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En Bárbara, Christian Petzold asedia la memoria y la historia (individual, colectiva), y lo hace con una combinación de clasicismo e innovación que desnuda la restricción a la verdad –de unos padres que prefirieron no hablar del pasado familiar en la República Democrática Alemana, de una sociedad que insiste en una militancia del olvido sobre aquellos años– y busca compensarla. Pero Petzold no sólo mira el mundo y una vida –la suya– para arreglar cuentas con lo que ha quedado atrás. Por un lado, si buena parte del cine de época persigue la fidelidad al referente que intenta recrear, cuidando un verosímil que les debe mucho a esos elementos de la puesta que asumen protagonismo en el género (vestuario, escenografía, maquillaje, locaciones), Bárbara, por el contrario, responde a una imaginación crítica que convierte el ayer en una distópica ficción sobre el lado oriental de un país partido por la Guerra Fría, desplazando el foco hacia los personajes (sus emociones, su experiencia, sus opciones morales) y la acción. Por el otro, mientras algunos exponentes del melodrama romántico acostumbraron al público a ver en la pasión amorosa una fuerza capaz de oponerse a las sujeciones de un régimen o a las convenciones sociales, Bárbara defrauda esa expectativa –en la línea de Sirk y Fassbinder– al componer un relato sobre el poder y la resistencia a partir de una relación sentimental siempre latente y horadada desde el primer encuentro por la sospecha y la desconfianza. Bárbara, la protagonista del film, es arrancada del centro del sistema de salud en la ciudad de Berlín y enviada a la periferia como castigo a una conducta nunca revelada, pero incluida dentro del universo de la disidencia por el funcionario policial que la recibe en su nuevo destino de provincia; André, el médico a quien conoce, ha corrido igual suerte pero, a diferencia de su colega, el traslado forzado ha sido parte de un pacto con agentes del gobierno para ocultar su responsabilidad en un caso de mala praxis, y por eso las condiciones para una fábula rosa quedan enrarecidas.
A diferencia de otras películas sobre el escenario de la posguerra, Bárbara evita los simplismos que enfrentan en un juego de contrastes los bloques irreconciliables de un orbe desgarrado, y se inclina por una hipérbole de lo Uno: el destierro interior como punto de vista de las víctimas. Por eso la película avanza toda vez que la cámara sigue a Bárbara a través de cada uno de sus diferentes modos de decir “no” (Bárbara intenta mitigar, a riesgo de su propia integridad, los efectos de un Estado autoritario sobre los cuerpos y las almas; Bárbara vulnera las prohibiciones y los controles; Bárbara opera por su libertad y la de los otros). Petzold explora así las relaciones entre ética y política, y descubre en la subjetividad esa zona de trinchera donde se libra la batalla final –recuperando el poder de fuego de la negatividad, la desobediencia, la hospitalidad– por alcanzar el sueño esquivo de una liberación real. Sin embargo, no hay al fin nueva utopía, porque la esperanza de una salida resulta postergada y porque otro poder espera más allá de la frontera. Ese poder que apenas se muestra con la seductora materialidad del objeto: el Mercedes, los cigarrillos, las joyas, el dinero.
Barbara (Alemania, 2013), guión de Christian Petzold y Harun Farocki, dirección de Christian Petzold, 105 minutos.
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