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Vaca Muerta es una formación geológica de shale oil o petróleo no convencional (petróleo de esquisto) y shale gas o gas no convencional (gas de lutita) situada en zonas de las provincias de Neuquén, Río Negro, La Pampa y Mendoza de la llamada cuenca neuquina. Tiene una extensión total de treinta mil kilómetros cuadrados.
En el siglo pasado el geólogo y paleontólogo estadounidense Charles Edwin Weaver descubrió la presencia de una nueva roca generadora en las laderas de la sierra de Vaca Muerta cuando llevaba a cabo estudios de campo para la Standard Oil of California (actual Chevron). La sierra está en el centro de la provincia del Neuquén, entre las localidades de Mariano Moreno y Las Lajas (departamento de Picunches). Weaver publicó en 1931 los resultados de los estudios, entre ellos el del hallazgo de lo que llamó Formación Vaca Muerta en la cuenca neuquina. Vaca Muerta no es un yacimiento sino una formación sedimentaria depositada en un mar de edad jurásica. Está constituida por margas bituminosas, así llamadas por su alto contenido de materia orgánica. Corresponden a sedimentos marinos de baja energía, depositados en condiciones de fondo altamente reductoras. En gran parte de esa área es factible practicar la perforación vertical para extraer gas y petróleo no convencionales. Un yacimiento es una trampa estratigráfica, estructural o combinada, que, de acuerdo con una resolución de 2009 de la Secretaría de Energía, lleva el nombre y la sigla del pozo.
En 2011 Yacimientos Petrolíferos Fiscales confirmó las investigaciones de Weaver. En noviembre de ese año se anunció que las reservas probadas del yacimiento podían estimarse en torno a 927 millones de barriles equivalentes de petróleo (BEP), de los cuales 741 millones corresponden a petróleo y el resto a gas. En febrero de 2012, YPF elevó la estimación a 22.500 millones de BEP. En 2013, la Agencia de Información Energética de Estados Unidos (EIA) anunció que las reservas alcanzan los 27.000 millones de barriles. Desde entonces se considera a la Argentina el segundo reservorio mundial de shale gas y el cuarto de shale oil. En 2013 se empezó a planificar la exploración y explotación no convencional en Vaca Muerta, primero por la empresa estatal, luego mediante un convenio entre Chevron e YPF. Chevron invirtió 1.240 millones de dólares para la perforación de 161 pozos. Pocos meses después un nuevo convenio dispuso la perforación de otros 170 pozos y una inversión conjunta de más de 1.600 millones de dólares. Políticos de la oposición de entonces denunciaron que cláusulas secretas del convenio garantizaban la estabilidad fiscal “absoluta” y la posibilidad de girar ganancias al exterior. También en 2013 Dow acordó emprender con YPF un proyecto piloto de cuatro pozos de gas en el yacimiento El Orejano. A medida que crecía la producción entraron nuevas petroleras, entre ellas la francesa Total, la estadounidense Exxon Mobil, la holandesa Shell, las canadienses Americas Petrogas y Madalena Energy y algunas de capitales nacionales como Pan American Energy, Pluspetrol y Tecpetrol (propiedad de Techint). En un viraje de 2019 las empresas empezaron a aumentar la producción de petróleo, más fácil de transportar, en detrimento de la de gas. Para enfrentar este problema, el decreto 465 de julio de 2019 llamó a licitación pública para adjudicar la construcción de un gasoducto desde la cuenca hasta el Gran Buenos Aires y el Litoral del país. Este año la guerra de Ucrania acarreó cortes de suministro ruso a muchos países, principalmente europeos. Nunca una crisis energética había sido tan vasta y repentina como la que provocó Putin. Cuando más de medio mundo desesperaba por combustible, la Argentina tenía Vaca Muerta.
