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Cuando uno se sienta en la butaca esperando que comience una película de David Lynch, parece inevitable sentir la borrosa intuición de que algo está por suceder. Con David Lynch: The Art Life no es la excepción. Desde el primer instante la estética indiscutible de Lynch invade la sala, esta vez envuelta bajo el disfraz del documental que dirigen Olivia Neergaard-Holm, Jon Nguyen y Rick Barnes. En esta impactante “autobiografía”, Lynch no se ahorra de arrastrarnos por incontables agujeros negros, que utiliza para experimentar con lo siniestro, a punto tal de despertarnos el único sentimiento animal que la cultura occidental nos ha permitido conservar: el miedo.
En su obra, Lynch hace aparecer como un fantasma la precariedad de los lazos familiares propios de la posmodernidad, o los hace estallar como en el caso de la orfandad de El hombre elefante o en su corto The Grandmother. O los trastoca hasta lo incestuoso, como sucede en Twins Peaks. Advertido por su propia creación, el espectador se acomoda esperando que Lynch dé un paso más y se adelante al futuro. Pero no es lo que sucede en The Art Life, o tal vez sí. Al comienzo su pequeña hija se encuentra dando vueltas a su alrededor y juega tranquilamente. A partir de ese presente, Lynch realiza un bucle imperceptible y nos lleva de viaje a su propio origen: al año 1946, a su religiosa madre, a lo que ella deseaba para ese hijo brillante y a su posterior “metamorfosis” durante la adolescencia. Recorre amistades, mujeres, hermanos, hasta desembocar en su punto más álgido: su padre. Lynch vuelve a poner de rodillas nuestros propios prejuicios —al menos los míos—, al mostrarnos a su padre como un hombre dulce, incondicional, humano, ridículo, cómplice, preocupado, trabajador, científico, amante. Con pinceladas sutiles nos muestra cada una de esas facetas.
En su juventud universitaria, Lynch vive en Filadelfia, donde tiene una casa con sótano donde realizar sus experimentos. Durante una visita de su padre, decide invitarlo a que baje a lo profundo de su mundo y vea lo que ha estado investigando. El padre ve todo. Luego, desde la oscuridad observa a su hijo en silencio. No hablan hasta despedirse en la estación de tren. Al final, su padre pronuncia una frase inquietante, que cada uno tendrá que darle una significación: “David, no tengas hijos”.
En esa relación con la paternidad, con los ideales, con lo “normal”, interviene con fuerza eso que desde Aristóteles llamamos la suerte, el azar y el destino. En el camino de la búsqueda del propio estilo, el azar alcanza una potencia mística en la vida de Lynch. Un destino de libertad artística que sólo es posible con su propia complicidad subjetiva. Las frases, los eventos, las personas, los lugares, las amistades, casi todo en su mundo adquiere la dimensión de la tyche, ofreciéndonos una vida donde las determinaciones discursivas parecen quedar suspendidas en un limbo. Y somos transportados a la sospecha de un orden cósmico donde la única ley es la ley del deseo.
“Tabaco y café, es lo único que he necesitado”, dice Lynch, y con ese cross da por tierra con otro prejuicio que sobrevuela la creación: las drogas. Se encarga, como en su momento lo hizo Foster Wallace, de mostrar que el arte poco tiene que ver con los imaginarios sociales que han tallado los semblantes artísticos.
Cuando The Art Life termina, sin que podamos anticiparlo, nos demoramos unos segundos en la butaca deseando más. Pasado el shock, los sentidos empiezan a multiplicarse como rizomas deleuzianos, hasta el punto de volverse una película infinita.
David Lynch: The Art Life (Estados Unidos, 2016), dirección de Olivia Neergaard-Holm, Jon Nguyen y Rick Barnes, 90 minutos.
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