Abel Lanzac fue asesor de Dominique de Villepin, primer ministro de Francia entre 2005 y 2007. El dato tiene relevancia nula porque cualquier persona puede asesorar a cualquier otra en cualquier lado sin que el primero sepa muy bien lo que da, y sin que el segundo sepa muy bien lo que recibe. Pero abandonada la tarea, Lanzac se asoció con el dibujante Christophe Blain para escribir el cómic Quai d’Orsay, una comedia política ilustrada en la que el lenguaje es un problema que hay que resolver.
El éxito fue extraordinario. En las viñetas se ve al falso Villepin (jamás tan verdadero en su degradación) gesticular, estirar su nariz de Pinocho y enfrentar como un autista conflictos de escala global, para luego caer en la melancolía clásica del hombre de poder sensible, en este caso colgado de dos argollas ideológicas (una: Napoleón; la otra: Heráclito), que dejaría todo, aunque él mismo sabe que nunca lo hará, para dedicar su retiro a la literatura.
Bertrand Tavernier aprovechó el impulso y adaptó el cómic. La historia, montada sobre la espuma que la precedió, es la de un primer ministro descerebrado que se rodea de un grupo de asesores (el joven halcón advenedizo y el viejo burócrata, entre otros proveedores de insumos intangibles) para darle forma a un epigrama: lo único que se le permitirá decir durante sus pocos segundos de fama en un púlpito de la ONU.
El protagonista de la comedia es Alexandre Taillard de Vorms (encarnado por Thierry Lhermitte, apenas un escalón más bajo que Niels Arestrup en el papel del asesor eterno), un ministro extrovertido e impenetrable que lucha por su Nobel de la Paz. Todo lo que se produce alrededor de él, todas las oficinas que le entregan servicios y reportes improductivos excepto para consumo interno (hasta qué punto la política se parece al teatro clásico se ve en la cantidad de ensayos generales que necesita para dar por fin su drama), se consumen como una pérdida de alta tensión. Las ideas, las recomendaciones para posicionarse de modo conveniente en los conflictos y los bosques de papers que pueblan los escritorios son una factoría sin expendio que se llena de tensiones, intrigas y movimientos falsos.
Como suele ocurrir con el género, en algún momento aflora una verdad seria. En Quai d’Orsay esa verdad dice que la política, en su peor versión burocrática, es así: un estado general de alerta, de alarmas encendidas, de síntomas, de marchas y contramarchas, de presupuestos destinados a financiar el suspenso para que finalmente sólo ocurra lo posible, lo último, lo que queda. Y que, además, no ocurra como hecho sino como un pobre discurso ya dicho mil veces por otros.
Quai d’Orsay (Francia, 2013), guión de Christophe Blain y Abel Lanzac, dirección de Bertrand Tavernier, 113 minutos.
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