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No conozco a nadie que haya muerto. He ido a velorios, a entierros. He sostenido la mano de alguien hasta el último segundo. Pero una vez muerto, nada pudo decirme de su muerte.
Yo tampoco voy a morir. No es algo que vaya sucederme. La muerte no sucede. Es eso que Sylvia Plath hace “excepcionalmente bien”, siempre y cuando viva para contarlo.
En Constanza muere, escrita y dirigida por Ariel Farace, la ficción es una de las caras de la muerte. La desenvoltura del lenguaje deja caer cosas. Las cosas caen en el escenario diseñado por Mariana Tirantte, sin orden, sin forma, se desparraman en el espacio, se superponen, se acumulan, se rompen, se dispersan, se desacomodan, cambian de lugar, desobedecen. No es una obra sobre la muerte, sino sobre la vida, esa experiencia de la incompletud, del límite, expuesta siempre a la incertidumbre y al corte.
Constanza, la Constanza que ensaya modos de morir que van desde lo escandaloso hasta lo hilarante, de lo doloroso a lo ridículo, es una anciana que contiene en sí a una joven. La joven que viste ropas de anciana es la actriz Analía Couceyro, una actriz, se diría, inmortal, dotada de gracia divina y dueña de un instrumento capaz de desplegar las más diversas resonancias. Y ese desfasaje que al principio desconcierta (mi primera reacción como espectadora fue cuestionar la elección: ¿por qué no poner en escena a una anciana de verdad?) es el que produce, gracias a la yuxtaposición que opera en un mismo cuerpo, un efecto o, mejor, un afecto. El artificio queda al descubierto. No hay voluntad de verdad. Entonces, es lícito jugar, bromear, reír, bailar.
Desde hace un tiempo tuve una revelación: lo doloroso de envejecer no es el deterioro ni la proximidad de la muerte, sino el pasado acumulado, la distancia que me separa del inicio. Ese mundo propio que cargamos a nuestras espaldas está hecho de fragmentos de vida que el recuerdo ilumina.
Constanza recuerda partes de su vida y piensa y enuncia y lee poesía frente a la muerte inminente, personalizada por un actor (Matías Vértiz), que se presenta con su disfraz más conocido, el de la parca con la hoz, y también frente a una niña (Florencia Sgandurra), suerte de Alicia en el País de las Maravillas —que es también la infancia perdida, una voz callada, un lenguaje otro— en sucesivas escenas que transcurren como los versos de un poema separados por silencios de luz.
Cuando yo era chica vendían en los kioscos unos caramelos que eran ácidos y dulces y al contacto con la lengua explotaban. Con esa sensación en el cuerpo salí de ver Constanza muere.
Constanza muere, dramaturgia y dirección de Ariel Farace, El Portón de Sánchez, Buenos Aires.
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