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¿Hay un mundo por venir?

DURACIÓNPENSAMIENTO
El fin del mundo es un tema aparentemente interminable, al menos, claro, hasta que ocurra. El registro etnográfico consigna una variedad de modos a través de los cuales las culturas humanas se imaginaron la desarticulación de los cuadros espacio-temporales de la historia

Qué bestia bruta… 

And what rough beast, its hour come round at last, /  Slouches towards Bethlehem to be born?

W.B.Yeats[1]

 

El fin del mundo es un tema aparentemente interminable, al menos, claro, hasta que ocurra. El registro etnográfico consigna una variedad de modos a través de los cuales las culturas humanas se imaginaron la desarticulación de los cuadros espacio-temporales de la historia. Algunas de esas imaginaciones cobraron nueva vida a partir de los años noventa del siglo pasado, junto con la formación de un consenso científico acerca de los cambios en curso en el régimen termodinámico del planeta. Materiales y análisis de las causas (antrópicas) y las consecuencias (catastróficas) de la “crisis” planetaria vienen acumulándose a un ritmo de extrema aceleración, llevando a que se movilicen la percepción popular, debidamente tamizada por los medios, y la reflexión académica.

Al tiempo que se vuelve cada vez más evidente la gravedad de la presente crisis ambiental y civilizatoria,[2] asistimos a la proliferación de nuevas, y a la actualización de viejas, variaciones en torno a una antiquísima idea que podemos llamar, mediante un reduccionismo que este ensayo pretenderá complicar un poco, “el fin del mundo”. Se trata de films taquilleros adscritos al género fantástico,[3] “docuficciones” del History Channel, libros de divulgación científica en sus distintos niveles de complejidad, videojuegos, obras musicales y artísticas, blogs en sintonía con las más variadas franjas del espectro ideológico, reuniones de científicos, revistas académicas y redes de información especializadas, informes y pronunciamientos de organizaciones mundiales en toda su diversidad, conferencias cumbre sobre el clima invariablemente decepcionantes, simposios de teología, ensayos de filosofía, ceremonias del movimiento new age y de otras tendencias neopaganas, más un número de manifiestos políticos que crece a nivel exponencial; en fin, toda clase de textos, contextos, vehículos, emisores y públicos. La presencia de este tema en la cultura popular no ha cesado de aumentar, y cada vez más rápido, tanto como aquello a lo que se refiere, esto es, la intensificación de los cambios en el macroambiente terrestre.

Toda esta floración disfórica se planta a contracorriente del optimismo “humanista” predominante en los últimos tres o cuatro siglos de la historia de Occidente.Y se presenta como un anuncio, cuando no una reflexión consumada, de algo que parecía estar excluido del horizonte de la historia en tanto epopeya del Espíritu: la ruina de nuestra civilización global en virtud de su misma hegemonía incuestionable, un ocaso capaz de arrastrar consigo a parcelas considerables de la población humana. Empezando, claro, por las masas que sobreviven en los guetos y los vertederos geopolíticos del “sistema mundial”, hasta alcanzar de una forma u otra a todos los sectores, algo que está en la naturaleza del colapso inminente. De modo que esto no atañe sólo a las sociedades que integran la civilización dominante, de matriz occidental, cristiana y capitalista-industrial, sino a toda la especie humana y a la misma idea de especie humana interpelada hoy por la crisis, incluyendo, por ende y por sobre todo, a los distintos pueblos, culturas y sociedades que no están en el origen de dicha crisis. Y todo esto sin hablar de los millares de linajes de seres vivos que se encuentran bajo amenaza de extinción o que ya desaparecieron de la faz de la Tierra a raíz de los cambios ambientales provocados por las actividades “humanas”.[4]

Tal desastre civilizatorio y demográfico se imagina a veces como el resultado de un evento “global”, a saber, una extinción súbita de la especie humana o incluso de toda vida terrestre, cuyo desencadenante puede ser tanto un “acto de Dios” —un supervirus letal, una gigantesca explosión volcánica, el impacto de un cuerpo celeste, una megatempestad solar–, como el efecto de intervenciones antrópicas acumuladas sobre el planeta —es el caso del film The Day After Tomorrow (2004), de Roland Emmerich— o bien, en última instancia, como una buena guerra nuclear al viejo estilo. En otros casos, el desastre tiende a ser descrito de manera más realista (sobre todo cuando se siguen de cerca los sucesivos escenarios que vienen proponiéndose desde las ciencias que estudian las interacciones entre la geósfera, la hidrósfera, la atmósfera y la biósfera: el llamado “Sistema Tierra”) como un proceso de degradación ya puesto en marcha, extremadamente intenso, crecientemente acelerado y en muchos aspectos irreversible, de las condiciones ambientales que presidieron la vida humana durante el Holoceno (época del período Cuaternario iniciada unos 11.700 años d.P., después del Pleistoceno), caracterizado por alternancia de largas sequías y crecidas y huracanes, caídas abruptas en las cosechas agrícolas seguidas de pandemias humanas y animales, guerras genocidas en medio de extinciones biológicas que alcanzan géneros, familias e incluso divisiones enteras, todo ello en una secuencia de efectos perversos de retroalimentación que empujarían paulatinamente a la especie —en un proceso de “violencia lenta” (en palabras de Rob Nixon) que parece ser cada vez menos lenta— a una existencia material y políticamente sórdida, emparentable con lo que Isabelle Stengers llamó “la barbarie por venir”, y que será, según todo indica, mucho más bárbara en la medida en que el sistema tecnoeconómico dominante (el capitalismo mundial integrado) continúe su fuite en avant. Pero no sólo las ciencias naturales, y la cultura de masas que se alimenta de ellas, están registrando la deriva del mundo. La inquietud generalizada ha empezado a repercutir incluso en la metafísica, notoriamente la más etérea de las especialidades filosóficas. En los últimos años se viene asistiendo, por ejemplo, a la elaboración de nuevos y sofisticados argumentos conceptuales por medio de los cuales la metafísica se propone “acabar con el mundo” en sus propios términos:[5] ya sea acabar con el mundo en tanto inevitablemente mundo para el hombre, justificando así el acceso epistemológico pleno a un “mundo sin nosotros” que se articularía de forma absolutamente previa a la jurisdicción del Entendimiento, ya sea acabar con el mundo como sentido, de modo que el Ser aparezca determinado como pura exterioridad indiferente, como si el mundo “real”, en su contingencia y su insignificancia radicales, debiera ser “realizado” contra la Razón y el Sentido.

