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Un relato circular, además de muchos otros efectos, puede generar una atmósfera viciada. No sólo por la acción de la macroestructura narrativa cíclica, sino también por los pequeños mecanismos internos circulares —con uniones desarticuladas— que lo conforman. Happy End presenta, en un polo, el personaje de una nena de trece años, y en el otro, el de su abuelo. Ella tiene el deseo de matar y él, el de morir. Haneke inyecta tensión entre ambos puntos con la intención de unirlos.
Resulta difícil explicar cuál es la historia que cuenta Happy End (sería, además, una pérdida de tiempo). Resulta mucho más estimulante preguntarse cuál es su campo de interés. Haneke retrata a una familia que no muestra acuse de recibo de ninguna emoción ajena. Una familia compuesta por individuos egoístas que actúan con el móvil de la culpa de clase, y que frente a deseos fuertes y radicales, como la toma del poder sobre la propia vida o la ajena, demuestran una negación y una ceguera absolutas y convenientes.
La película comienza con una secuencia filmada con un teléfono celular, un registro ordinario y cotidiano de la rutina de una mujer en la intimidad del hogar que culmina con su envenenamiento en vivo. El tono —con pequeños fragmentos escritos que relatan, por momentos, lo mismo que ve la cámara, y en otros proporcionan nueva información que apuntala la perfecta progresión dramática de la escena— tiene algo de registro infantil, y Haneke no demora en mostrar que, efectivamente, quien tramó y documentó el envenenamiento es la más joven de la familia, y la víctima, su madre. En esta secuencia inicial queda expuesta la punta del hilo de la cual Haneke va a tirar a lo largo de toda la película. En hechos desinteresados, y a la vez dañinos, se aceitan el engranaje familiar y el protagonismo colectivo del film.
Los integrantes de una familia se pueden pensar como astros sueltos que, obligatoriamente, habrán de conectarse de algún modo para formar una constelación única e irrepetible. En este caso, un grupo familiar integrado por cuatro generaciones. ¿Cómo las tensiona Haneke? El director logra exprimir lo peor de cada una: el afán documental siniestro y a la vez inocente de una adolescente, la confusión y culpa social de un treintañero de clase alta, la desatención de los dos hermanos de mediana edad —que detentan el poder económico de la familia— y el egoísmo de los mayores. Para profundizar el destrato de grupo, Haneke aprovecha y retoma al protagonista de su anterior película, Amour —en la que, este mismo, asfixia a su mujer con la almohada para sacarla de la agonía que arrastra a causa de su enfermedad— y lo ubica en medio de una familia que jamás hace alusión a su madre, su muerte, la viudez o la depresión del patriarca. Haneke, entonces, no se aleja de la crudeza que lo caracteriza. Explora de forma crítica la tecnología como aparato comunicacional que registra, de forma directa y simple, el funcionamiento crudo de desafección y apatía colectiva. Ese mecanismo cíclico, la ominosa insistencia de la forma que se repite, es lo que provoca la intensa sensación de angustia que permanece en la mente del espectador cuando la película finaliza. La conexión entre la nieta y el abuelo, ambos responsables de la muerte de un familiar cercano, son las dos puntas de un anillo roto que los demás integrantes de la familia, aún incomunicados, obligan a tocarse en la fatal repetición de un ciclo de vida y muerte inexorable.
Happy End (Francia/Austria/Alemania, 2017), guión y dirección de Michael Haneke, 107 minutos.
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