militancias de la generación previa como quimeras y las militancias nuevas como ñoñerías? Decido ponerme en marcha con una celeridad infrecuente. Salgo de la Reserva por la puerta norte, me interno en el microcentro. En una esquina atestada me detengo. Mientras espero que el semáforo se ponga verde, vuelvo a mirarme el brazo. La molestia permanece intacta.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Entre medio, Fundación OSDE, Buenos Aires.

Lecturas. Michel De Certeau, La invención de lo cotidiano 1: Artes de hacer (México DF, Universidad Iberoamericana-Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, 1996); Rebecca Solnit, Wanderlust. A History of Walking (Londres, Verso, 2001); Patrick Leigh Fermor, El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (ambos editados en Barcelona por Península, en 2001 y 2004 respectivamente); Théodore Monod, Maxence en el desierto (Barcelona, Muchnik, 2000); Werner Herzog, Of Walking in Ice. Munich-Paris (Nueva York, Tanam Press, 1980); Carl Seelig, Paseos con Robert Walser (Madrid, Siruela, 2000).

María Sonia Cristoff es escritora. Ha compilado libros –Geografías literarias: Patagonia (Buenos Aires, Cántaro, 2005) y Pasaje a Oriente (Buenos Aires, FCE, 2009)– en los que el viaje y el movimiento funcionan como modos de abordar problemas que plantea hoy la narración literaria. Ha escrito dos libros de crónicas: Falsa calma (Buenos Aires, Seix Barral, 2005) y Desubicados (Buenos Aires, Sudamericana, 2007) y en breve publicará una novela, Bajo influencia.

1 Mar, 2010

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