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La gota vivificante

MÁQUINABLANDA

Pasados dos meses, todavía me incomoda que la polémica entre funcionarios del gobierno e intelectuales o semi sobre el papel de La Cultura me haya causado fastidio. ¿Por qué no respondí con un arranque cívico? ¿Cómo no salí a decir que La Cultura importa, a fundamentarlo con las razones teóricas en que debería ser ducho el director de una revista de letras? ¿Me equivoco o a muchos otros les resbaló menos encubiertamente que a mí? Quizá éstos sean los auténticos valientes. Como escritor cincuentón, noto que la madurez implícita en estas meditaciones indica una mala asimilación del Gombrowicz que tanto quiero. Todavía me abruma el peso de la Forma. Pero justamente por esto, por la carga de madurez, responsabilidad formal y pulsión política que tironeaba del fastidio, no lo atribuí a la fiaca aristocratizante. No: era más bien el conocido titubeo que me liga a una tradición moderna. Como cantidad de mis antecesores, soy un socialista que descree del progreso, un agnóstico presionado por la moral monoteísta, un ácrata espiritual preocupado por la democracia, un buscador de soberanía que se emociona con la fraternidad, un disidente que recae en la simple oposición parlamentaria. “¿Cómo vamos a enarbolar –escribió Cyril Connolly– algo más que el intento de no sacrificar la pasión delicada a la urgencia de los apetitos? Somos vulgares como el barro.” Connolly lo escribió en plena Segunda Guerra Mundial, cuando Inglaterra sentía el fuego de los nazis; y a pesar de que se había recluido en el campo, intentando desembarazarse de su época para alcanzar el luminoso empíreo del pensamiento europeo, no pudo “permanecer por mucho tiempo en las nubes”. Tampoco podría uno, por habituado que esté al turbio empíreo cultural sudaca, cuando en la Argentina se libran varias guerras cruentas a la vez: por la existencia y la dignidad, contra la camándula financiero-mafiosa-caudillo político-policial que esquilma a la población, y así de seguido. En esas guerras uno se alinea con el gobierno, sí. Pero encima la producción local de cultura está acorralada por la aplanadora del capital monopolista. De modo que la voz de la culpa me decía: Nada de pedirle al cielo una buena frase que te pruebe que no sos inferior al último de los hombres; no basta responder con un emprendimiento colectivo a la sensación de que los otros te tiranizan; te ocuparás de tu oficio, pero no dejarás de aportar a la polis deculturizada la savia argumentativa que se reclama de tu gremio.

La viscosa realimentación entre duda y polémica termina con un flashback. Semanas antes, el día de la fundación del Museo de la Memoria en la ESMA, prendí la radio para seguir el acto mientras cocinaba una sopa. Me emocioné, no sólo porque no concibo una pasable vida en común con el resto de los argentinos sin que todos aceptemos mirar de frente los signos de lo que pasó acá, sino porque creo que hay que atender a los muertos, al menos cada uno a los suyos. El presidente terminó de hablar, hubo otros discursos y se hizo lugar al arte. Irrumpieron las voces de Víctor Heredia y León Gieco redundando, por si hacía falta, en una poesía de elogio de La Memoria. La Memoria, cantaban, es un arma que se vuelve contra los pueblos que la pisan y no la dejan volar libre como el viento. El vaho de esa retórica hechicera y abstrusa, reñida con la menor curiosidad por el significado de las palabras, me atragantó la sopa, el acto y la emoción. Gracias al prestigio de la poesía, la arbitraria cadena de metáforas se volvía mandamiento. Pero dar empaque de verdad a una ristra de chorizos poéticos es el último refugio del progresismo utilitario. Hay que marchar adelante con el envión del pasado, así nos estrellemos como en el pasado, porque estrellarse enaltece. Me revienta esa malversación del estoicismo que disimula la parálisis mental. Mata las sensaciones, que son el presente, y aprovecha el erial que deja para reemplazar unos fetiches por otros: ejemplo, “Orden” por “Memoria”. Así nos aprieta entre dos fundamentalismos, refuerza el carácter vírico de las palabras y contribuye a la función del capitalismo virtual, que es el dominio de los cuerpos mediante la desaparición del referente: de la materia, de la áspera sutileza del mundo. Porque ¿no se preguntó el poeta si a una memoria libre como el viento no se le ocurrirá escaparse para siempre, o repetirle a uno todo el día que debe ir al dermatólogo? Me habría gustado escuchar cómo se alienta la conciencia histórica de los momentos de peligro sin caer en el victimismo. ¿Por qué tenía que soportar esa letanía empapada de virtud como si fuera lo único posible en un acto que representaba mis obligaciones? Lo sé: porque era lo que el equipo del presidente Kirchner había elegido. Algunos me dirán que hile un poco más fino. Gieco, un valioso impulsor de alianzas entre pop y folclore, me recriminará que abuse de saberes de elite. Sea. Cambié de emisora. Pero seguía viendo una escena de gente pura abrazada en el escenario, frente a miles de llamitas de encendedor, muy parecida a la noble banda de pop-stars multinacionales que, para beneficio lateral de niños hambrientos, cantaron We are the world, we are the children…

