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La diferencia entre un cuaderno de trabajo y un diario personal es compositiva y categórica. Se separan por el carácter obsesivo de quien los escribe; pero una idea que delinea un personaje, traza un argumento o repasa un mundo particular puede escribirse en una entrada de diario personal, y del mismo modo, una observación cotidiana, un deseo confidencial, una súplica a Dios o el relato de un hecho extraño podría transformarse en un apunte profesional. El cuaderno de trabajo de Bergman puede ser leído como una lista de miedos, un cúmulo de dudas, un libro de conversaciones con él mismo, y también como un registro de aliento, de puesta en abismo de su propia imagen.
En cada entrada, Bergman pone en tensión su estado anímico con el proyecto que desarrolla. Repasa, como en un precalentamiento creativo, el clima del día, su estado de salud, la compañía afectiva de ese entonces, la inestabilidad del escritorio donde escribe, sus lecturas recientes, los temores por la inminente escritura, hasta que algo más, de otro orden, toma el poder, interrumpe su cotidianidad y empieza a dictarle situaciones oscuras de personajes solitarios rodeados de ruidos de aves, parejas conflictuadas, iglesias inhóspitas, mujeres que observan el mar mientras sopla el viento y escuchan el sonido de los insectos, o los sueños de sus personajes. Se entromete la otra voz de Bergman y comienza a adelantar lo intangible de lo ficticio: un ritmo, un color, un movimiento.
Bergman comienza, con resignación, a escribir fracciones de sus historias como quien habla de un tema que conoce pero no tiene ganas de tocar y lo termina haciendo con resistencia y por obligación. Sin una orilla que delimite la vida personal de la laboral, el germen insignificante de sus ideas surge de forma caótica, y los personajes ficcionales aparecen como si él ya los conociera desde antes y no fuesen, en verdad, parte de una construcción. Para el lector, la sensación permanente es la de haber llegado tarde a la conversación entre Bergman y Bergman.
El cuaderno registra el proceso de trabajo entre 1955 y 1974, y cada entrada podría dividirse entre un proceso que empuja su obra y un estado de ánimo que tiene un rango corto de oscilación entre el malestar y el buen ánimo. Es la vida de un artista que no cambia, que mantiene sus miedos pero que en algunos días se despierta con algún tipo de esperanza, una conveniente. Como si echarse a menos fuese el único camino posible al descubrimiento de la obra, el juego previo antes de la construcción perturbada de una segunda realidad. Podría decirse que la presencia de aspectos personales en el cuaderno, a primera vista, responde a una necesidad clara por familiarizarse con la hoja antes de colmarla de palabras de uso profesional. Y, en segundo lugar, da la posibilidad de acercar su propia imagen, la representación de sí mismo, al objeto de creación. Sostiene el riesgo eventual de volverse obra con la sospecha de que sólo dentro de un cuaderno tiene la posibilidad de que esa fusión, esa dualidad, pueda sobrevivir.
Estas anotaciones dan la impresión de querer fijar un padecimiento y un renacer, de funcionar como el monitor que planta Bergman sobre sí mismo; la pregunta sobre si su arte toma vida de las vidas de quienes lo leen y el cuestionamiento sobre las palabras y la arbitrariedad de la creación. Quiere dejar de construir paredes que no se caen. Sufre la pena del arquitecto que tiene todo para construir la casa de sus sueños y lo hace. En este cuaderno, Bergman construye realidades que sobreviven a sus propios golpes.
Ingmar Bergman, Cuaderno de trabajo (1955-1974), traducción de Carmen Montes, Nórdica Libros, 2018, 464 págs.
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