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No deja de ser irónico que Twin Peaks se haya entronizado como referente de toda la TV “de autor” que vino después: David Lynch cedió el manejo de buena parte de la segunda temporada al cocreador Mark Frost, con resultados catastróficos. De hecho, si Twin Peaks tuvo un final que no había sido pensado como tal, fue, entre otros motivos, porque Frost y su equipo no supieron mantener el nivel: después de que, presionados por la ABC (otra diferencia con el presente: se emitía por TV abierta), Lynch y él resolviesen el asesinato de Laura Palmer, Twin Peaks cayó en picada mientras el director trabajaba en Corazón salvaje. Eso sí, tuvo un gran capítulo final para el que Lynch retornó.
Por todo esto, una tercera entrega de Twin Peaks un cuarto de siglo después, con Lynch y Frost en los guiones y el primero dirigiendo la totalidad de los dieciocho capítulos, era una apuesta muy fuerte. La primera sensación preestreno era que Lynch —de quien, con malicia, se podría decir que después de la pesadilla cuántica de 2006, Inland Empire, se dedicó a trabajar de David Lynch— no iba a arruinar el legado de la original (en verdad, si los abismos de la segunda temporada no lo lograron, nada le hace mella). La segunda sensación, confirmada tras ver el episodio doble de la premier, es que Lynch (quien viene sufriendo de la falta de presupuesto para hacer cine o TV desde el comienzos del siglo —recordemos que Mullholland Drive surgió de un piloto para una serie truncada—) iba a utilizar la marca Twin Peaks para darles una salida a todas las ideas y obsesiones que acumuló en estos últimos diez años y no pudo utilizar en el puñado de cortos que filmó, en sus discos o en sus otras actividades.
Había un tercer pálpito que cada nuevo episodio (esta reseña fue escrita tras nueve entregas) no deja de remachar: esto es Lynch haciendo lo que se le da la gana, aprovechando las libertades —y el presupuesto— que le garantizó Showtime después de algunas idas y vueltas. Esto se manifiesta de distintas formas. Por ejemplo, la particular mano (no pun intended) de Lynch con el erotismo nunca podría haberse mostrado así en la serie original. El fascinante octavo episodio, suerte de big bang atómico del universo Twin Peaks, que no se parece a nada previamente hecho en televisión y referencia a la obra de Kubrick, admirador de Lynch. Pero también el uso de los silencios, algunos planos con la cámara puesta casi a desgano, viñetas inconexas y la sensación de que se podría contar lo mismo en menos tiempo, particularmente en la deliberada exasperación con la que Lynch muestra a un retornado agente Dale Cooper atrapado y amnésico en el cuerpo de un doppelgänger lobotomizado. O un enano asesino a sueldo con la cara de Mascherano. Puro Lynch, sin cortar. Lo cual, claro, puede llevar a una sobredosis.
Lynch continúa jugando con las expectativas de la audiencia, como sucedió cuando realizó, con Fire Walk with Me (1992), una precuela de la serie en vez de la continuación esperada. Algunos capítulos muestran señales de darle cohesión a la historia, otras escenas son parte de un mosaico que aún no cobra sentido: Buenos Aires apareció en el capítulo cinco, una referencia a escenas del personaje de David Bowie en Fire Walk with Me que quedaron fuera del corte final. Hay tiempo para que la particular lógica lyncheana atienda todas estas cuestiones, aunque esa misma lógica seguramente dejará muchas cosas sin explicar.
La televisión no es la misma que en 1990, pero tampoco lo es Lynch, quien parece valerse de la nueva forma de consumir series (incluyendo los sitios de Internet que intentan atar cabos semana a semana) y a la vez darle la espalda. Ya no está el diálogo con los géneros de la TV de la serie original, sino un Lynch radicalizado, sin nostalgia; a veces provocador, otras autoindulgente, siempre autor.
Twin Peaks, guión de Mark Frost y David Lynch, dirección de David Lynch, Showtime, 18 episodios, 2017.
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