Así se me reavivó la vieja tirria contra el Estado. El presidente Kirchner estaba en su salsa. Y es que no ha pensado en estas cosas. No es que no le importen. Le gusta la épica del padecimiento redentor. La identifica con la marcha hacia adelante y no se pregunta si el cada vez más del progreso no será un vínculo aciago entre el capitalismo tecnólatra y la militarización de la causa de la igualdad. Blindado en su identificación, Kirchner se exime no sólo de mencionar una novela, sino de fingir que lee novelas, mira películas o escucha otra música que Quilapayún. En cambio, almorzó encantado con Mirtha Legrand y accedió a escracharse en la tapa de Gente, gestos que no son tristes porque haya capitulado con el enemigo, sino porque refuerzan aquello mediante lo cual el enemigo neutraliza cualquier peligro que pueda encarnar Kirchner: el continuo de exhibición cordial donde todos los contrarios se vuelven lo mismo; la democratización del voyeurismo. Kirchner no hizo esas cosas por miedo a que los medios del corazón lo demoliesen. Le pareció natural integrarse de lleno al mercado global de la percepción, y de paso consolidó la fatal teatralización de la política. De donde, naturalmente, se desprende el nombramiento de la inmarcesible Nacha Guevara para el Fondo Nacional de las Artes.

Un gobierno así aquejado de atrofia imaginativa no puede producir Cultura, concepto de sentidos varios que en esta frase entiendo como capacidad de invención de futuros sobre la base de una elección independiente de lo que legó la tradición; y a veces como capacidad de creación a partir de nada. Un gobierno así puede nombrar funcionarios afines a sus valores, y ocasionalmente designar funcionarios aptos. Puede restaurar la trama educativa, algo decisivo si queremos detener la merma de la competencia verbal de la población, que un día el pensamiento se articule y las sensaciones se sobrepongan al velo de los íconos. Puede frenar la tendencia de expoliación, olvido de los relegados e ilegalidad sádica que venía rigiendo en la Argentina, y ningún otro gobierno en las últimas décadas ha hecho más por frenarla. No puede elaborar ni un esbozo de alternativa local a la necrofilia capitalista generalizada (ningún gobierno que se vea puede, de momento). Y menos Cultura. El desplante del secretario Di Tella sobre la existencia de “otras prioridades” debería tomarse como una ironía sobre las visibles limitaciones y urgencias del gobierno que lo nombró, o sobre el carácter implausible de una nueva socialdemocracia. Cierta protección puede dar el Estado, pero de la imaginación deberían ocuparse los creadores; si son capaces –pienso yo– de la imaginación autónoma. Varios de los indignados con el secretario detectaron algo de esto. Lo que no quisieron fue reconocer el mecanismo que anuda espectáculo, mercado, filantropía progresista y gestión práctica del ego, probablemente porque es difícil hoy gestionar rendidoramente el ego sin tributar al continuo espectacular. Saltaron a la palestra. A la cabeza arremetió Nelson Castro. Como muchos comunicadores críticos, ahora Castro se explaya ante la cámara en vez de dialogar con alguien interesante. “…Porque sin cultura no hay ciudadanos y sin ciudadanos no hay nación.” Me quedé pensando qué significaría esa máxima, lanzada desde un estudio del grupo Clarín. ¿Cultura es subsidiar la producción de libros o películas y luego convencer a “la gente” de que mire los programas donde los comentan?