Es cierto que muchos de estos fines del mundo metafísicos guardan una relación motivacional no directa con el acontecimiento físico de la catástrofe planetaria, pero no por eso dejan de articularlo y de irradiar esa vertiginosa sensación de incompatibilidad —si no de incomposibilidad— entre el humano y el mundo; son pues una más de las tantas regiones de la imaginación contemporánea sacudidas por el violento reingreso de la noósfera occidental en la atmósfera terrestre, en lo que es un verdadero e inaudito proceso de “transdescendencia”. Nos creíamos destinados al vasto océano sideral, y ahora nos vemos volver, rechazados, al puerto de donde partimos…

Las distopías, en suma, proliferan, y cierto pánico perplejo (peyorativamente tildado de “catastrofismo”), cuando no un entusiasmo algo macabro (divulgado últimamente bajo el nombre de “aceleracionismo”), parecen estar revoloteando al acecho del espíritu del tiempo. El famoso “no future” del movimiento punk se descubre súbitamente revitalizado —si es que puede aplicarse esta palabra—, al tiempo que vuelven a la superficie algunas profundas inquietudes de dimensiones comparables a las actuales, como aquellas que había suscitado la carrera nuclear durante los no tan lejanos años de la Guerra Fría. Imposible, por eso, no acordarnos de la conclusión seca y sombría de Günther Anders en un texto capital sobre la “metamorfosis metafísica” de la humanidad después de Hiroshima y Nagasaki: “La ausencia de futuro ya empezó”.[6] Así pues, ese futuro que se acabó está aquí una vez más; lo cual sugiere que acaso nunca había dejado de haber empezado ya: ¿quizás en el Neolítico?, ¿con la Revolución Industrial?, ¿a partir de la Segunda Guerra? Si la amenaza de crisis climática es menos espectacular que aquella de los días de peligro nuclear (peligro que no dejó de existir, aclaremos), su ontología sin embargo es más compleja, tanto en lo que hace a las conexiones con la agencia humana como en su cronotópica paradojal.[7] Su advenimiento recibió “nuestro” nombre, Antropoceno, designación propuesta por Paul Crutzen y Eugene Stoermer para lo que ellos entienden que es una nueva época geológica, inmediatamente posterior al Holoceno, y que se habría iniciado con la Revolución Industrial e intensificado tras la Segunda Guerra.

§ Sobre la relación algo paradojal entre la emergencia de una conciencia “biosférica”, la perspectiva que parte del espacio exterior, la consolidación de la teoría del cambio climático y la carrera armamentista de la Guerra Fría (incluyendo el programa Star Wars de Ronald Reagan), el lector encontrará de interés los trabajos de Joseph Masco y el reciente libro de Peter Szendy, Kant chez les extraterrestres. Philosofictions cosmopolitiques (2011). En una conferencia TED llevada a cabo hace poco, James Hansen se refirió al desequilibrio energético transitorio del Sistema Tierra causado por la acumulación de gases de efecto invernadero (la diferencia entre la cantidad de energía o calor que entra al sistema y la cantidad que vuelve al espacio) y puntualmente sugirió una equivalencia elocuente entre el calor que se acumula a diario en los “reservorios” del planeta (el océano, los glaciares y la tierra), esto es, 0,58 W/m², y el calor de la explosión de 400.000 bombas atómicas. Sobre esto, véase también el excelente blog Skeptical Science, creado por John Cook, según el cual nuestro clima ha acumulado una cantidad de calor equivalente a la explosión de cuatro bombas de Hiroshima por segundo, completando un total de 2.115.112.800 bombas desde 1998 hasta el “presente” (día 2/7/2014 a las 14:45, hora de Brasilia, que fue cuando consultamos por última vez el widget http://4hiroshimas.com).[8] En suma, el viejo proyecto occidental de aumentar continuamente la cantidad de energía disponible per cápita (Lévi-Strauss, Raza e historia) parece estar acercándose, a partir de la aceleración de los procesos de obtención de esa energía con la Revolución Industrial, a un muro contra el cual la especie corre el riesgo de estrellarse espectacularmente.

§ Aunque más de una vez se propusieron términos como “Antroceno”,“Antropósfera” e incluso “Antropoceno” a lo largo del siglo pasado (e incluso un poco antes), se dice que fue en medio de un debate durante un encuentro del International Geosphere-Biosphere Programme (IGBP) en una ciudad cercana a México DF, y en el año 2000, cuando el químico atmosférico (y Premio Nobel) Paul Crutzen planteó el concepto por primera vez, y enseguida lo difundió en una newsletter junto con su colega Eugene Stoermer y en 2002 lo formalizó en el artículo “Geology of Mankind”. Su propuesta aún está siendo estudiada por la comunidad científica y será evaluada en el próximo Congreso Internacional de Geología, en 2016. Recientemente, Crutzen manifestó estar más inclinado a proponer el comienzo de los tests nucleares como marcador clave (golden spike) del Antropoceno.

Si bien el Antropoceno (o cualquier otro nombre que se le quiera dar)[9] es una época en el sentido geológico del término, en lo concerniente a la especie apunta al fin de la “epocalidad”. Aunque haya empezado con nosotros, muy probablemente terminará sin nosotros: el Antropoceno recién deberá dar lugar a otra época geológica mucho después de que hayamos desaparecido de la faz de la Tierra. Nuestro presente es el Antropoceno; este es nuestro tiempo. Pero es un tiempo que se nos va revelando como presente sin porvenir; un presente pasivo, portador de un karma geofísico que está enteramente fuera de nuestro alcance anular, cosa que vuelve aún más urgente e imperativa la tarea de su mitigación: “La revolución ya ocurrió… los eventos con los que tenemos que lidiar no están en el futuro, sino en gran medida en el pasado (…) sea lo que fuere que hagamos, la amenaza permanecerá con nosotros por siglos, quizás milenios” (Bruno Latour, “Facing Gaia: Six Lectures on the Political Theology of Nature”, 2013).