Metonimia de un país cuya adicción fisiomental al asado se abastece de mataderos, al parecer ese nombre triste viene de que visto desde arriba el afloramiento rocoso parece una vaca tumbada. En todo caso Weaver lo llamó como ya se llamaba la sierra. Es posible que así le dijeran a esa tierra magra los pehuenches. También que el nombre recuerde el tendal de cadáveres de ganado que a principios del siglo XX dejó una sequía calamitosa. De ser así, sólo los pobladores de la zona deben haber padecido esas muertes. Por entonces el Estado nacional había favorecido un modelo agroexportador consolidado mediante, entre otras cosas, la expulsión y la matanza de comunidades originarias. La sociedad estaba dividida entre una gran mayoría de desposeídos (inmigrantes pobres europeos, indígenas y una masa de criollos) y un grupo de familias latifundistas (los consabidos Anchorena o Lynch, pero también los Irigoyen y los Larreta). Para ellos eran épocas de vacas gordas. Con la expansión capitalista, los terratenientes argentinos habían llegado a ser una de las clases más ricas del mundo. Les gustaba viajar y, para pasarse meses en el extranjero, solían elegir París (la fiesta), adonde llegaban con la billetera llena a darse todos los gustos. Tener la vaca atada: lo que hoy es una metáfora ya rancia de seguridad económica entonces era descripción realista. Una vaca llevaban atada en el barco a París los oligarcas argentinos para tener siempre a mano leche fresca, que por supuesto obtenían del ordeñe uno o dos peones, y que junto con otros productos de la tierra les servían los criados.
Los desfiles anuales de ejemplares premiados en la ExpoRural prueban que el ganado sigue siendo el orgullo consuetudinario de los latifundistas argentinos, bien que ingentes campos que les pertenecieron a sus abuelos hoy estén en manos de consorcios locales o megainversores foráneos. Pero nuestros oligarcas de hoy no creen menoscabar la nobleza que están persuadidos de haber heredado por volcarse a negocios más plebeyos, a menudo asociados a la agricultura intensiva y desertizadora, el mundo de las finanzas, los monopolios de exportación, los beneficios del alquiler a pequeños productores, el desvío de capital a fantasmales firmas offshore y la participación en empresas petroleras cuyas actividades tarde o temprano perjudicarán a las reses aun antes de que las no premiadas vayan al matadero, y no es improbable que también a la leche que producen las vaquitas lecheras.
En Inglaterra poor cow, pobre vaca, expresa la compasión por una mujer de la que no se tiene gran opinión: Fijate en Silvia, qué mala suerte esa pobre vaca. En el Cauca colombiano, la Vaca Muerta es la violación de una mujer por unos cinco hombres, en general terratenientes y capataces. En otros lugares de Iberoamérica, agudezas del humor coloquial, vaca muerta es una mujer de una pasividad sexual aburrida. Concedamos que está el apodo de toro muerto para el hombre soso, pero no es del todo indigno porque un toro puede haber muerto bravamente en una lidia, donde aún hay corridas, o a veces sacrificado, con toda su reata, por haber mandado a la tumba a un torero.
El compost es un fertilizante hecho con residuos orgánicos. Uno de los materiales más usados para hacerlo es el estiércol (la familiar bosta), sea de caballo, de oveja o de gallina, entre otros. El de vaca, sumamente útil para mejorar el contenido de nitrógeno y otros nutrientes de lo que se cultive, es además un excelente inóculo microbiano. Las vacas lecheras son las que más heces excretan, en primer lugar las Holstein y las Jersey. Raro que en todo el periodismo dicho veraz que nos embriaga nadie se extrañe de que la actividad extractiva más dañina de este país lleve el nombre de un animal que enriquece los suelos. Y cuya carne, no hace falta ser vegetariano para notarlo, comemos con bárbara gula. Puede que las cifras hayan caído, pero en 2017 el consumo de carne anual per cápita había llegado a los 118 kilos, de los cuales 57,2 kilos eran de vaca.
El pasado mayo de 2022, la Secretaría Nacional de Energía informó que la producción de petróleo en todo el país había alcanzado los 584.000 barriles por día, un crecimiento del 14% términos interanuales. La de gas natural había superado en un 12% a la del año anterior. No había esos volúmenes desde noviembre de 2011. De este total, la producción de petróleo no convencional, que en su mayoría proviene de Vaca Muerta, alcanzó un promedio de 241.000 barriles por día, un récord histórico. La de gas natural llegó a los 136 millones de metros cúbicos por día, 12% más que el año anterior —lo que alivió el peso de las importaciones—, de los cuales 76 millones fueron de gas no convencional. Uno se pregunta si no sería sensato destinar parte de esas regalías a propulsar el tránsito a las energías limpias y renovables, de las que depende el futuro inmediato de la salud, la educación y la seguridad de las vidas reales. Cuando a comienzos de octubre el equipo económico encabezado por Sergio Massa pormenorizó en el Congreso el proyecto de presupuesto 2023, la secretaria de Energía Flavia Royón no esclareció cómo se piensa impulsar la transición energética.
