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Libros invisibles. La clínica y la lectura

MÁQUINABLANDA

 

La plaza del ghetto se reduce a los límites del ghetto.

Héctor Libertella, El árbol de Saussure. Una utopía.

 

Una auditoría imprevisible. Cada martes y jueves doy un taller de lectura en un centro de día para discapacitados intelectuales adultos en el que trabajo desde hace dos años. Se me ocurrió releer los libros que me habían llevado a querer escribir y algunos otros que, pensándome hoy como ese chico, me habría gustado leer entonces. Puede parecer egoísta haber seleccionado mis libros, pero la realidad es que la biblioteca de la institución se compone de ejemplares donados, y son “infantiles”, pedagógicos o enfáticamente morales, y el interés que suscitan es similar a la creatividad que despliegan. En cambio, cuando leemos Kipling, Quiroga, Wilde, incluso si alguno de estos autores suelta largas páginas “en las que no se entiende nada”, el grupo entero acompasa un silencio que procuramos respetar.

Daba por sentado que en todo relato movilizador se manifestaría una función elemental, la de multiplicar sentidos, pero no todos vamos a la literatura en pos de enriquecer un rango de interpretación. Parece obvio, aunque asumirlo sea muy complejo. Si cierta función de base del relato habilita nuevos sentidos o si se rechaza la definición, seguimos parados en el mismo sitio; es bastante arduo, por lo menos para mí, interrogar a la literatura desde un espacio donde el sentido no contempla diferentes acepciones.

Podríamos ubicar en el niño pequeño un acceso al relato anterior a la posibilidad de “armar” la historia que está escuchando, pero cabría preguntarse si no es la voz del afecto la que suple una construcción en ciernes. Ahora, ¿cómo se pensaría la literatura cuando un adulto no fuese palabras estableciendo una escena, una imagen, el vínculo entre una pregunta y su contestación? ¿Estaríamos hablando de literatura?

La ronda de concurrentes empieza con Germán, el primero en llegar con un librito de bebé en la mano; hipoacúsico leve, es de River y de River-Boca. Le sigue Diego, un Down con una ecolalia alegre e irrefrenable. Luego José María, otro Down muy lúcido pero mejor mentiroso (que reconoce la mentira cuando dice la verdad pero nunca cuando miente). Después Juan, un muchacho que pronuncia sólo dos palabras (“puta” y “agua”). Y por último dos retardos moderados, hipoxias perinatales (daño cerebral por asfixia en el parto): un joven, Adriel, que expresa cosas bastante notables pero al que basta preguntarle “¿cómo era eso?” para que conteste “no sé, se me borró todo, no puedo pensar”, y Alicia, una señorita, como a ella le gusta definirse, que de entrada aclara que ni se casó ni tiene apuro a sus cincuenta años; la mujer con el peor humor del mundo: se pasa las veinticuatro horas retando a los demás y a mí, antes del taller de literatura, me decía “abuelo” y más de una vez me gritó.

En fin, una tarde cayó sin aviso una auditoría de PAMI y la colega que se ocupó de recibirla me dijo que señalaron mal mi taller. A su lado, otra colega mostró los dientes y empezó a fusilar la visión cognitiva de la comprensión de texto, a preguntarse a qué se deberían ciertos “efectos”, por ejemplo el buen humor y la tolerancia de Alicia hacia los demás durante el taller.

No hablamos solamente de psicosis como trastorno añadido, según se indica en los legajos, sino también de déficits neurológicos que anticipan que determinadas operaciones lógicas no podrían realizarse. De allí que la auditora se sintiera engrupida y yo, interpelado.

Fue un disparador, un dicho que puso una pregunta entre la literatura y la comprensión de texto como acceso a la narración, definición rancia si las hay, aunque si uno escarba un poco descubrirá la dificultad que encierra pararse “allá afuera, en medio de la plaza, [cuando] aquel árbol se esfumó como idea. Ahora sólo hay un poco de tronco con ramas y hojas, sujeto, a su ser eso…” (Héctor Libertella, El árbol de Saussure).

 

Alicia en el país de Tom Sawyer. Adriel despierta de la siesta y antes de “hacer higiene” pone la pava en el fuego. Para cuando termine de lavarse los dientes el agua estará lista y subirá al primer piso con el mate. Arriba, en el único espacio donde hay sillones en el Centro de Día, lo esperan los demás. Si bien todos fueron derivados al Área Terapéutica por su dificultad para relacionarse y sostener una tarea, sus capacidades son tan distintas que hablar de retardo o debilidad mental es tan laxo como decir que son todos argentinos. No sé si corresponde, pero antes de acercarme a los sillones, espío. Alicia (la eterna gruñona) no está increpando a nadie, y Diego, en silencio. Bien, después de una caminata solemne digo con severa formalidad: “Señores, retomamos la lectura”.

