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Del modernismo a esta parte, la calidad de una obra basada en la ejecución insistente y virtuosa de una misma iconografía ha tenido como piedra de toque la administración del espacio. Es ahí donde pasa lo que realmente importa: un desplazamiento en el encuadre, algún desfasaje, la elegancia de las asimetrías. Es así como se logra enrarecer lo que, de otro modo, simplemente sería mostrado para confirmar la normalidad en el orden de lo visible. El uso inteligente del espacio introduce la discontinuidad, la falla con la que se inscribe un gesto de conciencia sobre la representación. Sin ese paso, es difícil hacer el camino que va de la imaginería a la pieza de arte, salir de la imagen para entrar en la obra.
En Lima bastarda, la exposición de Nazarena Mastronardi, varios dibujos son extensiones cubiertas regularmente por mariposas. Es un límite curioso de nuestra mentalidad: algunas entidades abstractas parecieran necesitar del número para poder dibujarse en la imaginación colectiva. En esta muestra, la cantidad es la nota imprescindible para convocar en la mente del espectador un cierto concepto de especie. La vida animal que trabaja estas imágenes es una animalidad expuesta, clasificada, sometida a la mediación de los dispositivos ópticos. Es ya, desde siempre, una aleación de ver y de saber: el objeto visto se presenta de manera indisociable junto a las técnicas del observador. Las mariposas de Mastronardi tienen un linaje en el arte argentino biotemático y fantástico: en un cuadro conjetural de reenvíos e influencias, una primera flecha podría salir hasta Luis Benedit y una segunda se podría perder en la huella de Mildred Burton, tal vez después de rodear las ficciones que en las últimas décadas revisitaron el lugar de los museos de ciencias naturales como instituciones de la mirada.
En los dibujos de Mastronardi —quizás más que en sus grabados—, la perfecta notación de la forma convive con señales que anuncian la disolución del espacio plástico. Como si al sustituir el desorden de la experiencia con la idealidad de la taxonomía la artista no perdiera de vista que todo orden es evanescente. Un resto de caos originario permanece casi imperceptible y hace agujeros en la superficie. Todo sale del blanco. Pero el blanco es también el que se traga en puntos específicos la gama de grises con la que están hechas estas imágenes: como si la ciencia positiva estuviera siempre a punto de ser derribada por lo invisible. Una vida inesperada emerge a veces de ese vacío: un par de ojos, una especie de marginalia maldita que no se ha logrado expulsar del todo y que pulula en la orilla, como las figuraciones demoníacas en las cornisas medievales. La notación más acabada de valores y texturas que se pueda concebir coexiste con las zonas críticas donde el prurito de la descripción absoluta remite y reconoce un límite. La plenitud de las superficies también es el lugar en el que se anuncia una falla.
Apoyada en un antiguo andamiaje filosófico, una retórica conocida enseña que la fijeza de las cosas es un producto perverso de la cultura, un invento antinatural. Da la impresión de que ese fondo de representaciones está en algún punto de esta obra y que configura lo que podríamos llamar su momento ético. Los motivos que puntúan estos cuadros han tenido que trasladarse con esfuerzo desde algún otro lado para llegar al campo visual en el que están enclavados. Pareciera que la artista no tuviera la intención de ocultar la energía que demandó inmovilizarlos. Sucede como si el trayecto que separa el origen de la iconografía del destino artificial que representa un cuadro fuera también un material estético. No se trata necesariamente de un rastro visible, no se trata de que cada figura haya dejado tras de sí una estela que recuerde el tenor de la travesía. Sin embargo, hay algo en cada mariposa que parece revelar el acto de inscripción. Tal vez sea el contorno firme que las despega del fondo y que encuentra un eco en la proliferación de los marcos. Una mariposa no nace para terminar alineada con otras en un espacio de dos dimensiones. La obra de Mastronardi recupera ese gesto cultural, pero rompe el pacto de indiferencia hacia la violencia que le es inherente. Cada imagen de esta muestra se exhibe como el documento de su propia historia constructiva. Siguiendo sin grandes ademanes la mejor tradición de la modernidad, cada pieza exhibida le acerca al espectador las instrucciones para desarmarla: para retirar de la superficie visible todo lo que ve y guardarlo otra vez, con delicadeza, dentro de una caja.
Nazarena Mastronardi, Lima bastarda, curaduría de Carolina Cuervo, Atocha Galería, Buenos Aires, 3 de julio de 2025.
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