 

… a la que finalmente le llegó la hora,

We’re not scaremongering / This is really happening

Thom Yorke

 

Gaia y anthropos. Retomando la antigua maldición china, podría decirse que vivimos realmente en tiempos interesantes. Como se ha observado exhaustivamente, uno de los aspectos más interesantes de estos tiempos es su aceleración descontrolada. El tiempo está fuera de quicio, y andando cada vez más rápido. “Las cosas han cambiado tan rápido que se hizo difícil acompañarlas”, constataba Bruno Latour hace poco más de un año. Se refería al estado del conocimiento científico acerca del problema;[10] sin embargo, de un tiempo a esta parte es el mismo tiempo, como dimensión de la manifestación del cambio (el tiempo en tanto “número del movimiento”, para decirlo con Aristóteles), el que parece estar no sólo acelerándose sino cambiando cualitativamente “todo el tiempo”. Virtualmente todo lo que se puede decir acerca de la crisis climática se vuelve, por definición, anacrónico, desfasado, mientras que todo lo que se debe hacer al respecto es necesariamente poco y tardío: too little, too late. Esa inestabilidad metatemporal se conjuga con una súbita insuficiencia de mundo –recordemos el planteo de las cinco Tierras que harían falta para sustentar la extensión panhumana del nivel de consumo de energía actual por parte del ciudadano estadounidense medio– y acaba generando en todos nosotros una suerte de experiencia de descomposición del tiempo (el fin) y del espacio (el mundo); y, unido a ella, un sorprendente rebajamiento de esas dos grandes formas condicionantes de la sensibilidad al rango de formas condicionadas por la acción humana.[11] Este es uno de los sentidos, y no el menos importante, en que podría decirse que nuestro mundo está dejando de ser kantiano. Y no deja de ser curioso observar que todo pasa como si, de las tres grandes ideas trascendentales según Kant, esto es, Dios, el Alma y el Mundo (objetos respectivamente de la teología, la psicología y la cosmología), estuviéramos asistiendo al derrocamiento de la última idea, visto que Dios murió entre los siglos XVIII y XIX, el Alma un poco más tarde (y su avatar semiempírico, el Hombre, quizás habiendo resistido hasta mediados del siglo XX) y quedaba el Mundo, por ende, como el último y vacilante bastión de la metafísica.[12]

La historia humana ya conoció varias crisis, pero la llamada “civilización global”, nombre arrogante para la economía capitalista basada en la tecnología de combustibles fósiles, jamás había enfrentado una amenaza como la actual. Y no se trata sólo de calentamiento global y cambio climático. En septiembre de 2009, la revista Nature publicó un número especial en el cual diversos científicos, coordinados por Johan Rockström, del Stockholm Resilience Centre, identificaron nueve procesos biológicos del Sistema Tierra y buscaron establecer un límite para cada uno de ellos teniendo en cuenta que, si esos límites fueran sobrepasados, darían lugar a alteraciones ambientales insoportables para diversas especies, entre ellas la nuestra: cambio climático, acidificación de los océanos, depleción del ozono estratosférico, uso de agua dulce, pérdida de biodiversidad, interferencia en los ciclos globales del nitrógeno y el fósforo, alteraciones en el uso del suelo, polución química y tasa de aerosoles atmosféricos. Los autores advertían, a modo de conclusión, que “no podemos darnos el lujo de concentrar nuestros esfuerzos en ninguno de estos [procesos] de forma aislada. Si un solo límite es sobrepasado, los otros también corren serio riesgo”. Y ocurre que, siempre de acuerdo con estos investigadores, ya podríamos haber salido de la zona de seguridad en tres de esos procesos —la tasa de pérdida de biodiversidad, la interferencia humana en el ciclo del nitrógeno (el modo en que N2 es tomado de la atmósfera y convertido en nitrógeno reactivo para uso humano, principalmente como fertilizante) y el cambio climático— y estaríamos cerca del límite en otros tres procesos: uso de agua dulce, cambio en el uso de la tierra y acidificación de los océanos.

§ Uno de los “canarios de mina” del cambio climático es el derretimiento de las principales coberturas de hielo de la Tierra. El Cuarto Informe del IPCC, lanzado en 2007, estimaba que el hielo del Ártico podría desaparecer durante los veranos hacia el final del siglo. En agosto de 2012, sin embargo, se quebró el récord de deshielo para esa región. Algunos científicos ya aventuran previsiones de veranos sin hielo para esta misma década. El resumen del Grupo de Trabajo I en el Quinto Informe, lanzado en 2013, clasifica como “probable” la casi total ausencia de hielo marino en el Ártico durante los meses de septiembre a partir de mediados de siglo. Pero las últimas novedades de las regiones polares, posteriores al informe del ipcc, hablan de una escalofriante velocidad en el derretimiento de los glaciares en la Antártida y Groenlandia, cosa que modifica considerablemente las previsiones (temporales y espaciales) de elevación del nivel de los océanos. Parafraseando al Manifiesto, “todo lo sólido” —los hielos más antiguos de la Tierra en primer término— “se desvanece en el mar”…[13]

Estamos, en suma, a punto de ingresar —o ya ingresamos, y esta incertidumbre ilustra por sí misma la experiencia de un caos temporal— a un régimen del Sistema Tierra enteramente distinto de todo lo que conocemos. El futuro próximo, en la escala de un puñado de décadas, se vuelve imprevisible, inimaginable fuera de los esquemas de la ficción científica o de las escatologías mesiánicas.

Hay varios íconos alarmantes de este fenómeno de aceleración de las alteraciones ambientales en un índice perceptible en el intervalo de una o dos generaciones humanas. Tal es el caso de los gráficos en forma de palo de hockey[14] que muestran el aumento vertiginoso de diversos parámetros críticos —temperaturas medias globales, crecimiento de la población, consumo de energía per cápita, tasa de extinción de especies, etc. — a partir de finales del siglo XIX; el de la “curva de Keeling”, que describe la evolución de la tasa de concentración de CO2 en la atmósfera desde 1960, la cual alcanzó por primera vez la marca de 400 ppm el día 9 de mayo de 2013.[15] No se trata, sin embargo, apenas de la magnitud de los cambios en relación con algún valor de referencia (por ejemplo, las 280 ppm de CO2 antes de la Revolución Industrial), sino de su aceleración creciente: la intensificación de la variación y la consecuente pérdida de cualquier valor de referencia.

