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Volvió Sherlock Holmes y es un clásico: ya sucedió mil veces, ya se sabe genéricamente lo que va a pasar, pero sin embargo cuando sucede se experimenta como otra vez fundante. En la actual serie británica, que lleva dos temporadas de tres capítulos, Sherlock vive –con su fiel compañero Watson– en un sucucho desordenado, casi se diría aislado del mundo, hasta que algo logra despertar su interés curioso; y ahí no puede desligarse hasta que no da con las causas del misterio. Tiene que ser un caso desafiante para su inteligencia, si no lo rechaza, rechaza muchos, aun cuando pasa sus horas rebotando una pelota contra la pared, fastidiando al bueno de Watson, rogando que venga un caso, un caso, un caso. Hasta que un problema lo intriga y su inteligencia se implica, Sherlock está aburrido, ese es su punto de partida, su ánimo inercial y, acaso, la condición común y de empatía con el espectador.
Sherlock acepta únicamente investigar misterios a la altura de su inteligencia; la gravedad de los acontecimientos nunca le importa, sólo lo intrincado del asunto. “Que nos importe no tiene utilidad”, dice, y Watson –el bueno– queda perplejo. El desapego afectivo del personaje es casi total, y jamás expresa idea alguna de justicia o moral. Tiene una política de la implicación: no se dedica a hacer el bien, ni asume alguna responsabilidad ni –menos aún– deber. Lo que tiene es una potencia, extraordinaria, que busca situaciones donde efectuarse y expandirse. No la usa para dañar, eso sí: eso hace su némesis, Moriarty. Es el espejo negro de Sherlock: el mismo placer de la inteligencia, pero no con el desafío de resolver sino de enmarañar. Es malo, pero sólo quiere divertirse; en rigor, es presa de una pasión que lo domina, y no puede terminar bien…
Pero hay algo más que decir sobre este nuevo Sherlock (protagonizado por Benedict Cumberbacht y creado por Steven Moffat y Mark Gatiss para la BBC), que es su más saliente, visible condición “contemporánea”. La rapidez es una de sus distinciones; los ojos de Sherlock develan lo clicheteado de la mirada común (por eso, además, no puede habitar institución alguna). En su consideración de posibilidades, en su “pensamiento lateral”, piensa como una computadora, Sherlock: de hecho, la serie nos muestra cuadros de su cara en primer plano, pensando, y un plano virtual superpuesto que grafica el mapa de sus conjeturas, la evaluación de elementos, el descarte de opciones, la probabilística decidida. Con esa renovación del clásico personaje, la “ciencia de la deducción” se desplaza deliciosamente del lento rumiar letrado, de los inescrutables y secuenciales pasos de la razón, con reflexiones y rodeos, a la velocidad informática. Piensa como una compu pero como una compu que piensa, es decir, con intuición y con la imaginación usada como acceso a la perspectiva del otro.
Sherlock, creada por Steven Moffat y Mark Gatiss, BBC, 2010 – 2013.
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