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Amy Winehouse (1983-2011) cantaba con una voz excepcional, componía canciones excepcionales y era excepcionalmente carismática, como muestra con elocuencia y una profusión exuberante de material de archivo, entrevistas y música el documental biográfico de Asif Kapadia que revisa la fugaz vida de la cantante británica. Pero inopinadamente la película nos viene a enseñar que la vida de Amy Winehouse no fue excepcional, que se trata en cambio de la más vulgar de las vidas de una artista excepcional, corolario poco habitual en un film biográfico. Es que la historia de Winehouse se ajusta casi a un modelo genérico: la vida del artista genial que no puede más que consumirse a sí mismo hasta el final, e ingresa así en un panteón que, por reducir a iteraciones de la misma era, el mismo ámbito artístico y hasta la misma edad al morir (veintisiete años), ya contaba con Janis Joplin, Jim Morrison y Kurt Cobain. Pero esa vida tampoco fue excepcional en otro sentido: quedó registrada como la de cualquier otro individuo de su época que tuviera acceso a las diversas tecnologías de imagen y sonido que fueron el signo de esa época. Así, da la impresión —una impresión que a muchas producciones documentales de hoy les fascina propiciar— de que existe un archivo de imágenes de toda su vida, de que de hecho su vida no es más que un archivo de imágenes, de que no hubo un momento de Amy Winehouse —antes o después de su fama— que no sucediera frente a cámara.
En un punto emite Winehouse una profecía sobre sí misma que, por un lado, no podría ser más despistada: “No creo que vaya a ser famosa para nada”, y por otro, se cumple a rajatabla: “No me veo capaz de manejarlo. Probablemente me volvería loca”. La breve anécdota que desarrolla Kapadia gira en torno a cómo Amy Winehouse se convirtió en una de las personas más famosas de la escena pop de principios del siglo XXI (aun en su banda sonora inmejorable el sonido más persistente a lo largo de la película es el de los flashes de los paparazzi en cada encuentro con la estrella) y a cómo esta fama que no quería terminó matándola. Pero la celebridad que Winehouse no supo digerir es presentada en la película como un mero accidente, un elemento más de una vida que ya transcurría frente a cámara, como la de cada uno de los miembros de su generación. En ese sentido tienta pensar que una de las propuestas de la película —la de que no existe una verdadera diferencia entre realidad y representación (y este es un corolario poco habitual en un film documental)— atrasa al menos un par de décadas. Pero es mejor concluir que estamos ante una de las primeras expresiones de la nostalgia por la posmodernidad y que, como con el Rick Deckard de Blade Runner, hacia el final nos es imposible decidir si Amy Winehouse fue un ser humano o un replicante, un cuerpo o su imagen en video. El efecto de la película no es por lo tanto luctuoso. Más que de la pérdida de Amy, habla de su conservación, incluso de su momificación, que el retrato de Winehouse con aire de Nefertiti viene a confirmar en el afiche.
Amy (Reino Unido, 2015), dirección de Asif Kapadia, 128 minutos.
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