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CINE y TV

En honor a la verdad, redacto esta reseña celebratoria —pero no indulgente— sobre una película argentina estrenada hace poco en Netflix. La trama es tan simple y efectiva que permite ser copiada y pegada: Goyo (Nicolás Furtado), un hombre con Asperger, trabaja como guía en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Su rutina cambia cuando llega Eva (Nancy Dupláa), la nueva guardia de seguridad, y ambos se enamoran. A esto deben sumarse, por supuesto, todas las dificultades de ese encuentro: las condiciones del protagonista, la sobreprotección de quienes lo rodean y el pasado sentimental de Eva.

Las buenas comedias románticas no son sólo historias de amor. Algunas de ellas heredaron la violencia y el humor físico del slapstick de los años treinta, otras coquetean con el melodrama y lo reinventan; pero la gran mayoría son, en el fondo, excelentes radiografías de las neurosis humanas. Me refiero, por supuesto, a El apartamento (1960), a Cuando Harry conoció a Sally (1989) y a Mi novia Polly (2004). En nuestro país, tenemos casos muy afortunados como El hijo de la novia (2001) o, más recientemente, El amor menos pensado (2018), ambas con Ricardo Darín.

Goyo está lejos de entrar al podio nacional, pero, irónicamente, la considero gran candidata para un hipotético ranking latinoamericano de comedias románticas dramáticas. Lista que cuento con los dedos, tristemente, y en la que mi país de origen, Colombia, brillaría por su ausencia. Hay que decir que a la película de Marcos Carnevale le está yendo (sin Darín) bastante bien en el exterior. Actualmente, ostenta algún puesto dentro de las diez más vistas de la plataforma en Latinoamérica y en Uruguay ya llegó al primer lugar. Yo decidí no verla cuando vi empapelada la ciudad con su afiche, pero accedí luego de que me la recomendaron mis padres y varios amigos de Medellín.

Los números y el éxito no son asuntos gratuitos porque la película es franca en sus aspiraciones comerciales. También en su extrema depuración contextual. Al Museo Nacional de Bellas Artes le sienta bien el “look Netflix” y a Buenos Aires (o a Recoleta) le va de maravilla como metrópoli resplandeciente. Desde luego, Goyo tampoco es el Rain Man argentino, pero es más que digno en su especie; sobre todo en una época en la que a nadie se le ocurre hacer una auténtica comedia dramática vincular. Intuyo que, dentro de un género en el que colisionan intereses humanos, idiosincrasias y, sobre todo, grandes prejuicios, la autocensura es la primera en poner el freno de mano a cualquier incorrección —el Jack Nicholson de As Good As It Gets (1997) sería hoy imposible de escribir y de actuar—.

La película de Carnevale no está exenta de autocensura, aunque no desaprovecha un par de momentos osados. Por ejemplo, cuando el protagonista le hace fuck you con el dedo a un joven con síndrome de Down; o cuando, en las charlas sobre sexo, el personaje de Pablo Rago no oculta su machismo progresista. Nada de esto mejora el guion, pero ni hablar que humaniza a los personajes y desenmascara, un poco, la hipocresía de la clase que involuntariamente retrata.

La moralina está presente, por supuesto. Y el buenismo insoportable también: Goyo tiene Asperger pero es un genio pintando, es una buena persona y, encima, muy guapo. Sin embargo, a pesar incluso de sus personajes desclasados y de una economía inverosímil (una madre soltera que trabaja de celadora y mantiene a dos hijos en un PH chorizo divino), los vínculos de la película son inesperados, dolorosos y redentores.

Las excelentes actuaciones salvan al guion de algunos lugares comunes y logran insuflarle a la película una particularidad que vale la pena. Siempre da gusto ver a Cecilia Roth y a Soledad Villamil, quienes aquí comparten un vínculo hijastra-madrastra bastante peculiar. También, de manera inteligente, las relaciones de poder se equilibran dentro de su tensión. Eva, mucho mayor, se siente frustrada, pero tiene experiencia y deseo. Goyo es autista y novato, pero más joven y enamoradizo; él es culto y rico, y ella inculta y pobre. Parecen dicotomías simples, mas son justas para hacerlos reactivos.

Finalmente, el mayor hallazgo que encuentro en Goyo radica en una tesis que nunca llega a ser explícita, pero que tiene los suficientes elementos para encontrar asidero. Vivimos en una sociedad del cuidado en la que todos somos bichos raros y en la que no podemos valernos por nuestra cuenta. Quienes no toman pastillas psiquiátricas necesitan del alcohol (los hermanos de Goyo) o de fumar porro (como Eva) o gastar compulsivamente (la madre). Todos somos especiales, todos estamos en falta.

Goyo irradia entusiasmo ante todo a públicos del exterior que, gracias a esta película, descubrirán que hay un tal cine argentino (sin Darín) y que ese cine cuenta historias universales, de género, con personajes singulares, lindas frases, puteadas memorables y decencia técnica. Luego discutimos el hecho de que el próximo año (el INCAA desfalcado mediante) los únicos estrenos nacionales que tengamos sean los de las plataformas de streaming. Hoy, yo —un purista confeso de las screwball comedies de Ernst Lubitsch— quiero celebrar la existencia de Goyo. Una película inofensiva, pero como es inofensivo, oportuno y dulce el caramelo que nos dan de moneda de cambio en el supermercado de la esquina.

 

Goyo (Argentina, 2024), guion y dirección de Marcos Carnevale, 107 minutos.

22 Ago, 2024
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