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Werner Herzog es un primitivo del cine, por eso remolcó un barco “a pulso” a través de una montaña en Fitzcarraldo (1982) y transformó el rodaje de Aguirre, la ira de Dios (1972) en una especie de réplica desquiciada de las expediciones de conquista. Es un rústico en el sentido de su apego a la libertad y el sacudimiento de miras, de concepciones, de procedimientos, un poco como lo fueron, a su manera, Peckinpah y Godard, y de los que van quedando pocos, o ninguno. ¿Qué ocurre, entonces, cuando Herzog decide echar una mirada al futuro, entrever lo que nos espera al otro lado del rulo digital? En principio, lo que aparece es una distancia que evita tanto la reacción prehistórica como la celebración imprudente. Herzog entrevista a los pioneros de Internet que dieron los primeros pasos en la Universidad de California en Los Ángeles y también a las víctimas invisibles del frenesí tecnológico (los muertos vejados por el fin de la intimidad que trajo aparejada la red; los “alérgicos” a la conectividad; los suicidados sociales por el gaming), pero esquiva la bajada de línea (a favor o en contra) con la pericia del que sabe que grabar una entrevista es hacer desfilar el material de estudio a través de la cabeza del que habla, y que esa no puede ser nunca una operación inocente para el que mira a cámara. Ahí es donde Herzog filma más un documental sobre seres humanos que sobre máquinas o, yendo un poco más allá, un documental sobre la forma en que los seres humanos piensan a las máquinas que harán mejor o peor su futuro, y en esa veta es que Lo and Behold puede ser tanto un relato esperanzador sobre el porvenir como un anuncio siniestro sobre la extinción de la autonomía humana. Cuando Leonard Kleinrock —que al iniciarse el film da unos golpecitos sobre algo que parece una máquina expendedora de café, y a nosotros nos cuesta creer que la red haya nacido a partir de ahí— se pone serio por primera vez a lo largo del metraje para anunciar amargamente que Internet representa, en buena medida, la negación del pensamiento crítico tal como lo hemos entendido hasta ahora, y poco después, cuando el heterodoxo cosmólogo Lawrence Krauss resalta que cultivar ese pensamiento crítico será, justamente, lo único que haga la diferencia en un futuro en que el saber “ordinario” que hoy se imparte en las escuelas sea gestionado por interfaces de acumulación y visualización simultáneas, entonces sabemos que el alemán loco está poniendo imágenes en conflicto para captar sin prejuicios los cambios de ánimo de una época. No es casualidad que se nombre por ahí a Clausewitz, el teórico prusiano de la guerra total, porque si se lo piensa bien, las concepciones que circulan por Lo and Behold ya están hablando de un mundo donde, en algún momento, van a materializarse incompatibilidades profundas (¿insalvables?) entre el factor maquinal y el humano. No hay que prestar entonces —y arriesgamos— demasiada atención al muchacho que muestra orgulloso sus robots jugadores de fútbol (sobre los que guarda la secreta esperanza de que alguna vez le ganen un partido a Messi y Neymar), y sí a quien es presentado como “el hacker más peligroso de la historia”, cuando advierte que nosotros, los seres humanos, somos siempre el eslabón más débil de la cadena que mantiene sujeta, por ahora, esto que nos empeñamos en llamar “la realidad”.
Lo and Behold: Reveries of the Connected World (EEUU, 2016), guión y dirección de Werner Herzog, 98 minutos.
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