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No parece casual que después de siglos en los que el saber se condensó con bastante esfuerzo en el singular producto de las imprentas, hoy nos preguntemos, quizás sin un foco preciso, si esto de acumular libros sigue siendo una buena estrategia.
La aparición de una electrónica ligera ha transferido buena parte de nuestras lecturas a su versátil superficie. Hasta hace unos días se podía visitar la muestra El canto de Jano de Leticia Obeid, que parece pensar sobre este viraje desde algún cálido y acolchado lugar del hogar que, insisto, puede no ser suscripto por todos al mismo tiempo, pero abre un claro signo de interrogación para quienes ven el merodeo intelectual no sólo como concepto sino también como un pasatiempo físico con su evanescente cuota de placer.
Obeid viene de investigar el proceso de doblaje de muchas series norteamericanas que, en el mundo hispanoparlante, se trasmiten de casa en casa a través de voces distintas a las originales para volverlas más atractivas al oído popular. En sus videos aparece una capacidad lúdica importante, y algo de eso se cuela también en su última exposición, donde la voz original y el doblaje de una entrañable screwball comedy compiten aparentemente por ganar la primacía en la acción y, por ende, nuestra suculenta atención.
En la sala principal de la muestra, Obeid pone de manifiesto su atracción hacia libros que aparecen de múltiples maneras, todas ellas registradas por medio de fotografías. Observamos los lomos curvados, las hojas que huyen con prisa más allá, los escorzos que producen las letras cuando se las mira al ras. Cientos de páginas superpuestas entre sí mientras los comentarios de un tiempo pasado y personal nos cortan el paso mediante un discreto subrayado o un colorido post-it. Así, la intimidad de la biblioteca se despliega delante de nuestras narices y se nos ofrece como territorio.
Acá el texto se dispara y llegan los condicionales: ¿qué hubiese sucedido si en lugar de ser empedernidos conservadores de libros hubiésemos caído bajo algún hechizo swinger? ¿Si en lugar de conservar durante años algunos buenos tesoros, los hubiésemos apostado, embriagados, y dejado ir a bordo de la mochila de amigos o, pensando en lo que aún nos falta leer (ni hablar de comprar), si hubiésemos abandonado jugosos ejemplares en las inquietas bateas del parque Rivadavia en pos de algo nuevo? ¿Seríamos los mismos? ¿Seríamos mejores o peores personas?
Lo maravilloso de los libros es su capacidad de absorber experiencias y, si no fuéramos tan supersticiosos, esos cosmos exponenciales se olvidarían sin más de nosotros. Y junto con nuestra persona, de los ridículos barrios que hay en nuestras bibliotecas.
Leticia Obeid, El canto de Jano, Isla Flotante, Buenos Aires, 22 de agosto – 17 de octubre de 2015.
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