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Osqui Guzmán sale a escena en la gran sala del teatro Timbre 4 y la conexión con el espectador es inmediata. La cuarta pared es la que está detrás del público, y entre este y el escenario no hay distancia alguna; aun con la mirada, están comunicándose. En el registro propio de un actor popular —un verdadero canon de interpretación nacional que entre mueca, macchietta, camelo, latiguillo, corte, declamación, aparte, morcilla y retruécano, se sostiene en la retórica gestual y verbal, tal los procedimientos de esta actuación que se inició allá por fines del siglo XIX argentino–, Guzmán no piensa sino que acciona, invoca, evoca y provoca sin tabúes ni límites.
Su unipersonal discurre entre el homenaje a ese gran actor español radicado en Argentina que fue furor en los años setenta, José María Vilches, y cierta reminiscencia del origen y la trayectoria del propio Guzmán, donde confluyen las tres culturas que cita en su obra El bululú: la española, la de Vilches; la argentina, la suya; y la boliviana, la patria de sus padres. En este sentido, la acción crea texto (y no al revés) y se nutre de la energía, los sentimientos, las circunstancias, las prácticas y las particularidades que el actor trae consigo. Sus personajes no existen por separado, pues la interpretación se integra con el subtexto que forman las experiencias que ha atravesado y lo han atravesado, en lo que constituye la mejor versión de sí mismo. De esta forma, expuesto en carne viva, el personaje de esta antología se muestra vulnerable, exhibe sus fracasos e interpela en su humanidad con gran honestidad escénica.
El bululú requiere entrenamiento físico, técnica y un trabajo interior profundo en orden de quebrar resistencias y penetrar en ese estado de desinhibición y disfrute que hace posible la emoción. Y para esto Osqui Guzmán se vale de la vestimenta tradicional de la “diablada”, una caja chayera para ejecutar coplas, un baúl con luces y un bastidor detrás del cual emergen sucesivamente el galán, la dama, el entrometido, la fea, el cazadotes, la rezongona, el viejo y tantos más. La hondura poética de los versos clásicos españoles y la ductilidad con que Guzmán los entona completan una puesta inolvidable. Porque asistir a una función de El bululú es abrir la puerta a lo ingenuo, lo inocente, lo ridículo y lo necio que anidan en toda subjetividad; es negar lo aprendido en el camino hacia la adultez, hacia las resignaciones y sumisiones que conlleva, saltar las murallas que separan y alejan a todo adulto del niño o la niña que fue.
El bululú. Antología endiablada, de Osqui Guzmán y Leticia Gonzalez de Lellis, adaptación de Osqui Guzmán, Timbre 4, Buenos Aires.
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