Vivimos en el tiempo de los puntos catastróficos y las curvas revertidas.[16] A los récords de temperaturas altas les siguen cada vez con más frecuencia otros récords de temperaturas bajas, aun cuando la tendencia global es a subir. Se discute casi a diario sobre la velocidad del aumento en la concentración de CO2 (lo que conlleva toda una discusión sobre la economía de los países emergentes, por ejemplo); se discute la “sensibilidad” del Sistema Tierra y el consecuente grado de elevación en la temperatura global en función de la duplicación del CO2 acumulado en el sistema. Por otro lado, la disminución global en el volumen de hielo no impide el aumento (¿provisorio?) de su extensión sobre algunas regiones del planeta, y se conjuga con los cambios en su consistencia, su color y su consecuente capacidad para reflejar la luz. ¿A qué velocidad y en qué proporción se eleva el nivel del mar y a qué se debe, por ejemplo, la misteriosa caída en su elevación global ocurrida entre 2010 y 2011?[17] ¿Cómo dar cuenta del problema de la atribución, cómo hablar de desvíos en la norma cuando la norma está cambiando cada año?[18] Más cálido y más frío, más seco y más húmedo, más rápido y menos rápido, más sensible y menos sensible, mayor y menor reflectibilidad, más claro o más oscuro. La inestabilidad afecta al tiempo, las cantidades, las cualidades, las mismas medidas y escalas en general, y corroe también el espacio. Lo local y lo global se sobreimprimen y confunden: la elevación global del nivel del mar no se refleja uniformemente en su elevación local; el cambio climático es un fenómeno global, pero los eventos extremos inciden en un punto distinto del planeta cada vez, dificultando así su previsión y la prevención de sus consecuencias. Todo lo que hacemos localmente repercute en el clima global, pero, por otro lado, nuestras pequeñas acciones individuales de mitigación parecen no surtir efectos observables. Estamos presos, en suma, en un generalizado devenir-loco de las cualidades extensivas e intensivas que expresan el sistema biogeofísico de la Tierra. No sorprende que algunos climatólogos ya se estén refiriendo al actual sistema climático como “la fiera del clima” (“the climate beast”).[19]

Lo que todo esto parece decirnos es que la aceleración del tiempo –y la correlativa compresión del espacio–, que usualmente ha sido vista como una condición existencial o psicocultural de la era contemporánea, acabó derramándose, bajo una forma objetivamente paradójica, de la historia social a la historia biogeofísica. Es el mismo pasaje que Dipesh Chakrabarty, en su artículo pionero “The Climate of History” (2009), describe como la transformación de nuestra especie de simple agente biológico a fuerza geológica.Tal es el fenómeno más significativo del presente siglo: la brusca y abrupta “intrusión de Gaia”, en expresión de Isabelle Stengers, en el horizonte de la historia humana, el sentido de retorno definitivo de una forma de trascendencia que pensábamos que había trascendido, y que ahora reaparece más fuerte que nunca. La transformación de los humanos en fuerza geológica, o sea, en un fenómeno “objetivo”, en un objeto “natural”, en un “contexto” o “ambiente” condicionante, se paga de esta manera con la intrusión de Gaia en el mundo humano, dándole al Sistema Tierra la forma amenazante de un sujeto histórico, un agente político, una persona moral (Latour). En una inversión irónica y mortífera (en tanto recursivamente contradictoria) de forma y fondo, lo ambientado se vuelve el ambiente (el “ambientante”) y viceversa: es la crisis, en efecto, de un ambiente cada vez más ambiguo, que ya no sabemos dónde está en relación con nosotros, como tampoco nos ubicamos a nosotros mismos en relación con él.

Esta súbita colisión de los Humanos con la Tierra, la terrífica[20] comunicación de lo geopolítico con lo geofísico, contribuye de manera decisiva al desmoronamiento de la distinción fundamental en la episteme moderna: la distinción entre los órdenes cosmológico y antropológico, separados desde “siempre” (o sea, al menos desde el siglo XVII) por una doble discontinuidad de esencia y de escala. Así, de un lado queda la evolución de la especie y, del otro, la historia del capitalismo (a largo plazo, estaremos todos muertos); todo es termodinámica a fin de cuentas, pero es en la dinámica del mercado de acciones donde se hacen las cuentas que cuentan; la mecánica cuántica se agita en el corazón de la realidad, pero son las incertezas de la política parlamentaria las que hacen mover nuestros corazones y mentes; en otras y pocas palabras, Naturaleza y Cultura. Pero hete aquí que, una vez quebrado ese caparazón que a la vez nos separaba y nos elevaba infinitamente por encima de la Naturaleza infinita que estaba, en expresión de Hache y Latour, “ahí afuera”, llegamos al Antropoceno, la época en que la geología entró en consonancia geológica con la moral, tal como lo habían anunciado los célebres videntes Gilles Deleuze y Félix Guattari veinte años antes de Crutzen: algo que, enfatizamos, no moraliza la geología (la responsabilidad humana, la intencionalidad, el significado), pero que sí geologiza la moral.[21] La bella estratificación sociocosmológica de la modernidad comienza a implosionar ante nuestros ojos. Se creía que el edificio podía apoyarse apenas sobre su planta baja, la economía, pero lo cierto es que nos olvidamos de los cimientos.Y sobreviene el pánico cuando queda en evidencia que la determinación última no era sino la penúltima… No sólo la modernidad se globalizó, también el globo planetario se modernizó; todo esto en un intervalo muy corto: “sólo muy recientemente la distinción entre las historias humana y natural (…) comenzó a derrumbarse” (Chakrabarty). La idea de que nuestra especie hizo su aparición en el planeta no mucho tiempo atrás, y que la historia tal como la conocemos (agricultura, ciudades, escritura) es aún más reciente, y que el modo de vida industrial, basado en el uso intensivo de combustibles fósiles, se inició hace menos de un segundo si lo medimos en términos del reloj evolutivo del Homo sapiens, parece apuntar a la conclusión de que la humanidad en sí misma es una catástrofe, un evento súbito y devastador en la historia del planeta, y que desaparecerá mucho más rápido que los cambios ocasionados por ella en el régimen termodinámico y en el equilibrio biológico de la Tierra. En las narrativas de esa “Historia profunda” que viene siendo edificada por historiadores, paleontólogos, climatólogos y geólogos,[22] los humanos desempeñan al mismo tiempo un papel crucial, tardío y probablemente efímero.

