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El comienzo de Magic Farm, segunda película de Amalia Ulman, nos muestra, desde atrás, a un motociclista conduciendo por un camino de tierra. La imagen es alterada casi de inmediato por lo que parece el filtro de un smartphone, que la reduce, como si se viera a través de un espejo convexo, al tamaño y la forma de una canica. Este gesto formal inicial no es sólo un juego visual, sino que anuncia la preocupación central de la película: el mundo está cada vez más mediado por dispositivos comunicativos, a la vez omnipresentes y miniaturizantes. Este mundo pequeño no sólo está globalizado, sino también disminuido, contraído. Las redes sociales, el filtrado algorítmico y la vigilancia digital lo reducen a intereses estrechos y uniformadores, que limitan no sólo su alcance, sino también su escala moral e imaginativa. La visión misma se ha encogido.
La primera película de Ulman, El planeta (2021), también abordaba temas afines, como la restricción, la precariedad y la artificialidad. Ambientada en Madrid y protagonizada por Ulman y su madre en la vida real, la película las sigue en una serie de estafas humillantes con que se aferran a los restos de su respetabilidad burguesa. La escala planetaria del título es irónica: sus vidas, como el mundo que habitan, se han contraído a las dimensiones de un apartamento estrecho, unas pocas prendas de diseñador y un puñado de relaciones transaccionales. En su segunda película, el mundo no es urbano sino rural, y no es España sino la Argentina. Sin embargo, la sensación de contracción global persiste. Ya no existe un “planeta” en el sentido pleno y denso, sólo focos aislados de interés, googleables, etiquetables y monetizables.
En Magic Farm, Ulman interpreta a la productora de una serie de internet dedicada a rastrear “tendencias”, y como se revela luego, también a fabricarlas. Tras confiar la logística del viaje a una becaria distraída, el equipo estadounidense aterriza no en el San Cristóbal que buscaban, sino en otro perdido en la Argentina rural. “Hay un San Cristóbal en cada rincón de Latinoamérica. San Cristóbal, o sea, Cristóbal Colón”, señala despistadamente el personaje de Ulman. Ese parece ser el límite de su conocimiento geográfico o histórico. Aun así, los habitantes del pueblo, amables y curiosos por la visita inesperada, se prestan a las payasadas del equipo en busca de contenido, aun cuando el pueblo está atravesando silenciosamente una prolongada crisis de salud ambiental vinculada al uso de pesticidas. Malformaciones congénitas, enfermedades crónicas, tierras envenenadas: estos problemas son advertidos y a la vez ignorados, entendidos como parte del ambiente más que como una urgencia. Los residentes parecen vivir en una especie de normalización incómoda, donde todo está bien y al mismo tiempo, obviamente, no lo está. La cámara de Ulman no enmarca la crisis con urgencia activista ni sensacionalismo. Prefiere detenerse en la banalidad de su presencia. Los cazadores de tendencias, naturalmente, no captan la historia, incluso cuando un avión fumigador vuela directamente sobre ellos y corren a esconderse. La mirada hambrienta de contenido busca novedad, no consecuencias. El mundo real, complejo, contaminado y lento, no se viraliza.
Y, sin embargo, a pesar de todo este desapego, comienzan a formarse algunas conexiones reales, aun si tambaleantes. Entre el equipo de producción hambriento de amor y sexo y los habitantes del pueblo, igualmente carentes de afecto, surgen relaciones tentativas. Es en estas interacciones, a menudo torpes y breves, donde la película encuentra su corazón y su filo satírico. El deseo de intimidad, de contacto genuino, persiste obstinadamente, incluso en un mundo pequeño. Especialmente en un mundo pequeño.
Ulman interroga desde hace tiempo la ilusión de conexión en la cultura digital. Antes de incursionar en el cine, recibió atención crítica por Excellences & Perfections, una performance en Instagram en la que creó a una falsa influencer que imitaba con precisión inquietante los clichés de la feminidad en línea. Era un diagnóstico agudo de cómo las redes sociales distorsionan la identidad, convirtiendo la intimidad en espectáculo y reduciendo la vida a fragmentos estetizados. Magic Farm retoma esta crítica y la traduce al lenguaje cinematográfico. El equipo cazador de tendencias, como la persona de Instagram de Ulman, desempeña sus roles con compromiso, pero sin comprensión. Lo que buscan —interacción, relevancia, contenido— es apenas un pálido sustituto del sentido.
Incluso los animales parecen entender más. Perros equipados con cámaras GoPro nos ofrecen una visión del mundo que es pequeña pero sincera, limitada en alcance, pero no moralmente reducida. Es una inversión astuta de la mirada humana, que abarca mucho, pero entiende poco. Los animales nos recuerdan que los primeros videos virales fueron, después de todo, sobre ellos, criaturas que despertaban afecto espontáneo en todo el mundo antes de que los algoritmos aprendieran a convertir la atención en un arma. En Magic Farm, la presencia de los animales no es sólo un capricho, sino un recordatorio de otros modos de ser, otras formas de ver, que persisten bajo los filtros y las falsificaciones.
Magic Farm (Estados Unidos / Argentina / Reino Unido, 2025), guion y dirección de Amalia Ulman, 93 minutos, disponible en Mubi.
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