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El cine “mimético” suele ser liviano, instantáneo aunque de difícil digestión. Casi siempre se preocupa mucho por lograr la imitación actoral perfecta (por ejemplo, haciendo que Jamie Foxx replique obsesivamente todos y cada uno de los tics corporales de Ray Charles, o que Gary Oldman haya estudiado la mímica de Winston Churchill con la pasión de un doble de cuerpo), pero no tanto por la precisión, la funcionalidad o el simple misterio estético de la puesta en escena. Peor aún, sin embargo, es su especie pervertida, el cine “desfigurativo”, basado casi exclusivamente en el juego morboso de volver “irreconocibles” a sus protagonistas. Esta variación extrañamente masoquista del deterioro de estatuas alcanzó el paroxismo hace algunos años, cuando la hermosa Charlize Theron se afeó hasta el límite del absurdo para protagonizar esa película mediocre titulada Monster (2003), de la que hoy casi nadie —por suerte— se acuerda. Rendida ante la tentación dorada del Oscar, Nicole Kidman hizo lo propio para interpretar a Virginia Wolf en la muy rígida Las horas (2002), hasta que el paso del tiempo le ajustó cruelmente las cuentas y una serie de vicios quirúrgicos comenzó a afectar su privilegiada fisonomía de maneras sorprendentes. Qué interés cinematográfico puede haber en esta suerte de taxidermia a veinticuatro fotogramas por segundo es una pregunta válida, especialmente porque la tentación de ver Destrucción a través de ese filtro deformante es muy grande. Efectivamente, en Destrucción Kidman está “irreconocible”, pero la extrañeza de verla así en pantalla no proviene tanto de los prodigios del maquillaje o la fotografía como de los movimientos convulsos —a veces impredecibles— en el ánimo de su personaje. Sabemos desde Fritz Lang (La mujer del cuadro, Scarlett Street) que la paranoia y la esquizofrenia no son elementos ajenos al cine negro, pero en este ejercicio de policías infiltrados en bandas de ladrones de bancos el marchitamiento físico de la agente interpretada por Kidman no es un agrio truco publicitario (o, al menos, no es sólo eso), sino el reflejo exterior de un trauma muy singular y para nada frecuente en un género casi exclusivamente gobernado por los miedos, las ansiedades o las angustias masculinas, y del que no conviene hablar demasiado aquí, a riesgo de spoilear una trama no tan compleja como intencionalmente desordenada. Esta hábil mezcla de Punto límite (1991, Kathryn Bigelow) y de Memento (2000, Christopher Nolan) está construida con inteligencia —quizás con “demasiada” inteligencia—, pero sus méritos principales están en eso que en el cine mimético suele importar poco: la posición de la cámara, el ritmo interno de los planos y las secuencias, el contrapunto anímico del montaje. Karyn Kusama ya había demostrado garra y fiereza narrativas en las muy originales Girlfight (2000) y La invitación (2015), pero el sobreprecio de Destrucción está justificado por su elegante habilidad para sortear las premisas de comité que suelen alumbrar este tipo de películas donde alguien lindo, rico y famoso se pone en la piel de un perdedor sucio, pobre y feo. Film noir lacaniano, de policías y ladrones cargados de culpa y en conflicto con lo real, protagonizado y dirigido por dos de las más talentosas mujeres hoy en actividad en Hollywood, lo menos raro que tiene Destrucción es lo horrible que luce Kidman en todos y cada uno de sus planos.
Destrucción (Destroyer, Estados Unidos, 2018), guión de Phil Hay y Matt Manfredi, dirección de Karyn Kusama, 123 minutos.
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