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“Nada había sido en vano. Después de todo mi deseo era pintar. Por eso bailé”. Quizás en esta frase, dicha como al pasar en su última entrevista, de un modo tan ligero como preciso —como esos spots cargados de emoción e intensidad que la memoria nos trae al recuerdo cuando la invocamos y le damos el tiempo necesario para que haga su trabajo— pueda condensarse la apuesta estética y política de Rosemarie Castoro.
No prejuzgar la propia experiencia personal —¡todo sirve!—, adentrarse en la investigación y el trabajo artístico a partir de las mezclas y los contagios que esa experiencia necesariamente convoca, hacer de la indisciplina una posición en el mundo, un método de activación y de aprendizaje formal y existencial: esos eran los ingredientes de los que Castoro se valía para catalizar y densificar fuerzas en torno a sus creaciones. Disciplina rara pero no menos exigente, donde la búsqueda de lo mínimo funciona como una estrategia de pasaje y de experimentación de un infinito particular, irrepresentable, lejano de la insufrible banalidad a la que nos tiene acostumbrados cierto fetichismo del pastiche y de la hibridez.
Asimismo, cierto sentido weiliano, sucio, de la decreación, vectorizado por un paciente trabajo de depuración y de reducción de los elementos a su propia simpleza, es puesto a rodar a partir de las primeras pinturas de Castoro, en las que los diferentes usos del grafema “Y” resultan preponderantes, connotando tanto su interés por un muy particular antropomorfismo abstracto como —en su traducción del grafema al castellano— por las conjunciones al infinito (y…y….y…). Deshacer el yo, entonces, distraer y aligerar los aullidos de esa petite bête que asedia y siempre acecha en nosotros, implicarla en derivas y aleaciones inesperadas con los materiales disponibles. Empujarla por otros caminos, menos reconocibles y estereotipados. Una vida librada en ese punto a su potencia de error.
Castoro construye, con la parsimonia del castor, una lengua sutil. Aquí la genealogía ítaloamericana del patronímico juega sus analogías (Castor = Castoro). Lengua abstracta, decíamos, mas no separada, en constante estado de politización al sostener sus decires a distancia de cualquier ismo. Véase, si no, su compromiso, oblicuo, con el feminismo norteamericano de la segunda ola, visible en su trabajo con Lucy R. Lippard, o su fuerte implicación en los inicios de los años ochenta en el movimiento civil de cesión y legalización de las primeras okupas artísticas en Manhattan. Bien hubiera valido la mención de esto último, sobre todo teniendo en cuenta el contexto sociopolítico en que se desarrolla esta primera exposición retrospectiva de su obra —Barcelona—, contexto en el que los desahucios violentos y la gentrificación acelerada están a la orden del día y muchas veces se justifican en nombre del embellecimiento y la supuesta renovación y estetización de los espacios públicos y urbanos.
Un habla castora, laboriosa, que escruta su red y sus hilos para tejer o cortar sus entramados, colgar el cuerpo y poder sostenerse allí, sin tanta desconfianza. El trabajo amoroso que hace una vida, o algo que se le parece bastante.
Rosemarie Castoro, Enfocar al infinito, curaduría de Tanya Barson, MACBA, Barcelona, 9 de noviembre de 2017 – 15 de abril de 2018.
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