OTRAS LITERATURAS

Las tropelías de antaño se leen con un retintín de vergüenza ajena; novelas en su tiempo escandalosas, condenadas de antemano a la censura, ahora no suscitan más que una mueca indulgente. Los límites se estiran, la moral de turno se reinventa, y lo que en este momento nos parece audaz mañana será apenas anécdota o costumbre. Claro que hay excepciones. Tal es el caso de Céline, cuya capacidad de incomodar permanece intacta. Cada nuevo hallazgo de su obra inédita reaviva el malestar que el escritor francés sembró en su época y que aún hoy permanece indómito.

Casi nueve décadas después de haber sido escrita, Londres se añade a la serie de manuscritos inéditos de Louis-Ferdinand Céline que salieron a la luz en los últimos años. Redactada hacia 1934, tras Viaje al fin de la noche y en paralelo a Muerte a crédito, la novela retoma el hilo narrativo de Guerra y sirve de preludio de Guignol’s Band. Ferdinand, el protagonista y avatar del autor, pasea su indolencia por un Londres de prostíbulos, bares y pensiones donde deambulan desertores, prostitutas y fiolos pipiolos. Corre el año 1916, la guerra está en pleno auge, y sus desechos humanos se agolpan en la capital inglesa: mutilados, delatores, apátridas y buscavidas que tratan de esquivar tanto la miseria como el reclutamiento.

A medida que se adentra en este ambiente sórdido que alterna la comicidad burlesca con la miseria más descarnada, el mismo Ferdinand comienza a vestir los harapos del proxeneta improvisado en la pensión de Leicester, donde un pintoresco, por no decir perverso, grupo de personajes, comandados por el cafisho francés Cantaloup, ejerce el lenocinio a la vez que busca refugio de las autoridades. A su alrededor gravitan figuras grotescas, algunas memorables por su crudeza caricaturesca —Purcell, Angèle, Borokrom— y otras que encarnan rasgos más sobrios, como el doctor Yugenbitz (un judío, no hay que dejar pasar el detalle, que despierta la vocación del protagonista por la medicina). 

Es un lugar común hablar de la escritura de Céline, de su ritmo sincopado y su oralidad crispada; menos frecuente es advertir la precisión con que perfila a sus personajes, el carácter visual de las escenas, o incluso el hechizo de sus metáforas fulgurantes (“el puterío ondulaba como algas en la luz tamizada”). Londres ofrece un sobrado repertorio al respecto. 

La trama avanza menos por la construcción argumental que por la tracción episódica de escenas que alternan riñas, orgías, traiciones y chanchullos de lo más variopintos. Memorables son la trifulca a escupitajos dentro de un taxi; la quema de un fastuoso mobiliario antiguo para templar una mansión habitada por espectros; el casamiento de las fulanas con sus fiolos como corolario a una noche que, entre otras atrocidades, incluye el paseo en carruaje de un cadáver fresco ataviado de mujer. 

Las apariencias, para Céline, no son más que maquillaje presto a resquebrajarse. Su literatura, en consecuencia, aboga por la caída virulenta de los semblantes, por exhibir el reverso del decorado. Si para ello hay que narrar estrangulamientos, abortos escalofriantes, violaciones oprobiosas y regar de misoginia cada página, no duda en hacerlo. “Al fin y al cabo”, escribió en Viaje al fin de la noche, “¿por qué no habría de haber tanto arte posible en la fealdad como en la belleza?”.

En cierto momento, Ferdinand dice respecto a un paciente: “Tiene dos molares en el fondo podridos del todo. A mí me interesa, me apasiona. Quiero aliviarlo. Es mi fijación”. Esa curiosidad insaciable por la putrefacción, ese deseo de curar a la humanidad hurgando en su carne, aun contra su voluntad, resume toda la ética médica y sobre todo literaria del autor de Muerte a crédito.

Si de alguna manera Céline se interesa en la literatura y habría que decir, más que en la literatura, su interés reside en la lengua, lo hace en tanto médico, y no uno cualquiera sino en tanto higienista, suerte de discípulo de Pasteur o más bien de Semmelweis, de quien, por cierto, escribió una taimada biografía, un médico higienista, en fin, que no puede salvar el cuerpo social sin infectarse él mismo con el virus de la palabra. “Lo que uno quiere aniquilar a toda costa antes de hacer mutis es la mentira de la vida”, dice el narrador. 

La mentira, en Céline, es aquello que huele mal y por lo tanto se detecta por su olor. Transversal a todo estrato social a generales y burócratas, a clérigos y comerciantes, la mentira no es sólo el engaño premeditado, sino también la mascarada inevitable en la que todos participamos. De ahí quizá la fascinación del protagonista por los marginados, su lenguaje y su código de honor; y no resulta un mérito menor de la novela el que, entre esta gente marginal y desposeída, surjan de pronto gestos de nobleza, de ternura, hasta de un amor auténtico, casi heroico. Céline hace brotar chispazos de luz donde otros sólo verían oscuridad y degradación.

Es probable que el presente régimen de delicadeza contribuya con su ración de ofensas. Las hay para todos los gustos, puesto que la novela no deja títere sin cabeza. Pero no habría que olvidar aquello que el propio Céline sostiene respecto a la existencia de dos clases de escritores: los que te despiertan y por ello reciben insultos a viva voz y los que te adormecen y se los desprecia en silencio. En definitiva, también dijo que la digestión del público se cumple a fuerza de reproches.

Culebreando con engañosa soltura entre el humor negro y lo ominoso, hasta precipitarse en una pesadilla de tintes picarescos, el Londres de Céline se dibuja como un vasto arrabal atestado de criaturas de vodevil que chapotean entre el desamparo y la desmesura; un escenario corroído por la podredumbre moral de una guerra que reverbera en los gestos, en las voces y en la carne de sus moradores, y donde la risa linda con la náusea y la farsa con la tragedia.

Louis-Ferdinand Céline, Londres, edición y prefacio de Régis Tettamanzi, traducción de Rubén Martín Giráldez, Anagrama, 2025, 528 págs.

18 Sep, 2025
  • 0

    La senda del solitario

    O. Henry

    Marcos Crotto Vila
    11 Sep

    Las historias de forajidos a caballo, tiros en un pueblo desierto y el sheriff con sus ayudantes nos llegaron desde el cine, que supo darle una atmósfera...

  • 0

    Geografía III

    Elizabeth Bishop

    Carlos Surghi
    11 Sep

    Una de las mejores definiciones de cómo hacer un poema pertenece a Elizabeth Bishop: “Bueno, para hacer un poema se necesita que un sinfín de cosas se...

  • 0

    El brazo de Pollak

    Hans von Trotha

    Juan F. Comperatore
    4 Sep

    Del mismo modo en que alguien que ha sufrido una amputación continúa sintiendo, incluso mucho después, la presencia del miembro fantasma, la historia del arte conserva la...

  • Send this to friend