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Está claro, desde sus filosos artículos de la revista Planta, que Damián Selci quiere reabrir la discusión sobre el juicio de valor en la crítica literaria. Su comentario sobre el último libro de Beatriz Sarlo acota el debate, pero es un punto de partida frente al panorama general de una crítica que se ha vuelto burocrática, suntuaria o irrelevante y, en el argumento por detrás del caso, refiere a un periplo histórico más amplio. Tras la impugnación del juicio dogmático del crítico modernista, la crítica parece haberse rendido progresivamente a un pluralismo autocomplaciente de inspiración posmoderna, a la aplanadora estética de los estudios culturales o, en el mejor de los casos, a una simple cautela prescindente que lleva al elogio acrítico o la virtual desaparición de la crítica negativa bien argumentada, y podría interpretarse hoy (así lo hace Isabelle Graw) en términos sociológicos: en un nuevo “capitalismo de redes” que induce a acumular “contactos”, buscarse enemigos puede llevar al aislamiento o incluso a la “muerte social” del crítico.
No creo que sea el caso de Beatriz Sarlo. No solo porque las simples elecciones de un crítico de renombre ya valorizan (y así lo admite finalmente Selci cuando señala que Sarlo rifa “bendiciones a media voz para los jóvenes talentos en ascenso”), no solo porque, contrariando su voluntad explícita de no convertir la serie de reseñas en “un canon de la nueva literatura argentina”, la reunión de la serie en libro ya valoriza el conjunto (¿por qué, si no, nombrar en el prólogo a un par de escritores que no están en el libro pero podrían haber estado?), sino porque, a pesar de una aparente disposición a abrirse a “un viaje exploratorio”, Sarlo sigue practicando el ejercicio valorativo, proselitista y cautelar, típico de la crítica modernista. Si el método analítico la lleva a “decir todo lo que un libro no es”, es porque quiere señalar lo que los libros “no deben ser”. Enumerando los riesgos que por fortuna eludieron esos libros, se desprende claramente un canon con el que valorar el resto.
Tampoco creo que no haya valoración en el momento “positivo” de sus reseñas críticas, que no hay por qué reducir al signo de los adjetivos. La descripción precisa y la caracterización de singularidades poéticas son decisivas en la atribución de valor (“La precisión del lenguaje”, se ha dicho, “es la mejor forma del juicio”), y en sus mejores lecturas Sarlo dio sobradas muestras de sutileza y precisión crítica. Pero el “viaje exploratorio” llevará a ver en el paisaje solo lo que ya se ha visto si se antepone un deber ser estético a la experiencia de la obra renovadora, que en su novedad exige otros criterios. Es ese, a fin de cuentas, el gran momento de la crítica: un desafío a las certezas adquiridas, un empeño de la sensibilidad y la razón lidiando contra la amenaza prepotente del prejuicio. No hay crítica “exploratoria” sin un momento de duda y parecería que Sarlo no duda nunca. Tampoco Selci parece dudar demasiado. Bienvenida su discusión sobre el problema del valor en el arte pero, asimilando los vaivenes de la historia de la crítica en el siglo XX, se agradecería algún argumento más amplio para saber cómo no volver a caer en la trampa del poder dogmático del crítico. ¿Con qué criterios abre hoy juicio la crítica? ¿Es posible ir más allá de un pluralismo banal sin volver al juicio apodíctico? ¿Cómo no sofocar la efervescencia del presente con la ansiedad de la predeterminación histórica?
Codificada por los deportes competitivos y el sensacionalismo mediático, cuando no por el militarismo autoritario, a la cultura argentina le encantan las listas y los rankings. Y aunque las formas de lidiar con la tradición, los pares y la sucesión son muchas, las más heroicas entre nosotros siguen siendo el parricidio, el fratricidio y el filicidio. Vengan de la gimnasia política o de tramas freudianas más arcanas, los cidios hacen escuela, vuelven visible, se aplauden. Tal vez podamos concebir otras formas del juicio sin retroceder medio siglo ni alimentar nuestras peores lacras.
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