Días más tarde, en Página/12, un artículo de José Pablo Feinmann instruía así a un gobierno que suele escucharlo: “Pero la cultura […] define el rostro de una nación, su presencia en el mundo y el ‘lugar’ desde el que se hermanará (en nuestro caso) con las otras naciones latinoamericanas en busca de una ‘identidad regional’ que fundamente un ‘estado regional’”. Después de lanzar este programa, que a velocidad supersónica incrusta a los creadores (que en tanto hombres serían seres que, dice Feinmann, se preguntan “por el sentido de la totalidad”) en un magno proyecto geopolítico, Feinmann alerta de que monstruos imperiales como Harry Potter están arrasando con “dispares pero valiosas” películas argentinas: no sólo las últimas de Rejtman y de Campanella sino también Ay, Juancito, de Héctor Olivera –de la que él es guionista–. En principio, cada vez que me pregunto por el sentido de la totalidad se me estremecen las ilusiones de identidad, nación, etc. Pero que Feinmann aprovechase un panfleto por la cultura para publicitar una película medio suya y todavía no estrenada le vino a mi fastidio como anillo al dedo.

Y no porque no reconozca la auténtica pasión que periódicamente impulsa a algunos intelectuales a participar de la reforma del teatro político. Eso también requiere coraje, e indiferencia a las manchas, y es justo. Muchos Feinmanns y Castros, con un pie en la crítica y otro en el simulacro, conseguirán que el gobierno recapacite, afine, cure, promueva, proteja y tal vez legisle. Algunos de ellos accederán a cargos desde donde promoverán con mejor juicio, mayor honradez y un gusto menos constreñido por la conveniencia. Pero no van a lograr que más argentinos vayan a ver las películas de Rejtman, ni que La niña santa o Elephant duren en cartel más de tres semanas aunque se estrenen en veinte salas, ni que lean más poesía y novelas que periodismo, ni que auxilien con su presencia la suerte de una muestra de León Ferrari, porque a la mayoría de los argentinos les basta con La Cultura que tienen, y, salvo que medie una tábula rasa, no están en condiciones de rever la inducida compulsión a hacer lo que ya saben que no va a inquietarlos; la adicción a aburrirse cuando algo les revuelve las sensaciones. Rastrear el vínculo de esta abulia servil con la democracia como autopromoción atomizada es una actividad que no crece con auxilio del Estado.

Cientos de miles sufren diariamente cuatro horas de viaje en trenes rasposos y diez de trabajo demoledor, o de búsqueda inútil de trabajo, o de protesta extenuante, y cuando llegan a la especie de casa probablemente, después de la papa hervida, no atinan a más que ver un canal de aire. Ya lo sabemos. Pero las caras opacas de los viajantes en subte tampoco auguran una velada con un libro de Tizón; sin embargo la esperanza está en ellos, y sobre todo en los miles que vuelven en coche. Con éstos se forma el público: profesionales, administrativos, pequeños agentes de servicios. Pero los episodios de cacerola y las colas bancarias, yermas de cualquier cosa escrita que las amenizara, prueban que la primera preocupación del público es justificarse por la penuria; que, aparte de revolverse contra los bancos, sólo refunfuña contra la inseguridad y contra el arte al que no está habituado. No se le ocurre que pueda haber coraje y placer en el encuentro con una experiencia desconcertante. La teatralización de la política y el acontecimiento le consiente la vanidad; todos los días corrobora que puede conciliar crítica y estrellato. Mientras, el gobierno de Kirchner se preocupa bastante. Ha regalado libros en las canchas de fútbol. Procura limpiar la trastienda clientelista de las instituciones culturales. El INCAA ha establecido una cuota de pantalla y una media de permanencia para el cine nacional. Hay un clima. A su amparo, el grupo Clarín aprovechó un aniversario para lanzar Cortázar barato y vende como pan caliente. Columnas de Bucay y de Valeria Mazza comparten la revista Viva con otra de Beatriz Sarlo, que escarneció a Di Tella. Horacio González –que también le respondió a Di Tella– ve coronadas su consecuencia política y su talla de ensayista con la oportunidad de rehacer la Biblioteca Nacional. Pero todo esto tiene un límite en forma de mente general condicionada. ¿Por qué lloran los indignados? ¿No se dan cuenta de que todo el que intervenga, por mucha honradez que lo mueva, interviene en el marco dramático del poder? Pero si hablamos de La Cultura: no se trata de los efectos de una conjura del gran capital; se trata de todo un sistema (uf, ¿otra vez?). Por lo tanto, del deseo y la facultad de salir de esta condición, de crear algo diferente. Tampoco se trata de una pureza de la autonomía. Los titubeantes autónomos del Tercer Mundo sabemos cuántos artefactos nuevos se hacen con rezagos y que el candor está tan bien repartido como la suciedad. Se trata de crear zonas de tejido pasablemente sano con todos los materiales que no restrinjan la amplitud ni comprometan la independencia. ¿Publicidad, ayudas? Esta revista no sólo no las descarta sino que las tramita; quiere existir, mientras no le regulen las palabras. Y si no, ya veremos. Hay, como se dice, redes por desarrollar: es lo que hacen cantidad de editoriales, revistas de rigor y duración increíbles, sellos de música, colectivos de plástica.

