“Por fortuna, su naufragio no era definitivo”, dice uno de los aforismos reunidos en Atajos para no llegar. La frase siguiente nos abre los ojos: “Por desgracia, era incesante”. Ese náufrago es también el “yo” del autor y el “nosotros” que lee. Por breve que sea, un aforismo alcanza para todos. Y más si alude a las desdichas de la condición humana.
Martín Hopenhayn, filósofo posiblemente más chileno que argentino —pero igual— y nacido en Nueva York, publicó en 1990 y 1999 otras dos colecciones de aforismos: Escritos sin futuro y Así de frágil es la cosa. El título de esta —Atajos para no llegar— parece un movimiento repentino que, por sus velocidades contradictorias, no termina de cerrarse: ninguna idea, por aguda que resulte, puede ser definitiva.
¿Qué es un aforismo? Un texto “breve” que se define por su indefinición, dijo alguien. Estos suelen consistir en pocas líneas donde Hopenhayn se interroga, a menudo con paradojas y polisemias, sobre encrucijadas de la vida social o enigmas morales del individuo. Sensaciones e ideas sembradas en cualquier zona de una conciencia escéptica. Textos rápidos que reflotan preguntas que habíamos olvidado (y que no tienen una respuesta). O que nos obligan a recordar —sin énfasis, sin muecas— la melancolía del fracaso (como aquel naufragio). Aunque sea el hundimiento de las certezas.
Tienen los aforismos algo de sentencia, de verso, de proverbio, de broma cruel incluso. De paradoja, ya se dijo. Veamos uno de interés general: “El coito, turgencia de lo efímero”, dice, y concluye con una trampa: “El beso, vapor de eternidad”. El lector con pareja se inquieta: ¿tiene el beso una superioridad moral (disfrazada de perduración) sobre la cópula? ¿Es pura angustia masculina o una filosofante concesión a las damas?
La gracia de estos tubos de ensayo verbales, donde quieren hibridarse el poeta y el filósofo, está en eso: desencadenan en la cabeza del lector las piruetas inesperadas de la lógica. De varias lógicas posibles, estereotipos incluidos: las palabras son espejos movibles frente a la realidad física y psíquica.
El aforismo puede salir a la calle e ir más allá de las perplejidades sexuales o metafísicas. Uno psicocultural, muy chileno: “Nuevo modismo en boga para cuando la realidad no está a la altura de las expectativas: ‘es lo que hay’. La conciencia bascula entre la estrechez del conformismo y la lucidez de la conformidad”. No está mal, esas dos palabras nos dejan rumiando: creíamos estar tranquilos, pero se ve que no.
En algunos casos, el aforismo puede sonar obvio, y es que —¿ciegos?— vemos en él una simple metáfora de la adicción: “Luego de devorar su objeto el goce da media vuelta y devora al gozador. A muchos sorprende desprevenidos, unos cuantos lo advierten, pocos se retiran a tiempo”.
Un riesgo ocasional son los barroquismos de la razón: tanta abstracción hace del dolor el objeto de un juego iluminado pero distante. Aunque otras veces la empatía con el lector es total: “El peligro de la vejez: resentir el deterioro del rostro y el cuerpo como si esa vejez no la habitara uno, sino un joven encapsulado por error en aquel cuerpo de anciano, pataleando inútilmente para que el tiempo regrese y destape el frasco que lo mantiene cautivo”. Esa ilusión —diría el aforista— es otra máscara de la muerte. Y agregaría, desconcertándonos: “No seas pendejo, no vuelvas a farrearte el Gran Desastre”.
Martín Hopenhayn, Atajos para no llegar, Tajamar Editores, 2014, 180 págs.
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