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La semilla de la higuera sagrada

Mohammad Rasoulof

CINE y TV

Entre los años ochenta y la primera década de los dos mil, directores iraníes como Abbas Kiarostami y Mohsen Makhmalbaf encontraron, dentro de los límites impuestos por el gobierno islámico, un espacio para hacer un cine de gran originalidad y resonancia poética. Al alejarse de temas explícitamente políticos, consiguieron presentar una visión compleja, variada y sumamente humana de la sociedad iraní. Mejor dicho, en eso consistía su intervención política. En la última década, sin embargo, una nueva generación ha roto este molde, prefiriendo hacer películas abiertamente críticas, sin permiso del Ministerio de Cultura y asumiendo el riesgo de duras represalias. Los mayores exponentes de ese nuevo cine comprometido son Jafar Panahi y Mohammed Rasoulof, aliados en su activismo y en su desafío a las medidas represivas de su gobierno, pero cineastas muy distintos. Rasoulof, a diferencia de Panahi, quiere hacer un cine épico. Con su película más reciente, filmada clandestinamente, el tono de tragedia clásica se anuncia desde el título y el epígrafe: la higuera sagrada es un árbol cuyas semillas germinan sobre árboles vecinos, sus raíces aéreas “brotan y crecen hacia el suelo” hasta que finalmente “enrollan y estrangulan al árbol anfitrión”.

Los eventos de la película suceden a finales de 2022, durante la ola de protestas desencadenadas por la muerte de Mahsa Amini, una joven arrestada por no llevar el hiyab. La película sigue a Imán y Najmeh y a sus hijas, Rezvan y Sana, de veintiuno y diecisiete años respectivamente, durante la semana de protestas. Imán es un funcionario del Ministerio de Justicia. En la primera secuencia, es ascendido a “inspector”, pero pronto descubre que su nuevo trabajo consiste en firmar sentencias sin revisar los casos. No es un ideólogo, pero cree firmemente en la Revolución y en sus derechos como patriarca. La responsabilidad de la educación y supervisión moral de las hijas recae sobre la madre, Najmeh, aliada leal de su esposo pero, al mismo tiempo, sensible a los pequeños gestos de independencia de sus hijas. Las escenas de la primera hora de la película no desentonarían con una familia burguesa en cualquier país. 

La brecha generacional en la familia se expresa en su relación con la tecnología. Najmeh mira el noticiero por televisión mientras sus hijas, con auriculares puestos, ven videos que contradicen la “versión oficial” de ese noticiero. En varios momentos, Rasoulof cede la pantalla entera a los videos que las hijas ven en su teléfono, auténtico material de archivo. El gesto de afirmación es valiente, pero cabe preguntar: ¿acaso no es ese el verdadero cine político del siglo XXI? ¿Qué se gana componiendo un melodrama familiar a partir de ese material fílmico?

La actuación es impecable y la emoción de las primeras dos horas es verdadera, pero cuesta identificar el plus artístico de la película. Hay tomas de gran potencia simbólica pero el director es quizás demasiado consciente de ello. A veces, en lugar de dejar que sus actrices actúen, parece disponerlas en composiciones visuales. El diálogo (o por lo menos su traducción al español) carece por momentos de espontaneidad e idiosincrasia. 

Sin embargo, la película merece verse, porque más o menos en el minuto 120, inesperada e inspiradamente, muta de sólido melodrama a película de acción. Si la “cuarta pared” se rompe con la incorporación de los videos de archivo, las cuatro paredes caen cuando, contrariando las expectativas del espectador que supone que la filmación en secreto se limitará a los escenarios del apartamento y el interior de los coches, la familia sale de Teherán para refugiarse en la casa natal de Imán en Kharanaq, un pueblo abandonado en medio del desierto. El cambio del melodrama al thriller se inicia un poco antes, cuando Imán descubre que sus datos personales han sido publicados en línea. En su retorno a casa, ve —y nosotros con él— el caos de Teherán con nuevos ojos. Cada motociclista que cambia de carril, cada peatón que habla por teléfono representa ahora a un posible asesino. Cuando se detiene en un semáforo, mira con ansiedad palpable a la conductora del coche de al lado: es una mujer joven, andrógina, maquillada y sin hiyab. Ella percibe su mirada y se la devuelve, directamente a los ojos, como ninguna otra mujer en la película. No lo está siguiendo, pero la cara de Imán no transmite alivio sino pánico y fascinación. Si bien ella como individuo no es una amenaza, esa mirada femenina, directa y desafiante, representa su peor pesadilla.

Cuando la familia sale del apartamento, el panorama visual se abre a unas tomas majestuosas de desierto, cielo y montañas. La paranoia de Imán no es injustificada:  en una gasolinera, una pareja lo reconoce y lo sigue mientras filma por la ventanilla. Se desata una persecución tensa. Imán intenta descarrilar al auto de la pareja, un modelo tan viejo y destartalado como el suyo. Imán da órdenes. Las mujeres gritan y tratan de calmarlo. Los pasajeros de cada coche esgrimen sus armas —sus teléfonos— contra los del otro, con un fondo de percusión. Más de un director de cine de acción de Hollywood debería prestar atención. Así se construye el suspenso: sin disparos ni explosiones, sin efectos especiales, sin presupuesto.

Imán consigue desarmar a sus perseguidores (de sus teléfonos) y la familia llega, de noche, a su destino. La imagen de las ruinas Kharanaq en el crepúsculo es asombrosamente bella. Es un pueblo de más de mil años de antigüedad, un centro de comercio y agricultura hasta los años sesenta, cuando el gobierno cortó el suministro de agua y lo desvió a una comunidad cercana, con electricidad y otras comodidades modernas. 

El Imán que llega a su casa natal ha cambiado. Obsesionado con la desaparición de su pistola reglamentaria, ya no puede, o ya no quiere, separar trabajo de vida doméstica. Ahora va a investigar —y torturar, y castigar— a su familia. Cuando Sana escapa, comienza una persecución final entre el laberinto de arcos, catacumbas, torres y recovecos de adobe de Kharanaq. Las tres mujeres se buscan para esconderse del padre; el padre las busca para… no sabemos. Finalmente se produce el encuentro culminante. Imán y Sana se apuntan con sendas pistolas (sí, ella había tomado la de su padre), mientras que Rezvan y Najmeh, rehenes, miran aterradas. Sana, al borde de un precipicio figurativo y literal, dispara, no a su padre sino al suelo. Pero la fuerza del proyectil desestabiliza toda la estructura, e Imán cae como plomo bajo una avalancha de piedras. Efectivamente muere, pero la profecía del título no se cumple del todo. Imán no muere a manos de su hija, su “semilla”, sino todo lo contrario: muere enterrado bajo el peso del pasado. 

 

La semilla de la higuera sagrada (Irán, 2024), guion y dirección de Mohammad Rasoulof, 167 minutos, disponible en Mubi. 

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