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Los poemas de Maratón nacen de la exploración de lo concreto y son las coordenadas del orden de lo cercano las que delimitan los sentidos de la escritura. El entorno es una secuencia habitada por sauces, caracoles, alces, liebres, girasoles y constelaciones percibidas desde la llanura, campos seguidos de más campos alambrando la imaginación como quien mira la ruta desde la ventanilla de un vehículo.
Lo que atraviesa la visión se sitúa en una proximidad, como si estuviésemos contenidos por completo en aquello mismo que reconocemos cuando el mundo se retrae hasta desintegrarse o quedar pulverizado por completo ante nuestros ojos: “De lejos su pelaje luce / sabio como la barba al viento / de un monje meditando, / las ondas se alzan en la copa / para alcanzar las curvas donde todo / es caída y desdén. / Así es como él contempla el mundo, /arraigado y suelto, / libre y sumiso, / desde los pájaros / a la raíz”. Que frente a nosotros haya un árbol en el medio del camino, por ejemplo, no es más que una confirmación de la circularidad de las horas, de los días, donde cada momento pareciera ser que nos preexiste desde antes de que tomemos conciencia de su propia presencia. Son los ciclos interminables de camiones de carga recorriendo cientos de kilómetros en el llano, del movimiento a escala de las olas de los ríos, del resplandor de la soja en las banquinas, los que nos recuerdan cómo es la vida en el interior de la provincia. Y que en toda quietud habita un temblor profundo a punto de sacudir nuestras voces.
La pregunta que ocurre es qué es el interior desde aquí. ¿Es una frontera rígida? ¿O se trata más bien de coordenadas móviles, o portátiles, dentro de las cuales nos movemos de un punto a otro, muchas veces, incluso, sin darnos cuenta? Que haya movimiento explicaría cómo es posible no sólo detenerse en la profundidad de las cosas que tenemos cerca, sino también tomar posición en otros espacios, más lejanos, que encuentran en la imaginación su límite. Y así aquello que creíamos conocido por obra de un contacto frecuente se vuelve extraño y se confunde con imágenes y sentimientos que provienen de quién sabe dónde. De ese modo dialogan textos que terminan articulando un país interior en un imaginario complejo donde pueden convivir ballenas, mapaches y elefantes como si estuviéramos frente a un documental, contemplando en silencio otras formas de la alteridad que apenas podemos descifrar con la mente.
¿No es la poesía quizá una forma de ingresar en lo que desconocemos? ¿No es un método de formular preguntas sobre cómo edificamos nuestras biografías en el mundo? ¿O cómo decidimos narrarnos con lo que tenemos en este momento? Escribir, más que distraerse, implica borrar las huellas de lo conocido y repensar cuál es nuestra herencia en lecturas y cuál es nuestra herencia en relación con la lengua. Digo: la lengua que nos sostiene en el día a día y funciona como las corazas de los insectos pero hecha con signos y abstracciones para confirmarnos en términos de aquí, yo y ahora, y así atar los fragmentos de la realidad que creíamos perdidos o rotos.
Maratón nos recuerda que en toda experiencia, por pobre que la consideremos, hay un resplandor, una intensidad parecida a la de esos chispazos que vemos salir de los talleres mecánicos de barrio cuando el soldador, cubierto con su máscara, toma una pieza y la transforma en pura luz, radiante. Por cierto, de ese modo circula la poesía: mediante chispazos, pequeños destellos lumínicos que recubren y borran lentamente todo rastro de sombra.
Leandro Llull, Maratón, Ediciones 27 Pulqui, 2016, 56 págs.
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