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Los unitarios disfrutaban viendo cómo lucía la cabeza de un prisionero en la boca de un cañón, y más cuando la pólvora encendida coronaba el espectáculo con fuegos de artificio. Los federales, telúricos hasta en eso, preferían el expeditivo degüello. La primera secuencia de El movimiento se cierra con el berretín unitario, la siguiente con el de sus adversarios. Una y otra, y el film completo, vuelven sobre un destino que, antes que de exclusividad sudamericana, ha sido el de toda nación que dirime su futuro a sangre y fuego. Benjamín Naishtat propone pensar un movimiento no desde lo que es, vástago de fenómenos de masas, sino desde el deliberado anacronismo que supone ubicarlo en un estadio primitivo de nación.
En un paraje inhóspito raleado por la peste, los malones y el fantasma de la anarquía, no menos que por agentes del desorden que tienen prohibido “nombrar al innombrable”, una yunta de fugitivos propone reconstruir “lo que queda del movimiento”. Uno de ellos enjuicia a los que “nos han mentido tantas veces y nos han llevado a proyectos tan fantásticos” y busca convencer a una pléyade de desarrapados de una imprescindible emancipación, antes que cívica, moral. Quien se siente “guía[do por] una luz” y predica en la “tierra del demonio” no quiere liderazgo alguno ni tiene en mente un nuevo orden político, menos una idea de príncipe, derechos, soberanía o república; sólo confía en que, con “devolver la pureza al movimiento”, bastará para “mover montañas” y “salvar la patria”.
Ahora bien, como le ha dicho más de un marxista a algún revisionista en torno a la gesta de Mayo, una revolución puede hacerse sin pueblo. Pero ¿qué es un movimiento sin base social? Un líder ausente puede serlo, pero un movimiento no es un significante vacío, menos una entelequia sin cabeza ni pies. A diferencia de un partido, un movimiento se configura “de abajo hacia arriba”. Cuesta creer que un germen suyo haya estado en una masa semibárbara, apolítica y apática como esta; pues así se muestra a la peonada que se ríe, no entiende y, tras disfrutar de payadas y coplas, se duerme no bien escucha a “un señor de la política” caído del cielo.
Mustio blanco y negro. Golpes de efecto con banda sonora al taco. Hay cenizas y hecatombe en el viento, y ecos de Béla Tarr y de La comuna de Watkins también, si bien en El movimiento huelgan sueños de redención por fuera de delirios místicos, dignos, por otra parte, más del liberalismo, en su confiado altruismo y afán purificador, que de cualquier movimiento popular. Tanto el filisteísmo erudito de la academia como el incesante upgrade de la crítica especializada asentarán estas rimas, olvidando que, aunque el film se ubique en 1935, su mirada, anclada en un pasado remoto y extático, roza la antipolítica y nos recuerda más a Los salvajes (Alejandro Fadel, 2012).
En Samurai (Gaspar Scheuer, 2013), un necesario revisionismo zozobraba por esteticismo naif. En más de un film argentino contemporáneo personajes de nuestra historia naufragan (como lo hacen hoy en billetes que se pueblan de batracios) en cita supernumeraria. Pero El movimiento no es una convulsión posmo más. Aunque no repiense la política desde la historia —es decir, no vaya para atrás, como siempre se hace con provecho, para dar pasos adelante—, al menos fuerza a pensar lo que menta su título desde esa factura semiabstracta, semiconcreta, esa que deja librada a la imaginación política la reflexión sobre la idea de movimiento tanto en las gestas de independencia como en la resistencia peronista, cuando el retorno “del viejo” y cuando la muerte de Néstor Kirchner. Así lo dispone, inscripta como está la película en un contexto en el que los movimientos sociales, resurgidos de la fenecida multitud, muestran que si se corea que “la violencia engendra más violencia”, como se escucha en el film, ellos ya saben —o al menos lo recuerdan no bien el hambre los despierta de la barbarie teledirigida a goce en red y despolitización ambiente— que esos decires son uno de los tantos que ocultan la lucha de clases, de los que acallan, en definitiva, que la violencia de arriba engendra la de abajo.
El movimiento (Argentina, 2015), guión y dirección de Benjamín Naishtat, 70 minutos.
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