A medida que se reducían las reservas de petróleo y gas en las capas más superficiales de la corteza terrestre, en muchos países se empezó a recurrir a yacimientos situados a mayor profundidad. El problema es que esos combustibles están atrapados entre capas de roca de difícil acceso que dificultan la extracción; son esas condiciones las que los hacen “no convencionales”: muy viscosos, no fluyen bien. Para obtenerlos, la codicia embozada en necesidad inventó el fracking (fracturación hidráulica de las bolsas de roca que los contienen), que consiste en perforar la corteza, a veces hasta más de 3.000 metros de profundidad, e inyectar a presión agua con compuestos químicos diluidos, de modo de abrir grietas controladas en las capas de almacenamiento. La técnica prolifera sin medida en Estados Unidos, que ya es el primer productor de petróleo del mundo y estaba cerca de ser autosuficiente cuando estalló la guerra de Ucrania. Se ha acusado al sector energético de ignorar cuán peligroso es el fracking para la salud y el medioambiente. Los gases que emanan de la extracción pueden provocar asma, cáncer o malformaciones en fetos, entre otras secuelas, a personas muy expuestas, ya sean operarios o habitantes de zonas cercanas a los pozos. El proceso contamina el aire y el agua subterránea y la de superficie y potable. Requiere enorme cantidad de agua y una gestión de la residual que pocas veces es rigurosa. Para más, en ciertas zonas donde se practica ha aumentado la actividad sísmica debido a la alteración de las rocas de la corteza terrestre. Todo esto sin contar los desastres que provocaría una falla mecánica. Sin embargo, dado que a pesar de ser caro da beneficios cuando el precio del barril está por encima de los treinta dólares, los defensores mantienen que es seguro para las personas y el medioambiente.
El 21 de septiembre de este año el presidente Alberto Fernández, días después de la asamblea anual de la ONU, convocó en Houston a treinta empresarios de la llamada “familia petrolera” texana a apostar por la Argentina y anunció que él mismo y el ministro de Economía Sergio Masa estaban trabajando en un proyecto de ley que garantice seguridad jurídica a las inversiones destinadas a la producción de combustibles y litio, así como a empresas que construyan plantas de licuación de gas que pueda llevarse a otras regiones del mundo. “Necesito convencerlos de que se asocien a nosotros, que vengan a hacer negocios, y esto debe ser política de Estado en la Argentina”, dijo Fernández. Y con diplomática consternación agregó: “Argentina tiene en abundancia no sólo petróleo, que algunos años más seguirá usándose, sino gas, y viendo lo que está pasando a través de la crisis desatada entre Rusia y Ucrania siento que el país tiene una enorme oportunidad. Pero tenemos que construirla entre todos: Estado y empresarios”.
Según la Agencia Internacional de Energía, en 2021, una vez que la economía mundial empezó a recuperarse tras la pandemia de coronavirus, las emisiones globales de dióxido de carbono (CO2) generadas por el sector energético fueron las más altas de la historia. Con el aumento del uso de energía térmica, actualmente se liberan más de 42.000 millones de toneladas de CO2 por año, a las que habría que añadir otros gases de efecto invernadero (GEI): óxido nitroso, metano (las flatulentas vacas, admitamos, son cuantiosas emisoras), hidroflourocarbonos, el perflourocarbono y el hexafluoruro de cobre. Según los últimos cómputos, a la cabeza de la tabla, fruto del desarrollo industrial y el uso de automóviles y otros transportes, está China con 10.065 millones de toneladas. Siguen Estados Unidos con 5.416 millones de toneladas, India (2.654 millones), Rusia (1.711 millones), Japón (1.162 millones) y Alemania (759 millones). La Argentina, que en los últimos años disminuyó la emisión entre un 2 y un 3%, está en el puesto 155. Es cierto: ni siquiera la reactivación de la industria la va a convertir en un gran culpable a escala mundial. Hoy en día la humanidad emite algo más de 11 kilos de CO2 por persona al día. Entre transporte privado, artefactos del hogar, comida y servicios, una familia media estadounidense emite 55 kilos (50 toneladas de CO2 por año). Reducir la huella social de carbono —algo que exige un cambio de las costumbres cotidianas— es tan difícil como impedir que consorcios privados y estatales sigan apostando por la extracción. Pero si la media de emisión de un argentino es de sólo 8,1 toneladas por año, ¿por qué no empiezan ellos, los países más desarrollados y contaminantes, a cumplir con las metas del Acuerdo de París? ¿Por qué no podemos nosotros aprovechar la oportunidad que nos da Vaca Muerta (o el litio) para crear trabajo, fortalecer las arcas de un Estado que trata de atender a las necesidades de una población muy castigada y mejorar las condiciones de vida?
