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CINE y TV

El purgatorio, invención secular de la Baja Edad Media que permitió que algunos actos perseguidos por siglos dejaran de serlo –principalmente, la usura–, aún sigue abierto para quienes cometen otros “pecados cotidianos” y deben pasar por otras pruebas para salir. Por ese territorio intermedio en el que conviven legalidad e ilegalidad transita Mauro, protagonista del film presentado en el Bafici por Hernán Rosselli, quien elige un tono que rehúye la beatificación tanto como el regodeo en los círculos del infierno suburbano.

Para Mauro el dinero debe circular, bien en sus compras diarias, bien cuando lo entrega al tachero al que cada tanto le lleva una buena suma pero que se impone como un patrón. En ese circuito de trabajosa falsificación y peligroso “pase” del que parece no encontrar salida, Mauro descubrirá lo que sabía Simmel: que el dinero supone un interjuego de factores materiales e imaginarios. Los primeros los conocerá en el manejo de artesanales rudimentos para la falsificación de billetes; los segundos, con Paula, una joven que se le acerca en un bar.

Mauro es heredera de la observación del mundo material del trabajo no sólo del primer Trapero, sino también de la literatura de Pablo Ramos, quien actúa en este film y ha sido en primera instancia un maestro y ahora un compañero de ruta del director. El modesto taller de bobinado de El origen de la tristeza (2004), en el que conviven rulemanes, hornalla industrial y bañera de barniz, se sobreimprime al taller doméstico de Mauro y Luis, alquimistas con algo de rufianes, quienes entre negativos, tintas de variación óptica y una computadora crean billetes que huelen a nuevo. Del mismo modo, la sórdida y arltiana educación sentimental de la poética de Ramos refulge en Mauro, joven diestro en el callejero arte del engaño, que pecará por crédulo ante una oscura “hechicera gitana” que le propondrá una prueba salvadora para hacerlo recalar en el infernal trabajo formal.

En esta ópera prima de sorprendente madurez, alternando deliberadamente un registro “rugoso” en imagen y sonido con una depurada narración, Rosselli pone a prueba la clara conciencia de sus medios pero también muestra –rasgo inusual en su generación– que sabe en qué medida su historia es parte de la Historia. Al respecto, deja claro que si bien el trabajo de Mauro se parece al de una célula terrorista, ello no se debe a que planee táctica desestabilizadora alguna, sino a que debe usarlo como modo de subsistencia en un contexto en el que “está todo cada vez más caro”, como dice Paula al pasar.

“Mi viejo me decía que tenía que invertir en ladrillos”, se escucha decir a un Mauro taciturno que aprendió que el dinero en Argentina pierde valor generación tras generación y que la clase a la que pertenece –a diferencia de otra que casi no toca plata, está bancarizada y cuenta con otros recursos salvadores– sobrevive sólo con billetes –incluso falsos–, cuando no con letras del Tesoro o mediante el trueque. La preferencia por planos cerrados y primeros planos, así como el uso parcial de la luz y la oscuridad en la composición de interiores (dejando franjas de oscuridad a los costados, así como los billetes tienen franjas blancas), traza un paralelo entre esos billetes que se van desvalorizando y deteriorando con el tiempo y los protagonistas de Mauro, que se degradan con cada nuevo fracaso. En particular, el desaliño y las patillas de Mauro no distan mucho de la imagen de Rosas del billete de veinte pesos con el que intenta dar el golpe. En la escatología del suburbio de Mauro, anclada en una clase vulnerable a la que le es difícil salir de un perpetuo purgatorio, personajes y billetes, parafraseando a Los Redondos, “están todos en naufragar”.

 

Mauro (Argentina, 2014), dirección y guión de Hernán Rosselli, 80 minutos.

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