Alicia no recuerda la trama. Cuando intentamos recapitular es José María (cuarenta y cinco años, Down) el que recorre la historia a sus anchas. Alicia dice “sí, era así” y con eso conglomera todos los vértices de la historia en una sola frase.

Adriel fue el primero en insistir en que la literatura era muy difícil y que debíamos analizar el libro palabra por palabra. Y habría que escuchar en esto no sólo un rasgo delirante en su meticulosidad, sino también que en cada término quizá esté todo, que el relato recomienza cada vez, como esas cajas de sorpresas dentro de cajas de sorpresas a las que nos acostumbró Copi, pero sin que los giros nos causen gracia. Si una frase reza “sobre el puerto se apoyaba una nube lúgubre” y se aclara que “lúgubre” significa “triste”, el libro entero es lo triste, y si la siguiente frase dice que “un sol radiante iluminó las esperanzas de Tom”, el libro es el sol o Tom-iluminado.

No sé por qué la literatura nos hace ver que un libro encierra alguna cosa. En la diminuta agalma de Alicia el objeto brillante es una ausencia: en la época de Tom no había teléfono. Eso descubre y queda estupefacta. ¿Entonces?, pregunto. Hay que viajar en el tiempo, responde. ¿La literatura es viajar en el tiempo?, retruco. “Sííí” es la respuesta masiva. Sííí después puede ser nooo, pero eso no afecta la discusión. Aplauden. Alicia está contenta.

En poco menos de un año leímos Kipling, Quiroga y Wilde y ahora estamos con Twain. Uno podría aducir que la transferencia permite que el espacio marche con soltura a pesar de los sobresaltos y encrucijadas; sin embargo, creo que la literatura se expresa en un lugar de difícil acceso, y esa es la pregunta a retener. ¿O por qué, si no entienden nada, escuchan con tanta atención? Con las películas no pasa lo mismo. Se van, se gritan, el chicato en el fondo de la sala mira sin anteojos, etcétera.

El asunto del teléfono disparó a Adriel, Alicia y José María a reconstruir los últimos treinta años de historia argentina sin saltear ningún acontecimiento relevante. Su voz era el reflejo de un eco; nadie nunca les contó que el planeta es redondo y que gira alrededor del sol porque no podrían repetir el sentido que alberga una enseñanza. Con lo cual todo paradigma en un retardado es apenas una esquirla del sentido común, y no sé cuánta culpa echarle al déficit.

Pegar a un niño. Tía Polly se lamenta de no poder pegarle más a Tom Sawyer ya que no pegarle, como pregona la Biblia, “ahorra la vara y echa a perder al niño”. Al escuchar esto, Alicia estira las piernas y vocifera: “¡Pero esta vieja está más loca que yo!”.

Sí, cuando Adriel dice que había que “analizar” el texto, o cuando Alicia puede comparar la locura (de pegar, retar) de tía Polly con la suya, uno se deja ilusionar con cambios inéditos en la clínica. Pero no se muda de estructura como de corte de pelo, o eso me hubiera gustado explicarle a una colega que se acercó a los sillones y aprovechando la declaración de Alicia quiso llevar agua hacia el molino institucional: “Está mal pegar, ¿qué les parece?

Hablemos de eso”. El efecto es masivo. Adriel se entierra en los almohadones con la cara entre las manos. Alicia ya no recuerda de qué estamos hablando y Diego pregunta “¿mañana es sábado?, ¿mañana es sábado?, ¿mañana es sábado?”.

 

¿Y si fuera un vivo? Cometí un error por apresurarme. Surge de la frase “Pero no se muda de estructura como de corte de pelo…”. Bien, ¿de qué estructura hablamos? Para la psiquiatría el retardo con psicosis como trastorno añadido es tan fácil de concebir como un plato de fideos con manteca, amén de que esta última condición (la psicosis) sería un agregado y no un efecto de discurso. Yo prefiero seguir el recorrido de Pablo Peusner (Reinventar la debilidad mental), que, retomando el texto de Pierre Bruno À coté de la plaque, reintroduce a este complaciente Sísifo, una persona feliz de empujar por el resto de la eternidad una roca hacia la cima de una montaña.

Peusner y Bruno hacen pie en un dicho de Lacan: el débil mental “flota entre dos discursos” (Seminario XIX … O peor; inédito en español, tomo la cita traducida por Peusner). Asumo que algo que flota no está sujeto a nada, que está por fuera de la gravedad del asunto, y por lo tanto que su proximidad con uno u otro discurso depende más de las circunstancias que de una posición estructural. Acá nos topamos con una dificultad para nada menor.

