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Clientela asegurada

SOCIEDAD

 

Los saqueos del final del gobierno de Alfonsín produjeron cambios drásticos en la agenda de los medios, en la representatividad política y, sobre todo, en la construcción de imaginarios sociales. Desde entonces se invirtió la noción de peligro social y el barrio periférico se convirtió en objeto del manual de criminología positivista. Este texto se lanza a la caza de los efectos actuales de esas transformaciones y describe en el recorrido la relación íntima entre el capitalismo contemporáneo, el marketing, las cámaras y la búsqueda del control total.

 

“¡Ahí vienen, ahí vienen!”, daban la voz de alerta los comerciantes de Once, del Centro, de Flores ante el menor movimiento que creyeran digno de sospecha y proyecciones de tumulto. Siempre resultó una falsa alarma, pero las noticias de los saqueos en el conurbano –acaso a falta de referencias ciertas sobre el páramo vecino– se traducían en clave de profecía apocalíptica: se venía la invasión y había que proteger la mercadería. Las imágenes de los comercios arrasados en el Gran Buenos Aires (y en el Gran Rosario, donde se originó el movimiento) sentenciaban el final del gobierno de Alfonsín, al tiempo que colocaban en el centro del set los cuerpos novedosos de quienes hasta entonces figuraban en la agenda informativa como ilustración esporádica de la penuria económica. Bastante antes de que el cine y la cumbia documentaran el arrabal con sus historias amorosas y delictivas salpicadas de cerveza.

Se me ocurre que en los episodios de 1989 terminó de invertirse la noción de peligro social. Aquella noción proveniente de cierta ética popular según la cual tanto la seguridad como la dignidad las provee el barrio. El barrio humilde. Fuera de allí, mayúscula tentación y extravío garantizado, brillan pérfidamente las luces del centro y acecha el poder corruptor del dinero. Pienso, como gran ejemplo, en la película El hincha (Manuel Romero, 1951), sobre un futbolista de vertiginosa carrera que abandona el club del barrio, a su novia Rosita y a su amigo y mentor, el Ñato, “mareado” por la vida de opulencia –en la frontera del delito– que le proponen los responsables de un club de primer nivel. En el ardid no falta la rubia física y moralmente sinuosa, figura que concentra la traición que el héroe reconoce tarde pero seguro y lo hace regresar a los orígenes, al afecto y la contención del pago chico. Bien que impregnada de verdades peronistas –el argumento de la película es de Enrique Discépolo–, la fábula ¿no reproduce la asignación de valores que, con similar candor en la exaltación, proponía Mallea, aunque en otra escala, al confrontar el “hinterland argentino” y “el hombre de la ciudad”? A la vuelta de la esquina –en un barrio de trabajadores– o bajo “el alba y las noches jujeñas” había un país profundo, más genuino, más noble, cuyo protagonismo era indispensable.

Pues bien, el país profundo parece haber pasado de una caracterización ligeramente bucólica al manual de criminología positivista. Por lo pronto, los hombres de la periferia urbana –más precisamente “el joven, pobre y villero”, según coincide la literatura progresista especializada– se han transformado en la representación más acabada de la amenaza.Y el temor a los pobres aumenta en proporción directa a su visibilidad en el paisaje de la clase media. Gente sin techo, mendigos, cartoneros y cuidacoches –estos últimos descriptos por Clarín como una “mafia” en ciernes– refuerzan la demanda de “seguridad”, que en este caso refleja poco más que el estupor ante la evaporación de ciertas fantasías de prosperidad (y del control indefinido sobre la selección social de esa prosperidad). La afinidad sintetizada en el cantito “Piquete y cacerola, la lucha es una sola” caducó cuando la indignación por el corralito bancario comenzó a ceder. Hoy los piqueteros –módica expresión de protesta, si consideramos que más de la mitad de la población vive debajo de la línea de pobreza– son el emergente revoltoso de una exclusión millonaria. A diferencia de los que oportunamente bajaron del morro para hundir las patas en la fuente de Plaza de Mayo, los piqueteros no marchan por la vereda semántica del trabajo. Son el excedente, energía intacta y peligro que late más acá de cierto control ejercido por el aparato político de los punteros (esa forma consagrada del chantaje) y de la cobertura de los planes sociales.