§ Veremos más adelante que el término “Antropoceno”, cuando no su referencia geofísico-antropológica, no despierta exactamente un entusiasmo unánime entre los especialistas de las “humanidades”. Evóquese aquí, por el momento, simplemente la propuesta –típica, por lo demás, de una de las principales vertientes que han criticado el concepto– de rebautizar el Antropoceno como “Capitaloceno”, cuyo campeón es el sociólogo Jason Moore, coordinador de la World-Ecology Research Network. Moore entiende que la Revolución Industrial iniciada a comienzos del siglo XIX es sólo una consecuencia de la transformación socioeconómica que generó el capitalismo del “largo siglo XVI” y que, por ende, el origen de la crisis reside, en última instancia, en las relaciones de producción antes que en (o antes de) las fuerzas productivas, si es que podemos expresarnos así. (¿Es decir que entonces no fue el molino de viento lo que nos dio el señor feudal, ni el motor de vapor del capitalista industrial?) Sin embargo, como contraargumentó Chakrabarty,[23]

algunos académicos sostienen que no es la agencia humana en tanto tal lo que se volvió una fuerza planetaria, dado que el cambio climático es resultado simplemente del desarrollo capitalista. El lema de ellos es: “¡Es el capitalismo, estúpido!”. Si argumentásemos que una modernización global de tipo soviético habría producido consecuencias muy similares, la mayoría de ellos se entregaría a todo tipo de acrobacias teóricas para demostrar que el socialismo soviético era en realidad otra forma de capitalismo. Naturalmente, no se puede especular con un “verdadero socialismo” que nadie conoció…[24]

En efecto, la finitud empírica de la especie es algo que la gran mayoría de las personas letradas aprendió a admitir desde, por lo menos, Darwin. Sabemos que “el mundo empezó sin el hombre y terminará sin él”, según la frase tan mentada y tan plagiada de Lévi-Strauss en Tristes trópicos. Pero cuando las escalas de la finitud colectiva y la finitud individual ingresan en una trayectoria de convergencia, esa verdad cognitiva se vuelve súbitamente una verdad afectiva difícil de administrar. Una cosa es saber que la Tierra e incluso el Universo van a desaparecer de aquí a miles de millones de años, o que, mucho antes que eso pero en un futuro igualmente indeterminado, la especie humana va a extinguirse –este último saber es, por lo demás, frecuentemente neutralizado por la esperanza de que “terminaremos transformándonos en otra especie” (noción que carece de todo sentido preciso)–, pero otra cosa, muy diferente, es imaginarse la situación que el conocimiento científico actual pone en el campo de las posibilidades inminentes: la de que las próximas generaciones (las generaciones prójimas) tengan que sobrevivir en un medio empobrecido y sórdido, un desierto ecológico y un infierno sociológico. Una cosa, en otras palabras, es saber teóricamente que vamos a morir, y otra cosa es recibir de nuestro médico la noticia de que tenemos una enfermedad gravísima constatada en distintos exámenes, por ejemplo radiológicos.

§ Un agravante para esa dificultad de pensar la catástrofe es el carácter “híperobjetivo” del cambio climático. “Hiperobjetos” llamó Timothy Morton a un tipo relativamente nuevo de fenómenos y/o entidades que desafiarían nuestra percepción del tiempo y del espacio porque, entre otras características, se distribuyen de tal modo por el globo que no podemos aprehenderlos de inmediato, o bien porque persisten y producen efectos cuya duración excede enormemente las escalas de la vida individual, la vida colectiva y, verosímilmente, la duración de la especie. Ejemplos de hiperobjetos son los materiales radioactivos y otros desechos industriales, así como el calentamiento global y el cambio climático que le sigue, todos los cuales deberán durar miles o millones de años hasta que se restablezcan las condiciones que hoy conocemos. Autores como Hans Jonas y Günther Anders ya habían anticipado largamente esa idea de una desproporción radical, suscitada por la potencia tecnológica moderna, entre causas y efectos, acciones y consecuencias, en un proceso de deslocalización y de perennización de las acciones humanas, desde el punto de vista, claro está, de nuestra experiencia e imaginación.[25]

Como observó Latour en el ya citado “Facing Gaia…” tratando de caracterizar los diversos aspectos del sentimiento de “desconexión” que nos paraliza ante los acontecimientos actuales: “Nada [está] en la escala correcta”. No sólo se trata, por ende, de una crisis en el tiempo y en el espacio, sino de una corrosión feroz del tiempo y del espacio.[26] Este fenómeno de un colapso generalizado de las escalas espaciales y temporales (el interés contemporáneo por los fractales no nos parece fortuito) anuncia el surgimiento de una continuidad o convergencia crítica entre los ritmos de la naturaleza y los de la cultura, señal de un inminente “cambio de fase” en la experiencia histórica humana. Nos encontramos, así, forzados a reconocer (una vez más la doble torsión levi-straussiana) el advenimiento de una continuidad distinta, una “posterioridad” cuasi-freudiana o, mejor, una continuidad por venir entre el presente moderno y el pasado no moderno: una continuidad mitológica o, dicho de otro modo, cosmopolítica.Así, el tiempo histórico parece estar a punto de volver a entrar en consonancia con el tiempo meteorológico o “ecológico” (Evans-Pritchard), pero ya no en los términos arcaicos de los ritmos estacionales, y sí en los de la disrupción de los ciclos y la irrupción de cataclismos. El espacio psicológico va haciéndose coextensivo al espacio ecológico, pero ya no como control mágico del ambiente, y sí como “pánico frío” (Stengers) suscitado por la enorme distancia entre conocimiento científico e impotencia política, esto es, entre nuestra capacidad (científica) de imaginar el fin del mundo y nuestra incapacidad (política) de imaginar el fin del capitalismo, para evocar la tan citada boutade de Jameson. Aparentemente, entonces, no sólo estamos al borde del retorno a una “condición premoderna”, sino que nos veremos aún más desamparados, de cara al choque con Gaia, de lo que se veía el llamado “hombre primitivo” de cara al poder de la Naturaleza, ya que a este último, al menos, “lo protegía –y, por decirlo así, lo liberaba– la cómoda almohada de sus sueños” (Lévi-Strauss, Tristes trópicos). Nuestras pesadillas, en cambio, nos espantarían en plena vigilia. Eso aunque la sensación de estar despiertos pueda ser sólo una pesadilla más.

 

La perspectiva del fin del mundo. Es de ese impacto del que hablan los discursos apocalípticos anteriormente mencionados, cuyos efectos de conjunto sobre el imaginario colectivo pasamos ahora a analizar.