Incluso se podría destinar cierto dinero al desarrollo de las energías renovables. Gabriel Valerga, presidente de la Cámara Empresaria de Medio Ambiente (CEMA), cree que, si bien sobran perspectivas de avance tecnológico, no sólo en energías solar y eólica sino también en generación de biogás y biomasa (que resuelven el problema de los residuos), por un lado “no hay en carpeta una norma por la cual la industria deba cumplir una meta de reducción específica”; y por otro “no se discute cómo se puede pagar esa tecnología, cuánto se tarda en amortizar el gasto” (al fin y al cabo es un empresario). La CEMA advierte además que la generación de energías alternativas debe ser paralela a la absorción del CO2, que seguirá cayendo si no hay un esfuerzo por frenar la alarmante deforestación de zonas originalmente no agrícolas para expandir el negocio sojero. La Argentina está entre los diez países del mundo que más arrasan sus bosques. Grandes productores agropecuarios, dirigentes políticos y promotores del actual modelo agroexportador esgrimen la teoría de que el desmonte es sinónimo de progreso y es necesario sacrificar bosques para aumentar el bienestar común. Pero ese paradigma de producción, que depende del mercado externo y de la concentración en grandes latifundios, margina la agricultura campesina y amenaza la subsistencia de las comunidades originarias, a las que no se reconoce el derecho a la tierra.
En vista de las apreturas de los países centrales y muchos periféricos, y con lo que su gobierno tuvo que enfrentar —pandemia, oposición negadora, lastre de una deuda descomunal contraída con el FMI por su predecesor, inquisiciones judiciales deletéreas, indomable inflación causada por los sobreprecios y la falta de dólares, ayudas a una sociedad cada vez más pobre y en buena parte indigente—, ¿no es comprensible que el presidente Fernández se ilusione con que Vaca Muerta permitirá al país ahorrar divisas en energía importada y engrosar las arcas con la exportación cuantiosa y continua de unas reservas que un día se agotarán, cierto, pero nada pronto? Uno sabe que todo esto no cura afecciones de fondo, pero medita si acaso durante un tiempo no actuará como analgésico.
Hace años que Maristella Svampa advierte que no. Socióloga, investigadora del Conicet, ensayista y narradora, no se cansa de desenmascarar los daños provocados en todo el mundo por un modelo de desarrollo hegemónico que, de la mano del extractivismo y la destrucción de los territorios, derivó en una mayor contaminación del planeta y un incremento de las desigualdades sociales. En El colapso ecológico ya llegó (2020), un libro escrito con el abogado ambientalista Enrique Viale, sostiene que, aunque figuren millones de entradas en Internet, muchos siguen creyendo que la catástrofe ambiental es un tema para minorías movilizadas y expertos, o una preocupación de países ricos. Buena parte de los militantes progresistas asienten meneando la cabeza: la situación es grave, psé, pero en países asolados por la pobreza hay cuestiones más urgentes. Lo peor, replican Svampa y Viale, es que por desconocimiento, comodidad o mala fe amplios sectores sociales, aunque vagamente conscientes de que las formas dominantes de desarrollo dañan el planeta y son insustentables, están persuadidos de que no hay alternativas: porque la economía tiene que crecer. Los intentos de las diferentes cumbres del Cambio Climático (pronto se celebrará en Egipto la 27) por reducir los gases de efecto invernadero se han frustrado; lejos de reducir las desigualdades, el extractivismo y el agronegocio impulsados por el capitalismo neoliberal extremo las aumentaron.