De todas maneras, nadie explica ni percibe la “inseguridad” ciñéndose al mapa de la miseria. La prensa la describe como si se tratara de tendencias de la moda. Así, a una “ola” de robos express le sigue una de secuestros extorsivos y una más de violaciones. Pero los ciclos sólo establecen un ritmo para el consumo de temas. Por lo demás, la prensa suele desmentir cualquier indicio de dinámica previsible: los delincuentes pueden tener cualquier edad (eso sí, empiezan cada vez más jóvenes) y la violencia desconoce proporciones: se mata por un par de zapatillas, se mata porque sí, acaso al influjo de las drogas y el alcohol. Al mismo tiempo, el sonsonete de la mano dura se topa con el hecho ya indisimulable, ya consentido como título de los matutinos más sobrios, de que la policía se asemeja escandalosamente a una banda de malandras.

Claro que el discurso de la prensa circula en paralelo (como certificación) de ciertas experiencias propias y del testimonio directo de víctimas y testigos de la “inseguridad”. Todos parecen haber sido al menos rozados por la cola de este animal ubicuo, feroz e impredecible. La conducta defensiva más drástica, suele decirse, consiste en recluirse en un barrio amurallado. Pero ¿qué hay de los inundados de Santa Fe, que, con el agua hasta el cuello, se resistían a la evacuación por miedo “al saqueo”?

El repliegue, de todos modos, tiene sus límites. Si bien en los espacios públicos se comprueba la deserción temerosa de los últimos años, la calle sigue siendo una zona de convivencia obligatoria. Y, se dice, la calle es un peligro, por más que circule el patrullero o los vigiladores privados se pasen el día en la garita de la esquina. Han surgido, por lo tanto, respuestas vecinales para monitorear los barrios, como los “corredores” por los que los chicos van y vuelven de la escuela bajo la atenta mirada de kiosqueros y encargados de edificio.

Menos perceptibles son los gestos individuales, las tácticas para distraer y engañar al enemigo siempre al acecho, al ojo que no descansa y que, de no existir estas maniobras, dispondría de una información que nos haría todavía más vulnerables. Creo que mi amigo Marcelo Carmona fue, hace más de veinte años, un pionero. Cuando regresaba de acompañar a su novia hasta la casa, en Rafael Castillo, allá en lo hondo del Oeste, y tenía que cruzar la plaza a esas horas en que los muchachos se juntan para contemplar las estrellas, fingía una severísima lesión en la pierna que lo obligaba a caminar poco menos que arrastrándose. Aún hoy, él sigue convencido de que así y sólo así logró salir indemne de aquel noviazgo.

Mi vecino nunca estaciona el coche junto a su vereda: entiende que es una manera ingenua de revelar si está o no en la casa. Ante la ineficacia de los vidrios polarizados, los futbolistas prefieren moverse con autos prestados, que valen la décima parte de los que dejan en la cochera. Cuando la familia sale de vacaciones, suele quedar alguien a cargo de simular el movimiento diario, con la recomendación de sobreactuar durante la noche. En tren derrotista, más que preventivo, son muchos los que se cuidan de llevar dinero suficiente en la billetera para no irritar a un probable ladrón. Pistas falsas, dramatizaciones precarias, mecanismos de ocultación; la “seguridad” también ha montado su comedia. En el tinglado de la ciudad, indiferente a las alarmas y los uniformes, alguien siempre nos está mirando con las peores intenciones.

Y como estamos condenados a convivir con el agresor, conviene arrimarse al diálogo. Siempre me llamaron la atención los adhesivos que se colocaban en los autos: “No tengo estéreo”. La advertencia de ceño fruncido (“Cuidado con el perro”) cedió a la confesión, la apelación directa y hasta cordial como fórmula de disuasión. ¿Nos habríamos acostumbrado tan fácilmente a una remera con la inscripción “Llevo lo justo para el colectivo” o “No me asaltes, soy hipertenso”? Seguro que sí.

Es hora de rectificarme: no se produjo una inversión sino un descalabro en la noción de peligro social; sólo quedan pedacitos que observamos con fervor de detectives y escasos resultados. Y el pánico no es el instrumento más adecuado para procesar lo que sucede en la calle. Basta con observar el sistema de sospechas e inferencias fatalistas que aqueja al mundo desarrollado después del 11 de septiembre de 2001, un estado de tensión que las bombas del 11 de marzo en los trenes de Madrid han llevado a picos de zozobra.

¿Las estadísticas autorizan la sensación dominante? ¿Qué significan, por caso, los 97.165 “delitos de autor desconocido” denunciados entre enero y septiembre de 2003 en la Capital Federal (último informe de la Procuración General de la Nación)? Concurro al Laboratorio de Políticas Públicas (LPP), donde ofrece una charla María Victoria Pita, docente de antropología política y jurídica, investigadora de las violencias urbanas, quien no parece muy confiada en la utilidad de las mediciones. Nos dice: que los “hechos” ingresados al sistema penal por la policía y las fuerzas de seguridad esconden una gran “cifra negra” de episodios no denunciados. Y que el registro de los delitos debe encajar en “las tipologías propias del Código Penal”, vale decir que media una “traducción”, que si bien no afecta las cantidades a veces revela muy poco del asunto denunciado. Por último, Pita nos toca una musiquita más conocida:“hacer estadística, para la policía, implica no sólo acumular méritos sino demostrar hacia adentro de la institución el dominio que se ejerce sobre una determinada actividad ilegal. Y esto último define el valor ‘de llave’ de una comisaría”. Como para confiar en sus matemáticas.

