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Cuando Cary, la madre interpretada por Jane Wyman en Lo que el cielo nos da, el emblemático film de Douglas Sirk de 1955, se ve censurada por sus hijos por tener un novio mucho menor que ella, decide no renunciar al amor y enfrentarse a la convenciones sociales de la época, lo cual deja paso, inevitablemente, al melodrama. En la nueva obra del dramaturgo y director Ignacio Apolo, Cristi (Andrea Strenitz) atraviesa la misma circunstancia y toma la misma decisión, pero, en cambio, lo que domina la escena es la comedia. No obstante, la mixtura de géneros —característica predominante del arte en nuestra contemporaneidad— hace que el melodrama (tal vez la pata más débil de esta estructura dramática de engranaje aceitado) no se aleje demasiado de la puesta y que, además, alterne protagonismo tanto con la comedia como con el musical.
Los tres hijos de Cristi —interpretados por Lucas Barca, Martina Viglietti y Rosario Ruete— vuelven a la casa materna en Chivilcoy tras un accidente en moto sufrido por la madre, una “armonizadora” de profesión. Allí conocen al joven novio (Matías Alarcón) y se sumergen en nuevos y antiguos conflictos familiares, mínimos, superfluos y, sin embargo, significativos y punzantes, como heridas abiertas que se resisten a cicatrizar. La alegría, forzada porque la amenaza de la enfermedad, el envejecimiento y la muerte es constante y obligatoria según los preceptos e imperativos de la sociedad capitalista actual, toma el escenario en forma de anécdotas graciosas, bailes y canciones (la más representativa quizás sea “Happy”, de Pharrell Williams) que subvierten la realidad y la vuelven cómicamente transitable. En más de un momento, sin embargo, se advierte, por un lado, una tristeza tan cierta como reprimida y, por el otro, una corriente subrepticia de violencia, que permanece latente y muda.
Mientras Sirk, en aquel clásico melodrama, exploraba y explotaba una estética manierista, de colores saturados, manifiestamente recargada y artificiosa, esta puesta privilegia una estética ligada a lo pop (la selección de canciones lo atestigua) y también con alguna afinidad con el surrealismo, como puede comprobarse en la escenografía, con un microondas que canta eslóganes políticos (oficialistas y de la oposición) o una heladera convertida en pasadizo entre el interior y el fuera de escena. Del melodrama conserva el exceso, el desborde y cierta tendencia a patentizar lo emocional apelando a temáticas muy transitadas por el género, como la enfermedad o la tortuosa relación madre/hijos. Pero cada momento melodramático se revierte a través de la comedia y del musical, que en esta propensión a lo lúdico planteada en los cimientos de la obra juegan a ser la negación de todo aquello que no constituye la felicidad.
La dramaturgia practica aquí la redundancia, pero no como mera repetición sino como un ir y venir por los mismos acontecimientos, aunque vistos y vividos desde distintos puntos de vista, desde diferentes personajes. De esta manera, las mismas situaciones resultan reformuladas, resignificadas. Al mismo tiempo, existe una redundancia en la utilización de ciertos recursos (por ejemplo, el cuerpo que canta, los aparatos musicales, las coreografías) con el ánimo de producir un extrañamiento de lo cotidiano que, opacando el pathos, da lugar a las risas, a la comicidad. Si la obra resulta cohesiva y dinámica (y atrayente), mucho se debe al notable trabajo de la dirección y los actores, quienes imprimen, con sus cuerpos y expresiones, verdad a textos que quizás, sin la ductilidad de estos intérpretes, parecerían menos lacerantes y hasta un tanto inconexos. Y si acaso la verdadera alegría le sale al paso a la falsa y la doblega, lo hace allí, en el canto y el baile del elenco. Es en el musical —eufórico, armónico y grupal— donde las penas se disipan y se atisba, al menos por un rato, la (real) felicidad.
La alegría, dramaturgia y dirección de Ignacio Apolo, El Extranjero, Buenos Aires.
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