Mañosa, acelerada e imprevisible. Pero ante todo, El nervio óptico es una novela ambidiestra. Por un lado no para de hablar, dice una vida que quiere sacudirse las escamas sórdidas del linaje, destejer herencias, gastarse la plata en una guarida sólida, encontrar fuera de la familia la hospitalidad ordinaria. Por el otro, se mete dentro del mundo del arte como destreza para escapar del mundo de las cosas y darle que darle con los artificios de una sensibilidad simple pero atenta, al acecho: una sensibilidad distinta. María Gainza escribió una novela sobre el egoísmo necesario para alegrarnos la vida. De ese malabar resulta un espacio único construido por traslados, cruces, tradiciones y genealogías titilando.
El libro es una historia por entregas. Prescinde de los hilos clásicos de la narración pero en cada salto forma vínculos imaginarios entre los relatos, buceando en la confrontación entre el pathos de la manteca al techo y la claridad de una vida austera. Lo que parece es que se juega nuestra propia vida si nos encantamos con dos o tres pinturas, si vamos al fondo con ellas y desechamos todo otro oropel. Como sello de agua, se va develando una defensa de la simplicidad del vivir monacalmente.
Cuando se sabe ingenua, la protagonista empieza a reconocerse liviana y dúctil. Cuando ve el mar, se muerde la cola porque ve su propio nombre. Cuando se nota distinta, se sabe parte de una continuidad. Esa metáfora podría estructurar la novela: lo que se ve pulveriza lo que éramos, nos renombra, pero a la vez somos los mismos, volvemos a tener el mismo nombre. Tanto irnos para reincidir. Cuando la novela rescata artistas, no es para destilar de ellos su técnica o copiar costumbres. Del sinfondo que es el arte toma ejemplos a los que llega después de toparse con detalles o mirarlos de soslayo. Es una interpretación estrábica de las pinturas. Que estén ahí no es para ejemplificar nada. Son parte, van y vienen, conviven con nosotros, toman formas mundanas, se erigen con talante antológico, pero a la vez no son más que mezclas de simples matices de simples colores. Luz releída.
Es un libro de refulgencias, aurático hasta la profanación y bello en su patetismo. Hay palacetes, ex cocainómanos místicos, amigas exitosas, jinetes, marchands en vela por guita, linyeras pulcros. Si tiene que hacernos reír, lo hace. De a ratos conmueve opacamente, pero sobre todo enseña a mirar. ¿Aprender de arte? Es secundario si lo que genera un cuadro es irnos por el éxtasis de lo inútil. Nada mejor que un burgués sobresaturado por lo que tiene ante sí. Que el arte nos cautive es, para María Gainza, una forma no burguesa de vivir.
María Gainza, El nervio óptico, Mansalva, 2013, 154 págs.
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