Existen otros números y tal vez resulten más creíbles e ilustrativos. Son los que surgen de los estudios de victimización que prepara la Dirección de Política Criminal del Ministerio de Justicia. El último trabajo publicado (2002) señala que 40% de los porteños y 42,2% de los vecinos del GBA respondieron que habían sido víctimas de algún delito. Pita, sin embargo, infiltra la duda: en los estudios de victimización “hay sectores subrepresentados”. Los pobres, cuándo no.

Visiblemente agobiado por la falta de certezas, un hombre maduro de la segunda fila pide la palabra y dice que de acuerdo, que no hay constataciones científicas de la sensación de fragilidad y exposición casi unánime, pero que aun así los expertos de sesgo progresista deberían formular un diagnóstico que compita con el sensacionalismo de derecha, que se ha apropiado del tema en busca de provecho político. Silencio. Finalmente, Pita señala que la “inseguridad” es un “fetiche” que se debe “desmontar”. Y eso, claro, no se hace en dos días. Sospecho que el hombre esperaba otra respuesta.

Recuerdo un artículo del diario Crónica sobre una pareja que había elegido un lugar infrecuente para el encuentro sexual: un velatorio. Descubiertos por un familiar del difunto, quien no pudo evitar el escándalo, los amantes furtivos terminaron en la comisaría. Narrada con profusión de hipotéticos detalles, la nota, sin embargo, no consignaba identidades, fuentes ni lugares precisos. Seguramente fue la invención de alguna pluma bien entrenada en relatos de muerte, sexo y policías que acudió a una anécdota disparatada, pero no se apartó un centímetro de lo que suponía las expectativas de su público. La función informativa quedaba desplazada; importaba cumplir con cierto tipo de historias, que probablemente en aquella edición no abundaban.

Algunos lo llaman “infoentretenimiento” y es una conducta periodística que suscriben –tal vez con más mesura que Crónica– hasta los medios de mayor prestigio, también cuando se trata de noticias sobre la “inseguridad”.“La información se cruza con las retóricas y las lógicas mercantiles del entretenimiento, produce la banalización […] de los temas políticos y sociales, centros del debate ciudadano”, define el neologismo Stella Martini en su investigación sobre la agenda policial en los medios.

El temario policial y la violencia social ocupan un espacio medular en el menú informativo, aunque subordinados a ciertas reglas del espectáculo. Y a contrapelo del empeño por establecer “olas”, cierta continuidad, los medios –en especial la televisión– imponen un ritmo esquizofrénico de presente puro. La renovación del impacto es un principio de fragmentación, de modo que la noticia “sorprende”, “estremece”, pero difícilmente se deja entender como parte de una trama compleja. La televisión, se sabe, es una tribuna sólo apta para la brevedad de las consignas, con las enormes ventajas que eso les ha proporcionado a un sector de la política profesional y a sus sponsors.

“Las crisis de seguridad, más que crisis, suelen ser construcciones sobre una situación de inseguridad que es crónica en el medio urbano”, dice la criminóloga venezolana Lola Aniyar de Castro. Una construcción simétrica se ha instalado en la Argentina y tiene que ver con la necesidad y la eficacia del control. Las políticas preventivas más democráticas descuentan la participación ciudadana, incluso en interacción con la policía, pero la corporación de la seguridad ha llegado antes, agitando las garantías que sugiere la intervención privada y favorecida por una cultura que imagina ilimitadas las posibilidades de vigilancia.

La seguridad privada formal ocupa en la Argentina a cien mil vigiladores, una legión bastante más numerosa que cualquiera de las policías. “Somos los mayores generadores de mano de obra intensiva”, se jacta Marcelo Durañona, director ejecutivo de la cámara empresaria, que agrupa a unas 200 agencias, una pequeña expresión de las 800 que se cree funcionan, muchas de ellas al margen de toda supervisión, un atributo curioso para el servicio que ofrecen.

