Un verano dura lo que dura una calentura; criterio astroerótico. Mauro lo pasa durmiendo en el Laverrap de los amigos de su vieja, donde se instaló para hacer sus primeros pesos y alejarse de la ciudad del divorcio paterno y de las noticias inseguras. Ahí mira, ve la calle desde atrás de la vidriera, desde donde se acumula la maloliente ropita playera para lavarse maquinal y perfumadamente hacia una nueva jornada de brillo. Al lado vive un grupo de postadolescentes, dos pibas vienen al local: una lo enloquece. Victoria. Un metejón que lo desarma pero llenándolo de fuerza.
Mauro vive con el short de Temperley, donde juega en inferiores. La pelota lo acompaña en su soledad, y también es mediante la redonda como se mete a jugar un picado con los amigos de Viqui. Tiene catorce años e impone su saber futbolero sobre los pibes de veinte musculosos, bronceados, ropa relajadamente cool y dientes perfectos como de propaganda. Trabaja, es de barrio, es futbolero, su familia está desfondada, la escuela es referencia de lo impostado: pero no puede decirse que estas cosas sean tematizadas en la novela; no hay exterioridad alguna. El tema, el único tema, es no morir virgen. Las cosas, esas cosas, son el caldo mismo, no objeto de discurso o “tratamiento literario” ni de anatomía doctoral; son punto de partida y condiciones del drama, la aventura, el embole, la rabia y lo demás: las cosas. Mauro y las cosas ante el Espectáculo del verano.
Se mueve en bici. Quema la leche en bici. Va a la playa, entra al agua; conoce, entregando ropa limpia, a un ex combatiente, que le baja data sobre minas y lo pedagogiza en boleros —el único legado adulto aparte del fútbol—. Va a un asado con escabio. Crece; caliente con Victoria, pero, lejos de que “por un metejón hace de todo”, hay que ver que la calentura con la chica está hecha de todos los viajes y encuentros que Mauro hace en su entorno.
Un verano logra el erotismo —sublime déspota— con un “la imagina desnuda”, con un “le dio un beso en la mejilla” o un “¡por fin un mozo lindo!”: botoncitos sutiles que, por lo compuesto del tejido donde consisten, tienen mucho mayor efecto que culos, tetas, conchas chorreantes expuestas en fragmentos desafectados —obscenos—. Tales cositas lo enloquecen porque es modesto el horizonte de Mauro; modesto, acotado, pero no minimalista. Cosas cargadas. Ni ascetismo (narrativa del fin de los grandes relatos) ni exageración estridente (literatura mediática en la guerra por la atención); ni sofisticacionismo elitista ni agendismo contenidista: una vida y lo que la toca; una vida que es lo que la toca; no por interés programático (“trabajar sobre los adolescentes”), sino un universo literario que se impone porque sí, porque esto, porque cuando se empieza ya estaba ahí. Es literatura futbolera mucho más que las que tematizan el fútbol; clasista y erótica; pibista, pero porque un pibe es una pregunta actual para un ex joven, no nostalgia. Mauro vive un padecimiento activo, mayor su afección que su potencia, pero ahí está, flor de mutante. Un pibe. Acaso, para un “escritor joven”, o sea un ex pibe, un adolescente encarna eso, lo mutante, y el mutante nunca sabe adónde va.
Damián Huergo, Un verano, Notanpüan, 2015, 128 págs.
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