Cualquiera que haya decidido sumar autonomía sabe que, mucho menos que de la falta de apoyo estatal y la competencia desigual, el peligro de asfixia viene de los heraldos de la cultura-espectáculo. Están los que llamaría “portavoces de la gente”, que desde el suplemento Eñe camuflan su antiintelectualismo en un desprecio demagógico por las estéticas tangenciales y en el elogio de la costumbre; con el kamikaze Carnevale a la cabeza y Muleiro al flanco, Eñe facilita a “la gente” los argumentos para contribuir a la agonía del inconformismo; presenta a Viñas retando a Sarlo como si fuera un Titán en el Ring; basurea a los críticos locales comprando reseñas españolas sobre libros argentinos. Después están los “distinguidos” de La Nación, los que se aferran al arte y La Cultura como posesiones, fuentes de goce un poco trágico, signos que los diferencian de la vulgaridad ambiente sin obligarlos a romper con el motor de sus causas. Va de suyo que a éstos las declaraciones de Di Tella los escandalizaron particularmente. Pero también escandalizaron a los que llamaré “incorruptibles”, que no paran de inculpar a las estéticas de la levedad, acusándolas de reaccionarias, o disimulan sus defectos de actualización detrás del venerable dedo adorniano. Entre todas estas voces con palestra, un montón de gente sin virtud probada sigue produciendo o dirigiendo cine o editando los libros que le gustan. Por cierto, llama la atención que algunas de nuestras más aquilatadas plumas de izquierda hayan recalado en La Nación. Se comprende, porque casi no quedan lugares donde escribir cobrando. Pero nadie va a ignorar que eso se paga, entre otras cosas aceptando la censura tácita, en un diario cuyo cuerpo principal fantasea con el exterminio de los relegados revoltosos y elogia al capitalismo que medra con la idiotez. También se comprende cuánto cuesta abstenerse de utilizar estos poderosos aparatos de exhibición; aparatos, es decir, de lo mismo que perpetúa el aborto de las criaturas cuya desprotección se achaca al gobierno.

¿Qué se está diciendo cuando se dice Cultura? El conjunto de los conocimientos, las técnicas y los productos creados por la humanidad. La manera en que un pueblo entiende su posición en el mundo, su pasado, su identidad y la dirección en que marcha. Buenos modales. La riqueza de una persona en arte, religión, saberes. Lo que vale la pena rescatar del despropósito humano. Me parece que muchos que dicen Cultura están aludiendo al Espíritu, palabra de contenido discutible pero que nombraría la elevación del hombre. Hegel, claro, dijo que sólo vive el espíritu que sabe afrontar la desolación y la impureza. Si les preguntan “¿Dime, y qué es Cultura?”, nuestros espirituales proclaman “Cultura soy yo”, y lo hacen en el espacio cuya impureza les da micrófono. Al rato se quejan. Pero recordemos a Baudelaire: “El que no acepta las condiciones de la vida vende el alma”.

Las de la vida, que es el presente. Después hay que alcanzar cierto grado de desapego con las condiciones del amo, única posibilidad de crear conceptos nuevos. Y ésa es la cuestión, ¿no? Este sistema que castiga los cuerpos y narcotiza las almas no es tanto una pesadilla como un no-sueño. Es como si se propusiera borrar de la existencia el sueño, que es un fenómeno espontáneo y difícil de controlar. Por eso –y dado que el gobierno piensa efectivamente que tiene otras prioridades– ahora no es mera cuestión de negociar el consenso, incidir en el poder o reivindicar más derechos. Bien: develación, crítica, denuncia, alerta; la vieja antorcha del intelectual. Pero parece que la salvaguarda de La Cultura requiere una actitud opuesta a la de la gran masa de supuestos beneficiarios. El difunto Castoriadis tenía razón: somos responsables de lo que depende de nosotros.

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