¡Qué distinta locura es empujar orgullosamente una piedra cada día de, por ejemplo, recibir mensajes de Dios o sentirse observado por satélites de la CIA! Para acercarse al conflicto, Peusner reorganiza el discurso amo de Lacan y descubre un círculo. A gran parte de los lectores estos dos dibujos le resultarán poco más que ideogramas, pero calculo que a simple vista, sobre todo en el segundo, podrá observarse que esa S tachada, el sujeto, pone en circulación una rueda (la del objeto y el significante). Bueno, esto es, digamos, asunto de los neuróticos. Con lo cual, si ya era difícil hablar de psicosis, imagínense el laberinto que habríamos de desandar para dar con algo de la neurosis en la debilidad mental.

Quedémonos con la rueda y olvidemos el significante (S1, S2) por un momento. Freud en algún momento expresó que si una teoría servía a sus propósitos no era ilegítimo utilizarla aunque fuera anticuada. “Tengo derecho a espigar en la bibliografía etnológica aquello que puedo utilizar para el quehacer analítico”, declara cuando se entera de que Robert Smith –fuente de inspiración mientras escribía Tótem y Tabú– fue desacreditado por nuevas investigaciones antropológicas (Jorge Baños Orellana, La novela de Lacan). Y a mí Goethe me sirve para pensar el ghetto.

Establezcamos puntos cardinales: el Norte, la debilidad; el Sur, la viveza; Este, la psicosis; el Oeste, la neurosis. Ahora formemos la idea de un ser que flota dentro de este círculo blanco, que toca uno u otro punto… No alcanza, mejor pensemos que este ser es dos, Uno y eso Otro, y que ambos se mueven desentendidamente juntos y/o separados. Ahora sumemos una nueva dificultad, el anillo de los discursos y capacidades gira a gran velocidad para quien no puede seguir el sentido; en veinte minutos, la impresión gestáltica del lenguaje sólo podría arrojar un color: marrón.

Ahora sigamos jugando como Peusner lo hizo con el discurso amo.

Invirtamos al parlêtre; en lugar de un ser hablante, de un sujeto parasitado por el Otro, pensemos un êtreparlé, un ser hablado en un mundo-ghetto donde la palabra no puede ser otra cosa que lo que es, o sea, algo distinto cada vez. Por ejemplo, José María, que es casi albino, aseguraba un día que era negro. Su mamá de chico le decía “negrito”. Podía asegurar que eran blancos su pelo y su piel, pero él era negro. Al día siguiente era blanco otra vez.

Adriel, durante el taller, dijo una frase que me ayudó a pensar de dónde venía esto flotante de la debilidad mental. José María contaba que se quería casar y Adriel le contestó: “Vas a tener que pensar en la fiesta, en la cena, en los tenedores, en los cuchillos, en los vasos, en los cuchillos, en los tenedores…”. Erra el tiro: eso Otro que lo habla empieza a desligarse del Uno que lo dice, y sigue: “en la casa, en el timbre, en un loro con un timbre que lo tocás y suena el gato”. ¿Está delirando? ¿Montando una ficción que lo resguarda? Dice Libertella: “nada funciona del lado de la tradición cabalista de nombrar u organizar como un sol el nombre propio, sino del lado de la tradición lunática de la poesía: Yo es otro. Claro que no es lo mismo plantearlo que ser dicho así.

La literatura no “neurotiza” a los concurrentes, es decir, no los vuelve sujetos analizables ni introyecta un inconsciente operativo. Apenas introduce un silencio en la locuacidad de eso que habla en una persona que no logra establecer una distancia respecto a su propio discurso. Ya no importa la lógica del sentido, sino el tratamiento que se le dé frente a lo que lo legisla. Me recuerda al silencio que Di Benedetto salió a buscar en la ausencia de sonido, cuando en realidad se encontraba en las palabras. La literatura no nos habla con los significantes que nos representan, sino que escribe un silencio precisamente ahí donde no se puede decir.

“Si los hilos de la Aldea son invisibles, el arte será doblemente invisible y silencioso en esa red, y la literatura un fantasma siempre un poco ilegible entre las líneas del mercado”, declara un autor ficticio de Libertella.

La primera vez que fui a un taller literario, Federico Jeanmaire me dijo que para escribir había que ser un idiota. Yo me reí. Recién ahora me entero de que el sentido de esa frase flotaba entre la viveza, criolla, si se quiere, y un profundo sentimiento de inutilidad.

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