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Rodrigo Sorogoyen filma las primeras horas de una hipotética pareja, pero sus referentes no son ni el Richard Linklater de Antes del amanecer (1995) ni el David Lean de Breve encuentro (1945), sino el Alfred Hitchcock de Psicosis (1960) y el Roman Polanski de Perversa luna de hiel (1992). Utiliza los recursos de estos últimos (la disolución del peso de la trama en detalles esquinados o de un humor incómodo; el diseño de un rumbo aparentemente convencional de los acontecimientos, al que se va modificando con surgimientos imprevisibles) para poner en duda la celebración de cierto “azar” que domina las cacerías de discoteca, y estira los límites de liviandad del touch and go para ver en qué puede llegar a transformarse. Retarda las explicaciones, retoca una y otra vez las certezas —a las que deja ir cuando ya no puede controlarlas— y, sembrando detalles con la paciencia de quien goza como loco sacrificando expectativas, nos prepara para el despliegue pleno de una tormenta que ha ido alimentando con disimulo. Para cuando esta relojería se ha puesto en marcha, los protagonistas ya hace rato que están encerrados, y la pregunta que nos atraviesa como testigos inquietos en la butaca no tiene que ver con la posible “química” entre ellos, sino con la mucho más perturbadora inquietud por lo que pueda llegar a ocurrir dentro de ese departamento en la siguiente escena. La progresión dramática de esta película hecha con apenas dos actores (notables, estupendos Javier Pereira y Aura Garrido) y un par de decorados, que refuta a base de puesta en escena cualquier posible asociación con el mero “teatro filmado” y se arrima a ese linaje de honor del que hablábamos antes para sugerir en cada plano nuevos matices de la palabra “amenaza”, la convierte en un tratado de geometría sobre la devastación sentimental, y semejante goce enfermizo con el desgaste nervioso del espectador reconoce, necesariamente, un credo mayor de lo nimio, lo lateral, lo apenas sugerido o puesto entre paréntesis. Esta es una película pequeña sólo por la forma en que se resta importancia a sí misma. Los diálogos son casi perfectos en los espirales que forman alrededor de un núcleo de sombras que siempre hay que perseguir con atención, y es precisamente allí donde Stockholm se transforma en una de esas películas que demandan una escucha casi tan exigente como la atención visual que su realización lacónica, dolorosa, de una gelidez desconcertante, convoca.
Stockholm (España, 2013), guión de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen, dirección de Rodrigo Sorogoyen, 91 minutos.
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