Para Kleber Mendonça Filho, la arquitectura es una forma palpable, imperecedera del terror. Sus películas transcurren en un presente luminoso, soleado, y las sombras y la oscuridad sólo encuentran su lugar viniendo del pasado, emergiendo como un fondo opaco, peligrosamente líquido, desde la memoria de los lugares y los protagonistas. Tanto en la anterior Sonidos vecinos (2012) como en Aquarius, los movimientos de cámara son lánguidos, parsimoniosos, a veces inusuales, pero siempre destacan el escenario urbano vuelto una jaula, un paisaje de fricciones, incomodidades y desacuerdos que, inevitablemente, derivan hacia alguna forma de violencia quieta, no por atenuada menos chocante y perturbadora. Mendonça Filho tiene un placer “ballardiano” por las superficies: filma geometrías desde una perspectiva gélidamente racional, como de maquetista obseso, rastreando en la piel de los edificios los signos de una inquietud histórica que, tarde o temprano —más tarde que temprano, porque sus films son largos, morosos, profundamente incómodos— va a trasladarse a la mente de sus protagonistas bajo alguna forma corrosiva de crispación. La urbanización que esa banda de “vigilantes” sometía a siniestro escrutinio en Sonidos vecinos tiene ahora una curiosa prolongación en el departamento que Clara (notable Sonia Braga) se niega a abandonar, presionada por la empresa inmobiliaria que quiere quedarse con él (último habitado del algo demodé —o vintage, según se vea— complejo Aquarius), para iniciar allí un nuevo emprendimiento mejor alineado con los tiempos que corren. Pero lo que en Sonidos vecinos era un encierro falsamente voluntario, propiciado por el caótico devenir urbano —la contratación de vigilantes privados para combatir la inseguridad sumía a los vecinos en incómodas ceremonias de desconocimiento mutuo—, en Aquarius es un hostigamiento corporativo que Clara traduce y asimila como una pesadilla personal, absorbiéndola progresivamente entre los terrores nocturnos (reales e imaginarios) y las malas pasadas que comienzan a jugarle la soledad y el aislamiento. Recluida en la gruta monstruosa de la subjetividad, la realidad módica y alegre de Clara se va llenando de dolores, pesos y ausencias, partículas de un miedo invisible y una tristeza sorda que excitan e intimidan su imaginación. Y aunque el final es tan abierto como, si se quiere, “ingenuamente” tribunero, las claves tenebrosas de Aquarius hay que buscarlas antes, en sus pasajes más quietos, donde Clara está sola, encerrada entre paredes que no hablan pero aguardan, inertes como lápidas, una decisión. Mientras el cine latinoamericano pierde el tiempo en construcciones giratorias basadas en temas supuestamente “importantes”, falsamente “comprometidos”, hay que prestarle atención al brasileño Kleber Mendonça Filho. Sus dos primeros films de ficción son clases magistrales sobre cómo filmar territorios físicos y mentales, meticulosos exámenes de las maniobras peligrosas que pueden llevarnos de uno a otro sin que apenas lo notemos.
Aquarius (Brasil/Francia, 2016), guión y dirección de Kleber Mendonça Filho, 146 minutos.
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