El fin del mundo, entonces. Empecemos por el “fin”. La fórmula nos arroja a una situación paradójica semejante a la ya referida deformación en los parámetros espaciotemporales, a la cual nos arrastra simultáneamente un doble movimiento, en dirección a un pasado y a un futuro igualmente dobles, con una cara “empírica” y una cara “trascendental”: es el pasado oscuro y violento de la generación material (cosmogénesis, antropogénesis) y el futuro doloroso de la decadencia y la corrupción, o la espera de la muerte; pero es también un pasado de pura plenitud existencial (que nunca ocurrió como presente, ya que es su idea reguladora y por ende su inversión mítica) y un futuro de inexistencia absoluta (que, por así decirlo, viene ocurriendo desde siempre, ya que la inexistencia absoluta es “espiritualmente” retroactiva).[27] Todo pensamiento del fin del mundo impone así la cuestión del comienzo del mundo y la cuestión del tiempo antes del comienzo, la cuestión del katechon (el tiempo del fin, es decir, el tiempo del antes-del-fin) y la cuestión del eschaton (el fin de los tiempos), la desaparición ontológica del tiempo: el fin del fin.

En segundo lugar, el “mundo”. Pensar el fin del “mundo” nos sitúa en un registro que es a la vez de sustracción y de duplicación: el mundo es puesto para ser eliminado, puesto como “ya” eliminado, por un pensamiento que se autoimplica en esa eliminación, dado que es un aspecto, una propiedad o una dimensión (esencial o accidental, para el caso es lo mismo) del mundo que al mismo tiempo se anticipa a este al representar –o, mejor, al “pre-presentar”– el evento del fin. El pensamiento del fin del mundo suscita necesariamente el problema correlativo del fin del pensamiento, es decir, el fin de la relación (interna o externa, poco importa ahora) entre pensamiento y mundo.

Adoptamos operativamente (i.e. sin compromiso metafísico), por ende y por el momento, la posición “correlacionista” trivial de que el fin del mundo es un problema puesto por y para el pensamiento, ya que sólo el pensamiento problematiza, lo que no significa, cosa que es menos trivial, que sólo los humanos piensen, esto es, tengan un mundo que perder. Constatamos, de hecho, que todos los conceptos de “mundo” presentes en los discursos apocalípticos bajo examen movilizan un interlocutor conceptual de la familia del “Otro” deleuziano: Otro como estructura a priori que es condición de cualquier mundo “objetivo” posible, y por ende de la posibilidad objetiva de su extinción.[28] El “fin del mundo” sólo tiene un sentido determinado en estos discursos –sólo así se vuelve pensable como posible– si se determina simultáneamente para quién este mundo que se acaba es mundo, quién es el mundano o “mundanizado” que define el fin. El mundo, en suma, es una perspectiva objetiva.[29]

La relación (o correlación) central en todas las variantes míticas del fin del mundo aquí consideradas –relación cuyo fin parece ser el problema, aun cuando “el problema” es destronarla de su centralidad o desrealizarla pura y simplemente– es la que hay entre la “mundanidad” y la “humanidad”. Fin del mundo será tomado como algo que necesariamente es pensado a partir de otro polo, un “nosotros” que incluye al sujeto (sintáctico o pragmático) del discurso sobre el fin. Y llamaremos “humanidad” o “nosotros” a la entidad para la cual el mundo es mundo o, mejor, de la cual el mundo es mundo.[30] Crucialmente, sin embargo, y este es un punto poco observado por los discursos instalados en la perspectiva del Occidente moderno –ya sean de inspiración “naturalista”, “humanista” o “pos-humanista”– la cuestión de saber quién es el “nosotros”, o qué se entiende por “humano” o “persona” en otros colectivos consensualmente considerados (por “nosotros”) como humanos, raramente es tenida en cuenta, y en todo caso jamás supera el límite de la especie en tanto categoría taxonómica extensiva. El abordaje de esta cuestión es una tarea estratégica para la cual la teoría etnográfica está mucho mejor preparada, diríamos, que la metafísica o la antropología filosófica, las cuales casi siempre parecen saber perfectamente qué género de identidad es el anthropos y, sobre todo, quién está hablando, cuando se dice “nosotros”.[31]

Así pues, el problema del fin del mundo se formula siempre como una separación o divergencia, un divorcio o una viudez, resultante de la desaparición de uno de los polos de la dualidad entre el mundo y su Habitante, el ente del cual el mundo es mundo –y que en nuestra tradición metafísica tiende a ser el “Humano”, ya responda este por el apodo Homo sapiens o por Dasein–, una desaparición por extinción física o bien por absorción metafísica bajo el término correlativo, cosa que lleva a la redeterminación de este término subsistente. De modo mucho más simple, podemos partir de la oposición entre un “mundo sin nosotros”, esto es, el mundo después de acabada la existencia de la especie humana, y un “nosotros sin mundo”, una humanidad desmundanizada o desambientada, la subsistencia de alguna forma de humanidad o subjetividad después del fin del mundo. Pero, como vimos, pensar la disyunción futura de los términos nos hace evocar irresistiblemente el origen de su actual, y precaria, conjunción. El fin del mundo retroproyecta un inicio del mundo; en el mismo movimiento, el destino futuro de la humanidad nos transporta a su emergencia. La existencia del “mundo antes de nosotros”, aunque algunos la consideren un desafío teológico, no parece un estado de cosas difícil de figurar para el hombre común. Pero la posibilidad de un “nosotros antes del mundo”, la prexistencia ontocosmológica del humano al mundo, es una figura menos usual en la vulgata mitológica occidental. Pero es una posibilidad largamente explorada por el pensamiento amerindio.

La dualidad mítica “humanidad/mundo”, pensada a partir de su disolución por sustracción de uno de los polos, nos pone así ante cuatro casos básicos al contemplar su proyección hacia el futuro o hacia el pasado. Pero esta matriz simple luego se desdobla en ocho casos, si consideramos el tono afectivo o valor atribuido a cada una de estas resoluciones sustractivas. El mundo después de nosotros puede ser visto como una nueva Edad de Oro para la vida o, alternativamente, como un desierto silencioso y muerto; la humanidad después del fin del mundo puede ser vista como una raza de superhombres cuyo destino es el cosmos infinito o como un puñado de sobrevivientes miserables en un planeta devastado, y así en los otros casos.[32]