Svampa afirma que no sólo en la Argentina sino en toda América Latina, durante ciclos progresistas, una falsa oposición entre lo social y lo ecológico llevó a justificar el extractivismo y la destrucción de territorios en nombre de la reducción de desigualdades. Sin embargo, según datos de Oxfam, fueron los sectores más ricos de la sociedad los que usufructuaron el crecimiento económico de América Latina entre 2002 y 2015. Al calor del boom de los commodities, los llamados superricos incrementaron su fortuna en un 21%, mientras que el crecimiento regional del PBI fue del 3,5%. Svampa propone reinventar el multilateralismo sobre nuevas bases: “solidaridad, independencia, reconocimiento de la deuda ecológica y social que el Norte tiene con el Sur y de la necesidad de una transición justa en términos geopolíticos hacia energías limpias y de avanzar en un plan global orientado hacia las energías limpias y renovables”. En América Latina debería sellarse el pacto ecosocial, económico e intercultural que tanto en la Argentina como en Ecuador, Bolivia, Brasil, Perú y Chile promueven activistas y organizaciones portadoras de ideas, dicen Svampa y Viale, concebidas al calor de luchas ecoterritoriales, feministas, indígenas y campesinas, y que contempla el impuesto ordinario a las grandes fortunas, el cese del pago de la deuda externa y un ingreso universal ciudadano. (En este número de Otra Parte hay una larga conversación entre Svampa y Patricio Lenard que profundiza en estas cuestiones.)
Shale en Argentina es la página web del Instituto Argentino del Petróleo y el Gas (IAPG, creado en junio de 1957), que se presenta como “una asociación civil sin fines de lucro dedicada específicamente” a difundir información didáctica y transparente sobre hidrocarburos provenientes de reservorios no convencionales.” En el apartado sobre Vaca Muerta hay joviales párrafos educativos: “Lo que hoy es una formación rocosa que va del amarillo al ocre oscuro, con importante contenido de hidrocarburos, hace 150 millones de años, en tiempos del Jurásico, era el fondo del mar. Por aquel tiempo, la cordillera de los Andes no existía, y el Pacífico se entrometía en lo que hoy es territorio neuquino. Durante décadas, centurias y milenios, ese lecho marino iba colmándose de sedimentos minerales y gran cantidad de seres vivos, la mayor parte microscópicos”. Y más adelante: “Los restos de esos seres vivos fueron la materia orgánica que, tras cocinarse durante millones de años, dieron origen al gas y al petróleo de Vaca Muerta”. Y con el sello del progreso: “La actividad para extraer estos recursos se ha vuelto intensiva y va en aumento. Nosotros no podemos ‘ir’ a Vaca Muerta, ubicada a kilómetros de profundidad en las zonas de interés. Pero sí podemos ‘pararnos’ en la superficie, en donde sabemos que se encuentra, y luego perforar un pozo hasta alcanzarla (la perforación a 3.200 metros, por ejemplo, demanda unos 20 días)”.
Ajá, progreso. Dejemos de lado la grandeza del Facundo y los claroscuros de Sarmiento: ya podemos entender que civilización y barbarie no son opuestos. Gestores políticos argentinos, démosle una leída a las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin: “No existe documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”. Cultura aquí es lo mismo que civilización. Las tesis de Benjamin, sin excluir alegorías, indagan en el pasaje del proyecto de la Ilustración del siglo XVII a las tecnologías de dominio de un siglo XX plagado de genocidios; exponen cómo la modernidad capitalista, sus tópicos, su creciente poder sobre las sociedades, los sujetos y las mentes se apropiaron del concepto de Razón. Un siglo después el texto de Benjamin revela la contracara de un lugar común, el lado oscuro de una cultura que acarrea la destrucción de la naturaleza, la cosificación de lo humano, la explotación de la fuerza de trabajo, la expropiación de las vidas por el régimen digital, y la pérdida de autonomía.
Cow (2021), documental de la británica Andrea Arnold, trata de otro caso de progreso. Empieza cuando la vaca Luma da a luz a su sexto retoño, una hembra, que le sacan del útero usando sogas. Tendida en el piso del corral donde conviven diariamente decenas de rumiantes, la recién nacida es lamida con instintiva y cariñosa vehemencia por la madre. Tiempo después los cuidadores separan a la ternera y Luma muge mucho mientras parece buscar a la cría; en unos días olvida la pérdida, muge cuando la ordeñan, deja que la levanten en un aparato para limarle las pezuñas, y el cuerpo se le prepara para el siguiente apareamiento, una serie que sólo terminará cuando la preñez no resulte en suficiente leche y la den por usada. Entretanto a la hijita le han agujereado las orejas para adornarlas con etiquetas numéricas y le han quemado a conciencia los incipientes cuernos, no vaya a haber inconvenientes ahora que ya entró en la misma cadena productiva.
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“No me entendés”, repite seis veces Thom Yorke en “Don’t Get Me Started”, sexto corte de Cutouts, el tercer disco de The Smile, editado...
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