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Parece haber dos tragedias en el corazón de la reciente versión de Macbeth de Justin Kurzel, de estética hiperrealista, filtros sangrientos y oscuridad ascendente.
La primera escena nos muestra, a modo de prólogo, una información que en la obra se mantiene siempre ambigua: que el matrimonio de los Macbeth ha perdido un hijo justo antes de que se desencadenen los hechos fatídicos. La muerte entra por lo tanto en sus vidas como un acontecimiento privado (el hijo) y a la vez público (la guerra). Haciendo explícita esa pérdida en los primeros minutos, Kurzel convierte a sus protagonistas en habitantes de una pesadilla que empezó antes de la obra que ya conocemos, pero les quita, con esa decisión, gran parte de su fuerza. El muy logrado estado de miedo perpetuo en el que parece estar el Macbeth de Michael Fassbender —que habla en susurros y construye con su mujer una especie de cálida intimidad— está más cerca del estrés postraumático que de la desmedida imaginación proléptica que la crítica ha señalado en la obra, y que es también su característica más asombrosa y a la vez más aterradora: un hombre que sufre por ser un asesino y un traidor antes en su mente que en la realidad. La Lady Macbeth de Marion Cotillard, por su parte, no muestra demasiados rastros de esa torsión de la libido que la convierte en un monstruo de la persuasión, y resulta más convincente cuando sufre que cuando tiene que ser fuerte.
Todo es sombrío en la adaptación de Kurzel: el árido paisaje escocés donde nunca se ve el sol parece prefigurar la escena final, en la que el bosque de Birnam no avanza a partir de las ramas vivas de los árboles llevadas por soldados, sino quemado, en forma de cenizas. La esterilidad del paisaje y de la pareja se contraponen con la omnipresencia de los niños a lo largo del film (el hijo muerto, el bebé que cargan las brujas, los hijos de Macduff, el hijo de Banquo), que nos recuerdan esa pérdida inicial y son el eslabón de contacto entre las tragedias pública y privada, y le dan al film la que tal vez sea su dimensión más política y contemporánea, mostrando que las víctimas de la guerra y de la ambición que la desencadena son siempre los más indefensos.
Una particularidad que acerca esta versión a otros films épicos y de acción son los efectos de cámara lenta, que enrarecen y vuelven más intensas las escenas de guerra. El cine, quizás más que cualquier otro arte, tiene la posibilidad de jugar con el tiempo. Las escenas ralentizadas con Macbeth en el centro de la acción son una ingeniosa evocación de esa lectura de la obra —una de las más cortas y vertiginosas de Shakespeare— como una tragedia dominada por el tiempo, más que por ningún otro principio. Cuando el film termina y Macduff proclama que “el tiempo está libre”, podemos también liberarnos como espectadores de esa manipulación temporal que el film nos ha impuesto y experimentar, en la oscuridad de la sala de cine, una magia emparentada con el asombro del puro presente del teatro.
Macbeth (Francia/Estados Unidos/Gran Bretaña, 2015), guión de Todd Louiso, Jacob Koskoff y Michael Lesslie a partir de la obra de William Shakespeare, dirección de Justin Kurzel, 113 minutos.
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