Y, a decir verdad, el cuadro tiene aún más matices, por el mero hecho de que el sentido y la referencia de “mundo” y “humanidad” varían bastante en las diferentes fabulaciones míticas, artísticas, científicas o filosóficas sobre el fin del mundo. El polo “sujeto” o “persona” parece referirse casi siempre, como vimos, a la totalidad de la humanidad en tanto especie, pero puede reducirse a la “verdadera” humanidad, esto es, a alguna encarnación sociocultural específica de la excelencia humana (nosotros, por ejemplo) o, por el contrario, expandirse a una virtualidad antropomórfica universal, una especie de fondo de humanidad en tanto prima materia.Y respecto del “mundo” cuyo fin se imagina, este puede tratarse del conjunto de la biósfera terrestre; puede designar el cosmos como un “todo” (la colección de entidades y procesos espaciotemporales, i.e. el “mundo” de la física), o bien la Realidad en su sentido metafísico, o incluso el Ser como tal; pero también puede designar el Umwelt socionatural humano o, más acotadamente, cierto modo de vida visto como el único digno de verdaderos seres humanos (¿acaso podemos vivir sin aviones y sin computadoras, sin plásticos y sin antibióticos?).[33] Estas fluctuaciones o equivocaciones no relegan el despunte y la pregnancia de la idea de “fin del mundo”; por el contrario, los difractan y multiplican en una variedad de fines y de mundos que parecen pese a todo expresar una misma intuición histórica fundamental: nos fue revelado que las cosas están cambiando, cambiando rápidamente, y no para bien de la vida humana “tal como la conocemos”.[34] Por último, y sobre todo, no tenemos la menor idea de qué hacer al respecto. El Antropoceno es el Apocalipsis, en sus dos sentidos, etimológico y escatológico. Tiempos interesantes, en efecto.

 

Traducción de Cristian De Nápoli

 

Este ensayo abre Há un mundo por vir? Ensaio sobre os medos e os fins (Desterro-Florianópolis, Cultura e Barbárie Editora, Instituto Socioambiental, 2015). Se publica aquí con acuerdo de los autores. Dado que es parte de ese libro, en la presente versión se han omitido unos pocos pasajes y referencias que atañen a temas tratados y desarrollados en otras secciones.

Débora Danowski es profesora de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro. Sus principales investigaciones giran en torno a la metafísica moderna y, más recientemente, al pensamiento ecológico.

Eduardo Viveiros de Castro es socio fundador del Instituto Socioambiental y etnólogo americanista con larga experiencia de investigación en la Amazonia indígena. Es profesor titular de Antropología Social en la Universidad Federal de Río de Janeiro (Museo Nacional) y ha enseñado también en las de Cambridge, Chicago y San Pablo, entre otras.

 

Notas

[1] “¿Qué bestia bruta, a la que finalmente le llegó la hora, se arrastra hacia Belén para nacer?”. [N. de T.: El original publica como nota al pie la versión al portugués de Adriano Scandolara, y a ella se ciñe esta traducción, mientras que las versiones en español de este poema poema –“The Second Coming”/“El segundo advenimiento”– suelen traducir “rough beast” como “escabrosa bestia” o “bestia ruda”].

[2] Cf. por ejemplo los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) tal como pueden leerse en www.ipcc.ch. La primera parte del Quinto Informe, que incluye la fundamentación científica del cambio climático elaborada por el Grupo de Trabajo I, se hizo pública en el mes de septiembre de 2013, mientras que las partes segunda y tercera, a cargo de los Grupos de Trabajo II (para lo que es impactos, adaptación y vulnerabilidad) y III (políticas de mitigación), fueron presentadas en marzo y abril de 2014, respectivamente. Como se sabe, las proyecciones del IPCC tienden a situarse entre las más moderadas dentro de todas las que circulan en la comunidad científica en lo relativo a intensidad y ritmo del cambio climático.

[3] Respecto del cine apocalíptico, el lector puede consultar el ensayo L’Apocalypse-cinéma, de Peter Szendy (Capricci, 2012), que comenta trece películas del fin del mundo y aporta observaciones útiles acerca de otras varias decenas de ellas.

[4] La cuestión de la pertinencia o no del concepto de especie humana o “humanidad” para enmarcar la reflexión y la acción de las colectividades políticas actualmente existentes de cara a la crisis ambiental (Estados, pueblos, partidos, movimientos sociales) será retomada en la conclusión de este ensayo.

[5] Por “propios términos” entiéndanse los conceptos del mundo elaborados por la filosofía moderna, de Kant a Derrida y posteriores.Véase Sean Gaston, The Concept of World from Kant to Derrida (Rowman & Littlefield, 2013).

[6] Le temps de la fin (L’Herne, 2007), pp. 112-13.

[7] “Una guerra nuclear habría sido una decisión consciente por parte de los que detentan el poder. El cambio climático es una consecuencia no buscada de las acciones humanas, y sólo el análisis científico puede mostrar que es un efecto de nuestras acciones como especie”. Dipesh Chakrabarty, “The Climate of History. Four Theses” (Critical Inquiry, Nº 35, 2009).

[8] Véanse los enlaces: www.skepticalscience. com/4-Hiroshima-bombs-worth-of-heat-per-second.html y www.skepticalscience.com/4-Hiroshima-bombs-per-second-widget-raise-awareness-global-warming.html. Un comentario en el post de John Cook que acabo de citar recuerda que John Lyman (Universidad de Hawái) ya había tomado la bomba de Hiroshima como referencia para la temperatura del océano en algunas entrevistas a propósito de su trabajo publicado en la revista Nature; véase, por ejemplo: www.livescience.com/6472-study-ocean-warmed-significantly-16-years.html.

[9] Veremos, en la conclusión de este ensayo, algunas razones para disentir con el uso que se le da a este concepto en la caracterización de la época en que vivimos y del acontecimiento que se cierne sobre nosotros.

[10] Algo que, justamente, no deja de sorprendernos. Véase, por ejemplo, el caso de los estudios sobre derretimiento acelerado de los gigantescos glaciares en la Antártida y Groenlandia, que recién lograron estado público semanas después de la publicación de la última parte del último informe del IPCC en abril del corriente año.

[11] Anders (Le temps de la fin) notó esa caída desde la posición de condición a la de condicionado a propósito de lo que él llamó “tiempo del fin”, el kairos posnuclear definido por la posibilidad inminente del “fin de los tiempos”.

[12] Sean Gaston, ob. cit., p. IX.

[13] Véanse los siguientes links: 1) http:// climateandcapitalism.com/2014/05/30/ antarcticas-accelerating-ice-collpase/?utm_ souce=feedburner&utm_medium=feed& utmampaign=Feed&3A+climateandcap italism%2FpEtD+%28Climate+and+ Capitalism%29; 2) http://climaterocks.com/2014/06/02new-video-meltwater-pulse-2b/; 3) www.skepticalscience.com/ global-warming-vulnerability-greenland-ice-sheet.html; y 4) http://mashable.com/2014/05/20/antarctia-collapse-ice-sheet-how-worried/?utm_cid=mash-com-Tw-main-link

[14] El hockey stick graph, concebido por Michael E. Mann para representar los cambios en la temperatura de la Tierra desde el 1000 d.C., apareció por primera vez en 2001, en el “Summary for Policy Makers” del Tercer Informe del IPCC; véase la revisión del debate que su aparición suscitó en Charles C. Mann, 1491: New Revelations of the Americas before Columbus (Knopf, 2005).

