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Cuesta creerlo hoy frente a la penosa cartelera de las plataformas de streaming, pero hasta Chris Marker, uno de los grandes experimentadores del cine, celebró a comienzos del siglo la renovación de la narración cinematográfica que prometían las series de televisión norteamericanas. Llegó a confesar su entusiasmo con The Wire o The West Wing (¡y hasta intercambiar sus favoritas con Alain Resnais!), pero murió en 2012 y no alcanzó a ver cómo las promesas de inventiva narrativa y visual se fueron esfumando en una maquinaria boba guiada por los algoritmos. Unas décadas más tarde y salvo muy contadas excepciones, cientos de series sólo repiten las mismas fórmulas probadas para abastecer un consumo cada vez más indulgente y adictivo.
Pero no todo está perdido en la corriente aplastante del streaming. Los nueve episodios de Self-Portrait as a Coffee-Pot, la serie del artista sudafricano William Kentridge que desde octubre puede verse en una plataforma de cine, son un antídoto contra la fijeza de las formas congeladas, un elogio de la fluidez, un derroche inagotable de ingenio, un slapstick y, aunque también cuesta creerlo, un autorretrato… como una cafetera.
Kentridge lleva cuarenta años burlando los límites entre el dibujo, la animación, la escultura y la performance en su Johannesburgo natal, y entretanto ha recorrido el mundo con sus instalaciones de video, sus producciones de teatro y ópera. Pero forzado por el encierro de la pandemia, en 2020 decidió convertir su estudio en el escenario proteico de un film sin guion que, abrevando en los comienzos del cine, Dadá, la Bauhaus, Chaplin o los constructivistas rusos, compone y descompone, dibuja y borra, corta y pega, “siguiendo el impulso” de sus prodigiosos dibujos en carbonilla. “Cabeza ampliada”, "cámara de ideas", "lugar seguro para la estupidez”, el estudio se revela como un campo de pruebas en el que los fragmentos del mundo que traen los diarios, el entorno cotidiano, los recuerdos y el cuaderno de notas giran hasta encontrar una técnica que acierte a recomponerlos y devolverlos al mundo transformados. Los dibujos en las paredes, las notas del cuaderno, las herramientas o la mesa de trabajo, todo puede ponerse en movimiento con una vieja cámara de cine y el recurso obsoleto de la animación stop motion. El proceso es la obra misma, y el espectador, el testigo privilegiado del pase de magia de la imaginación y el virtuosismo. “Haz que el algoritmo se muera de hambre”, se lee en uno de los tantos carteles oportunos que inundan los dibujos.
Pero se trata de un autorretrato y Kentridge se duplica o se triplica digitalmente en la pantalla, dialoga con un doble que lo contradice o lo interpela, pone en escena la rumia mental del artista frente a la vida y la tela en blanco. Cada episodio desgrana preguntas —la memoria, el yo, el lugar en el mundo, la representación, el destino, la muerte—, pero hay más contradicciones que certezas en las respuestas; como en el dibujo o las animaciones, todo es provisional, contingente. Y aunque la indagación es honda, las verdades inmutables y la solemnidad quedan desterradas del estudio. Performer de sus devaneos creativos frente a la cámara, Kentridge desdramatiza la tarea del artista con un paso de comedia (camina, baila, juega a las escondidas con su reflejo y sus propios dibujos), sin olvidar las marcas traumáticas del pasado de Sudáfrica, que afloran y desaparecen en la tela como en un parpadeo de la Historia. El ascenso y la caída del apartheid, la rapacidad colonialista, las ruinas del paisaje industrializado se cuelan en el autorretrato, pero es en la metamorfosis continua donde la obra alcanza su verdadera vibración política. “Aspiro a un arte político”, dice Kentridge, “esto es un arte de la ambigüedad, la contradicción, los gestos incompletos y los finales inciertos”. El montaje, gran legado de las vanguardias, es la piedra de toque que enlaza los fragmentos y a la vez conserva el resplandor de las piezas separadas.
Con el paso de los meses y el fin del encierro, el estudio se abre a los músicos, los actores, los bailarines y los diseñadores de vestuario, que se suman a la alquimia de lenguajes de la obra en marcha, sea una nueva animación, una escultura, una lectura coral en una lengua inventada, o Oh to Believe in Another World, el film sobre el fin de la utopía posrevolucionaria rusa a través de la vida de Shostakovich que en 2022 iría a acompañar la Sinfonía N° 10 en Lucerna y más tarde en Hong Kong.
El final es glorioso: una banda irrumpe en el estudio con su fanfarria de bronces y arrastra a todos a las calles de Johannesburgo, pero antes de salir Kentridge dibuja una vez más una cafetera Moka en su cuaderno de notas. El autorretrato, ha dicho ya en el segundo episodio, podría componerse con todo lo que un artista ha dibujado —“una piscina, una gaviota muerta, Frantz Fanon, el rey Leopoldo”—, y también con todo lo que no ha dibujado, mientras un desfile infinito de dibujos se monta vertiginosamente como una muestra animada de su generosidad con el mundo y su encuentro amoroso con las cosas. Con su ambición escultórica y su forma antropomórfica, hasta el dibujo de una cafetera puede oficiar de autorretrato. “Tendría que haberme comprado uno de esos libros sobre cómo dibujar el rostro humano”, ironiza Kentridge, “para no tener que ocultarme detrás de una cafetera”.
Difícil describir tanta maravilla sin traicionar su tenaz resistencia a la forma acabada. Conviene verla, lector, antes de que la imparable corriente del streaming se la lleve.
Self-Portrait as a Coffee-Pot, creada y dirigida por William Kentridge, Mubi, 2023, 9 episodios.
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