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Una mujer fantástica

Sebastián Lelio

CINE y TV

Entre el screen test de Andy Warhol en el que se ve a la travesti Mario Montez comer y chupar una banana en extático arrebato, y la primera vez que una mujer transgénero pisó la alfombra roja del Oscar y posó sus manos sobre la fálica estatuilla, pasaron más de cincuenta años en los que si algo nos ha enseñado la lucha de travestis y transexuales es que la identidad no está sellada en el pubis. En ese largo camino fueron muy pocas las películas que tuvieron a personas trans en su reparto. Incluyendo a drag queens como Divine, quien se llamaba Harris despojada de peluca y maquillaje, han sido amplia mayoría los hombres y las mujeres que interpretaron en cine personajes de travestis o transexuales, antes que travestis por derecho propio. Osadas excepciones son Criaturas en llamas (1963), el film de Jack Smith cuyo clímax es una orgía en la que más de un miembro se escapa de una tanga de encaje, y las películas de Paul Morrisey con las estrellas trans de The Factory. Hitos del underground neoyorquino que dejaron su impronta en Funeral Parade of Roses (1969), una rareza del cine japonés sobre dos travestis que se disputan el corazón de un malandra en una trama de sexo, drogas y quimonos.

A diferencia de sus antecesoras, Una mujer fantástica es un film protagonizado por una actriz trans en el que ni lo trash ni lo camp son coordenadas estéticas. Marina, el personaje que encarna con calculada sobriedad Daniela Vega, es la pareja de un hombre maduro que una noche sufre la rotura de un aneurisma y cuya muerte repentina la deja a merced de la ex mujer de él y de uno de sus hijos, quienes la urgen a que abandone el departamento donde vivían juntos y se rehúsan a dejarla despedirse de Orlando. En el sanatorio adonde lo lleva de urgencia, Marina responde las preguntas de un policía que parece creer que aquello se trata de la muerte de un cliente. Porque “él” —“Daniel”, como la llama en un momento, acaso confundiendo actriz con personaje, la ex esposa del difunto— se presume prostituta por “lo que es” y por un carnet de identidad que la desmiente.

Sin trazos gruesos de rouge ni de los otros, el film de Sebastián Lelio logra que el drama de un personaje trans —que se gana la vida como mesera porque no logra explotar su talento como cantante— exceda el punto de vista minoritario. A la sombra de ninguna barba, lo transgénero se disuelve en una feminidad icónica, y la distancia de Marina con lo estereotípico hace que sea casi imperceptible el disfraz de estrógenos. Basta hacer la comparación con Tangerine (2015), la película de Sean Backer protagonizada por dos chicas trans que reproduce el cliché de la travesti puta, marginal y escandalosa —y que fue ensalzada por la crítica, con flagrante esnobismo, por haber sido filmada con un iPhone—, para entender que el título de la película de Lelio no es “políticamente correcto” sino exacto. Uno puede preguntarse qué hace “fantástica” a esa mujer (¿la voz con que canta un aria de Händel sin hacer lip sync?), pero no qué la hace mujer, más allá de sus rasgos anatómicos.

En una mujer trans, la nuez de Adán no reemplaza la costilla y su sinécdoque. Marina no es una mujer de fantasía ni lo trans en ella es pose heterosexual que cultive binarismos. Sin apelar al gen de chica Almodóvar, Daniela Vega logra con su personaje desplazar la carga de rareza queer a los que la miran como un bicho raro. Ese equilibrismo en la mareadora cuestión del género es lo que hace valiosa a esta película, cuyos efectos en la sociedad chilena, como darle impulso a una ley de identidad de género, prosiguen a su modo la cruzada contra el odio y la discriminación que emprendiera Pedro Lemebel, un escritor que osó calzarse la estirada geografía de su patria en el culo.

 

Una mujer fantástica (Chile, 2017), guión de Sebastián Lelio y Gonzalo Maza, dirección de Sebastián Lelio, 104 minutos.

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