[15] Estas mediciones lograron extenderse a períodos más distantes en el pasado en base a observaciones empíricas (anillos de crecimiento en los árboles, muestras de hielo polar), y llegaron en algún caso a los 11.000 d.P., como ocurre con la “anomalía de temperatura”. La extensión de la cobertura cronológica no hace sino reforzar la excepcionalidad del momento presente en lo que toca al ambiente en el cual evolucionó la especie humana.

[16] La curva de Keeling es uno de los pocos gráficos que nos presentan oscilaciones negativas, además de las diurnas y las estacionales. Ya las medidas de las temperaturas globales, aunque exhiban claramente una tendencia de aumento a lo largo de los períodos más extensos (sobre todo en los gráficos hockey stick que incluyen temperaturas anteriores a la Revolución Industrial), muchas veces disminuyen puntualmente durante intervalos cortos. Un eventual aumento más lento en la temperatura global, de esos que los negacionistas del clima se apuran a aplaudir como prueba de la falsedad de la “hipótesis calentamentista”, para los climatólogos es algo que se explica por un aumento más acentuado en otros parámetros:por ejemplo, en la temperatura de las camadas profundas del océano.

[17] Algunos estudios la atribuyen a una sucesión de crecidas monumentales en Australia durante el mismo período, lo cual, dice Andrew Freedman,“sustrajo grandes cantidades de agua de los océanos sin devolverla después, como un usuario de biblioteca que acumula multas cada vez más grandes por atrasarse”.

[18] Cf. J. Hansen et al.,“The New Climate Dice: Public Perception of Climate Change” (2012).

[19] W. Broecker y R. Kunzig, citados por D. Chakrabarty:“De tanto en tanto […] la naturaleza decide darle una buena patada a la fiera del clima.Y la fiera responde, como es de esperarse en una fiera, de manera violenta y bastante imprevisible”. El mismo trecho se retoma en el texto de Chakrabarty publicado en Émilie Hache (ed.), De l’univers clos au monde infini (DL, 2014).

[20] N. del T.: En el original leemos “terrificante (ou terra-ficante)”, con lo cual se propone un juego entre “terrífico” y “que queda (fica) en la tierra”.

[21] Véase el capítulo “10.000 a. J.C. – La geología de la moral” en G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. La fecha evidentemente hace referencia a la Revolución Neolítica y el comienzo del Holoceno.

[22] Véase la monumental síntesis reciente de John Brooke, Climate Change and The Course of Human History (Cambridge University Press, 2014).

[23] No sabemos si lo hizo teniendo en cuenta específicamente las agresivas críticas de Moore.

[24] D. Chakrabarty, “Human Agency in The Anthropocene” (AHA Perspectives on History, diciembre de 2012).

[25] Véanse las páginas tajantes de Anders, en Le temps et la fin, sobre el “paralogismo de la sensación”, la indiferencia individual ante el apocalipsis debido a que, como “todos vamos a morir juntos”, no es algo que me concierna a mí como persona.

[26] Sobre la aceleración del tiempo, véase el denso artículo de Jacques Derrida “No Apocalypse, Not Now” (Diacritics vol. 14 Nº 2, 1984), que no tuvimos –et pour cause– tiempo de rumiar adecuadamente.Véase también Sean Gaston, ob. cit., para una exposición de la crítica derridiana al concepto metafísico de “mundo” y otros relativos, y asimismo para una defensa de este filósofo opuesta a las críticas de los que Gaston llama “ecopolemistas”.

[27] Véase Anders (en el ya citado Le temps de la fin) sobre el “kairos de la ontología”, momento creado por el riesgo de apocalipsis, y en consecuencia fin de la época de “no-ser para nosotros” y advenimiento del “no-ser para nadie”, el “verdadero no-ser” de la extinción que abolirá –que ya abolió por siempre– el pasado como tal. Esta conexión entre lo que, a medio siglo de las reflexiones de Anders, acabó siendo llamado “giro ontológico” y la perspectiva del fin del mundo nos parece fundamental.

[28] G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas. El concepto es retomado en G. Deleuze y F. Guattari, Qué es la filosofía. Una vez más, véase Gaston para un análisis de la afirmación de Derrida de que la muerte del otro es el fin del mundo.

[29] “Recordemos que la expresión ‘mundo real’ es como ‘ayer’ o ‘mañana’, ya que su sentido se altera de acuerdo con el punto de vista”. Alfred Whitehead, Process and Reality: An Essay in Cosmology (Free Press, 1978).

[30] Para la distinción entre el concepto “relativista” de mundo para un sujeto y el concepto “perspectivista” de mundo de un sujeto, véase E.Viveiros de Castro, Cosmological Perspectivism in Amazonia and Elsewhere (Hau Masterclass Series vol. 1, 2012).

[31] Sobre esta diferencia en el modo de determinar las condiciones de articulación de un “nosotros”, véase el comentario a una frase de Rorty en E.Viveiros de Castro,“Zeno and The Art of Anthropology: Of Lies, Beliefs, Paradoxes and Other Truths” (Common Knowledge, vol. 17, Nº 1, 2011).

[32] En vista de la intención política del presente ensayo, el lector no se sorprenderá de que consideremos más interesantes (“mejores para pensar”, diría Lévi-Strauss) los casos de gente sin mundo que los de mundo sin gente, y que por ende nos detengamos más en los primeros.

[33] No entraremos aquí en la discusión de matices técnicos de los diversos conceptos de mundo desplegados históricamente “dentro” de la filosofía como disciplina. Para un análisis parcial de esta historia, centrada en la serie “Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, Derrida”, véase el útil libro, ya citado, de Sean Gaston.

[34] La fórmula “el fin de X tal como lo/ la conocemos” (X = el mundo, la vida humana, la civilización, el Estado-nación, etc.) es cada vez más recurrente en el discurso contemporáneo, y merecería un análisis detallado. En su aparente inocencia de mero automatismo (consideramos que se diseminó a partir de traducciones del inglés), es muy rica en sobreentendidos filosóficos.

 

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