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Entre las mayores y más raras gratificaciones del cine se cuentan los comienzos que nos permiten reconocer un estilo. Es lo que pasa con el prólogo de First Cow, que condensa en pocos minutos la propuesta narrativa, histórica y afectiva de toda la película, y nos introduce de inmediato en el “modo” Kelly Reichardt. Paseando por un bosque en otoño, junto a un río muy lentamente surcado por remolcadores, una mujer y su perro dan, por casualidad, con dos esqueletos semienterrados, lado a lado, los cráneos casi tocándose. La secuencia, morosa, sin estridencias, de fotografía limpia, atenta a los sonidos de la naturaleza, revela sin esfuerzos ni insistencia la relación entre la mujer joven y su perro. El vínculo había sido ya explorado por Reichardt en detalle y profundidad en Wendy y Lucy (el filme que le dio notoriedad hace poco más de una década), y vuelve a aparecer con naturalidad en el resto de su filmografía. Es que la interacción entre personas y animales parece ser una de las preocupaciones de fondo de su cine, como vuelve a ilustrar First Cow.
Las dos horas posteriores serán la glosa de la exhumación de esos restos: quiénes fueron los muertos, cuándo y dónde vivieron, qué relación los unió. Así, somos testigos, en ese mismo bosque, de la amistad entre Cookie (John Magaro) y King-Lu (Orion Lee), dos migrantes en el territorio de frontera de Oregón en pleno siglo XIX. El primero es un cocinero que acompaña a expediciones de tramperos. Originario de las colonias del Este, conoce el oficio de la pastelería y sueña con instalar su tienda en San Francisco. El segundo es chino, viene huyendo de unos rusos que lo acusan de asesinato y tiene cabeza para los negocios. Cookie y King-Lu se hacen amigos, como el epígrafe de William Blake nos había anunciado: “El pájaro un nido, la araña una tela, el hombre amistad”, y luego, por la irrupción de una oportunidad, se hacen socios. Su negocio es la venta de buñuelos. Por simple que suene, el negocio requiere una arriesgada operación de abastecimiento, supone toda una estrategia de mercadeo y tiene efectos insospechados (tienta calificarlos de “proustianos”) sobre los duros personajes de la frontera, que encuentran en el sabor del buñuelo su infancia, su hogar, su ciudad natal. La inusual novedad llega a oídos del principal mercader de pieles del puesto (Toby Jones), un inglés esnob que conversa con el mismo entusiasmo sobre el modo más eficiente de castigar a los esclavos o sobre modas parisinas (en diálogos que tienta calificar de “aireanos”) y que se ha hecho traer una vaca, la primera del territorio, la del título. Su leche, robada en mitad de la noche por Cookie, es la fuente de la magia de los buñuelos. Sin ánimo de revelar demasiado de la peripecia argumental, resta decir que la empresa de Cookie y King-Lu asciende y se desploma en cuestión de días, y que ambos personajes se ven forzados a una huida que los lleva a echarse a descansar, en medio del bosque, lado a lado, sus cabezas casi tocándose. No sabremos cómo mueren, pero sí que mueren ahí y en esa posición, para ser encontrados muchos años después por una chica y su perro.
Si bien la anécdota invita a análisis económicos sobre el origen del capitalismo, la libre empresa, la propiedad privada, y si bien el imaginario bovino evoca asociaciones con tradicionales fábulas con moraleja o —para los que aprendimos en la escuela primaria cómo puede aprovecharse cada parte del cuerpo de una vaca— resucita la lección sobre el espíritu emprendedor y la identidad nacional, las claves de la belleza de First Cow se encuentran en los rastros que trazan las relaciones: la de la chica y el perro de hoy con los restos del siglo XIX, la de los dos socios y amigos que se acompañan hasta la muerte, la de Cookie con la vaca que ordeña cada noche y que llega a reconocerlo.
First Cow (Estados Unidos, 2019), guión de Jonathan Raymond y Kelly Reichardt, dirección de Kelly Reichardt, 121 minutos.
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