¿Llegará el día en que las cámaras registren cada rincón público y privado, habitado o desierto? ¿Se cumplirán ciertas proyecciones de la ficción acerca de la manipulación absoluta de los ciudadanos? Por lo pronto, las imágenes anodinas de aeropuertos, centros comerciales, calles, bancos y oficinas apenas esbozan la aspiración de acotar espacios con riesgo cero, de someter las conductas a la organización propuesta por el observatorio de control. La violencia ocurre (incluso la violencia devastadora del terrorismo), sólo que a veces el retrato pixelado de sus responsables recorre el mundo. La naturalización de la cámara, más que perfeccionar un sistema de vigilancia, parece haber incluido al público como un componente inseparable de cualquier acción, aun de aquellas que reclamarían la protección del secreto. No se trata de “fama”, claro. No se trata de los jóvenes que se escarban la nariz en vivo para millones de espectadores durante semanas y actúan la “realidad” (pasto para voyeur, se ha dicho, pero ¿qué voyeur bien nacido aceptaría una puesta en escena?). Se trata de que el ojo electrónico, desmerecido por el uso, abatido por la gloria, no tiene el poder de controlar y disciplinar. Por lo demás, el uso independiente de la documentación visual, las prestaciones democráticas de las cámaras indiscretas no han revelado más que anécdotas presuntamente espectaculares de funcionarios del pelotón. Jamás una ejecución policial, ni los dobleces de un empresario de primera línea.

Las secuencias de pasajeros en tránsito y de la señora que toca el 5° B en un edificio seguro acaso sean más afines al arte experimental ávido de acopiar menudencias. Y funcionales a la detección de lo que Benjamin llama “inconsciente óptico”, información que, en el futuro, podría resultar de gran ayuda para las investigaciones de mercado.

Imagino los mecanismos modernos de vigilancia y control orientados con más vigor a la búsqueda, invención y consolidación de prospectos (traducción de prospect, posible cliente) que a la “seguridad” pública, materia en la que se acostumbra a pensar en soluciones drásticas que proporcionen una rápida renta política. “La nueva idea del marketing es concentrarse en el lado del cliente, más que en la parte del mercado”, nos dice el economista Jeremy Rifkin. El porvenir de las ventas, explica, no reside en ofrecer un solo producto o servicio para muchos sino, a la inversa, en enfocar un cliente y proponerle una cantidad de opciones que colmen desde su necesidad de comer hasta sus deseos de pertenencia social. Desde la mascota de la casa hasta el club ideal para sus inquietudes deportivas. Todo, durante el mayor tiempo posible y, en el mejor de los casos, de por vida.

Las empresas actuarían como vías de acceso al universo del consumo, en especial del consumo cultural. Como agentes que representan al cliente. “Dejamos de ser vendedores de paquetes y objetos, para ser asesores en los que se confía”, ha dicho un ejecutivo de Hewlett- Packard. Para que tal relación funcione es indispensable manejar la información completa del representado, incluso aquella que desconoce su entorno íntimo (“control del cliente”). ¿A quién no le ha llegado una felicitación por su cumpleaños de parte de la tarjeta de crédito? Acaso en el futuro, las empresas también envíen saludos por el cumpleaños de la contadora y amante del titular de la tarjeta, junto con el programa previsto para ese día tan especial, que incluirá un sistema infalible de coartadas para utilizar en el dulce hogar.

Esta ofensiva apunta a una utopía corporativa: la mercantilización integral de la vida privada. La expresión más perfecta del control. De acuerdo: estos pronósticos se apoyan en la experiencia de economías desarrolladas, donde predominará el comercio en el espacio virtual de las redes; sin embargo es lícito imaginar una estrategia semejante en estas latitudes. De hecho, el retiro de los grandes consumidores a espacios homogéneos y apartados requiere una organización social a medida, que bien podrían articular los intelectuales del marketing. A las microsociedades les falta mucho para ser autosuficientes. Señores empresarios: está todo por hacerse.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Diego Bianchi, Embale, 2003, instalación; Sin título, 2003, intervención.

Lecturas. Textos citados: Eduardo Mallea, Historia de una pasión argentina (Buenos Aires, Sudamericana, 1981). Stella Martini, “Agendas policiales de los medios en la Argentina”, en Violencias, delitos y justicias en la Argentina (Buenos Aires, Manantial, 2002). Jeremy Rifkin, La era del acceso (Buenos Aires, Paidós, 2000). “La participación ciudadana en la prevención del delito”, de Lola Aniyar de Castro, se puede leer en www.secyt.gov. ar/ Planplur4/violencia_prevencion.htm. Quienes deseen abundar en la autoayuda y la picaresca delictiva, Carlos Alberto de Fazio, Cómo defenderse en la ciudad (Buenos Aires, Florentina, 1999).

Alejandro Caravario nació en 1963. Es periodista gráfico. Publicó un libro de relatos (Sangra) y dos novelas (Costumbres de la carne y Palermo).

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