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Por su estructura —una primera parte polifónica y testimonial; una segunda más próxima al diario íntimo—, Luces calientes —primera publicación en un sello mainstream de Walter Lezcano, escritor de amplio recorrido en editoriales independientes y que trabaja también en el periodismo y en la docencia— puede leerse como dos relatos autónomos conectados por uno de sus personajes. A fuerza de frases breves, puntos seguidos, fragmentos narrativos de cierta autonomía, y de la prepotencia de la narración —le gana incluso a la impronta íntima y confesional que uno esperaría del “Diario”—, la conexión se prolonga todavía más allá. Ambientada en un barrio prototipo del Conurbano bonaerense —un lunfardo juvenil y suburbano hecho de palabras, costumbres, carencias y sensibilidades ancla también su procedencia—, su juvenilia arrabalera arranca con una fiesta y no se detiene hasta el cisma, un episodio que a su vez enlaza con lo real y con el trágico incendio de República Cromagnon y la muerte de casi doscientas personas en un recital de rock. Entre la celebración y las cenizas, mientras tanto, la historia que involucra a Martín y Alejandra, la obsesión de Martín que luego se enfoca en la pornografía y en una de sus estrellas —algo se nota empantanado y tosco cuando se trata del sexo y la autosatisfacción onanista—, la relación entre Martín y su madre, el trauma, la amistad entre Martín y Pablo o entre Martín y Patricio, todo eso oliendo a espíritu adolescente y enmarcado en una estética que años atrás se dio en llamar rock barrial —acaso este y los protagonizados por Harry Chinasky se cuenten entre los relatos en los que más aparece la palabra “cerveza”—, son algunas de las líneas argumentales que se encadenan de una forma algo brusca, como si se privilegiaran los principios constructivos del montaje o la yuxtaposición frente a otro tipo de continuidad más mansa o coordinada. Chicos que en una página están en edad de ir al secundario en la siguiente son empresarios dueños de un boliche de rock. Un padre con malestar estomacal muere al cabo de otras cuatro o cinco líneas. Desde que “Toro” Servi copia sus primeros temas con la guitarra hasta que se forma Los Nietos del Carnicero hay apenas un intermedio. Y el mismo día de la apertura del local de conciertos, mucho de lo que se había congregado en torno a su microuniverso también se desvanece: la urgencia y la aceleración con la que se suceden y se leen los acontecimientos marchan sin freno hacia un horizonte crepuscular. Es probable que cierto efecto de irregularidad sobrevuele el conjunto; no parece, en todo caso, producto de la desprolijidad o el descuido. Quizás como el rock que la acompaña y del que abreva —Calamaro, los rolin, EMPM, la huella shoegaze o Los Killers Lagartos, entre muchísimos otros—, Luces calientes también apueste a vivir con prisa, morir joven y ser un cadáver hermoso.
Walter Lezcano, Luces calientes, Tusquets, 2018, 184 págs.
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