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A propósito de “Leviatán”, el film de Andréi Zviáguintsev

DISCUSIÓN

En abril de este año, la editorial Anagrama imprimió en la Argentina los primeros ejemplares del curso cuatrienal que Pierre Bourdieu dedicó a pensar la cuestión del Estado y que Éditions du Seuil había divulgado, junto con Éditions Raison d´agir, en 2012. La publicación de estas clases que datan de 1989-1992 es un acontecimiento intelectual de primer orden y, al pasar las páginas, uno oscila entre admirar la superioridad de una atestiguada inteligencia sociológica o limitarse a reverenciar, puesta a razonar una cuestión de peso, la mera frescura animal de un entendimiento sano, tal como se recorta sobre el fondo de tantas indagaciones análogas —coetáneas o posteriores—, todas comparativamente mediocres. “Cuanto más comprendo, más desconfío”, se lee en la página 160. Ante el auditorio heterogéneo del Collège de France, Bourdieu pasa a exponer la sociogénesis de la burocracia estatal: cómo el Estado moderno surge a través de un proceso de concentración masiva de capitales de diverso tipo (capital social, militar, económico, simbólico, cultural) y cómo ese proceso de acumulación de capital es inseparable de un proceso de monopolización. Aunque impecable por donde se lo mire, el argumento resultará poco atractivo, por no decir heterodoxo, para quienes en Latinoamérica, y sin que les falten motivos, no se cansan de enaltecer la estatalidad arduamente conquistada como una especie de trofeo civilizatorio del progresismo demócrata. También para aquellos que, no sin razones tampoco, invocan al Estado como a un dios doméstico, sin duda precario y al que, como ya había vaticinado Hobbes, la muerte siempre está a punto de pisarle los talones.

No está de más observar a la distancia lo que Bourdieu habría considerado un objeto de estudio privilegiado: eso en lo que se convirtió el artefacto del Estado-nación en el país que, luego de concretar el comunismo, acabó alumbrando el régimen autocrático de Vladímir Putin. Sea que haya heredado algún rasgo karamazoviano o debido a razones más prosaicas, es indudable que Putin logró convertirse en uno de los grandes villanos políticos del momento. En la tercera temporada de House of Cards, nos cuentan los amantes de las series, el actor danés Lars Mikkelsen transfigura al líder ruso encarnando al infame Viktor Petrov. A fines de abril, la visita que le dedicó la presidenta de la Argentina al modelo vivo de Petrov abundó en discursos protocolares, sin que el encuentro llegara a inspirar un análisis bien circunstanciado en ninguno de los medios del oficialismo o de la oposición. Si bien contamos con un par de distopías de Vladímir Sorokin, los que confiamos sobre todo en el poder visionario del arte esperamos que, entre tanto, se traduzca alguna de las novelas negras del ucraniano Andréi Kurkov. Con todo, hace dos meses el público de Buenos Aires pudo ver en pantalla grande el cuarto opus de ese gran cineasta adusto que es Andréi Zviáguintsev. Teniendo en cuenta que el flujo audiovisual reduce la mayor parte de los estrenos cinematográficos a la condición de eventos callados y huidizos, este film merece tal vez un comentario menos difuso que el que le dedicó la prensa cultural, siempre celebratoria y a la vez apurada en pasar a otra cosa. Es que, aunque se inspira en la historia de Marvin John Heemeyer, un soldador de Colorado que se suicidó en 2004, la parábola más oscura que Zviáguintsev filmó hasta el momento no podría ocurrir más que en la Rusia arrasada por Putin. Pese a su vocación alegórica, Leviatán es una película aviesamente documental, financiada por el Ministerio de Cultura del país cuyas falencias desnuda y exhibe. Sus alusiones políticas le ganaron una campaña de oposición que no mitigaron y más bien exacerbaron los muchos premios que la película fue cosechando en el extranjero. Así las cosas, un film inocente de incurrir en vulgaridades gratuitas debió sufrir en su patria más de un corte a causa de la reciente Ley Antiblasfemias.

Kolya, el protagonista de Leviatán, actualiza el drama de Job al enfrentarse por un litigio de tierras con el intendente corrupto del pueblo en que vive. Tiene incluso a la Iglesia terrenal en su contra y en su vida la justicia se degrada en su doble ominoso, el formalismo jurídico. Su amigo abogado apenas lo ayuda y no vacila en acostarse con su mujer; afirma que todo es culpa de todos y desconfía de que alguien pueda demostrar algo; aun en ese caso, ¿ante quién lo haría? El derrumbe de Kolya —la pérdida de todo lo que puede perder: su casa, su libertad, su mujer, su hijo, sus amigos— tiene lugar entre la lectura de dos sentencias que la misma funcionaria susurra como letanías siniestras y que el cineasta recoge, una con un zoom lentísimo, la otra con un montaje por planos que se cierra como un lazo en torno al protagonista encarcelado. Su caída la escolta la tríada inolvidable de un obispo venal, un alcalde indiscernible de un gángster y un policía de tránsito más borracho que aquellos a quienes tiene que amonestar. Pero a este hombre acabado ni siquiera lo enaltece la desmesura del héroe trágico: únicamente lo guía cierta obstinación en retener lo que es suyo.

En El regreso (2003), Zviáguintsev supo ubicarse casi a la altura metafísica de Tarkovski. Su estilo se volvió después más comedido. En Leviatán dedica los instantes precisos a la poesía tumultuosa de los elementos: el acorde de grises y azules que forman el mar y la lluvia con ese cielo sombrío siempre a punto de caer sobre el pueblito pesquero de Barents. Al igual que en Elena (2011), su película anterior, la perfección sintáctica del montaje es funcional a un suspenso moroso que no debe nada a la celeridad televisiva ni a las encomiadas virtudes de las series. Uno se pregunta, entonces, si a este film tan vigoroso le son imprescindibles símbolos como el hijo llorando en la playa ante un esqueleto de ballena —Jonás, además de Job— o una iglesia abandonada como lugar de reunión de una banda de adolescentes perdidos… Tal vez sí. Pero hay destellos más discordantes y, por eso, más perturbadores, empezando por un personaje secundario, ese militar retirado que decide festejar su cumpleaños ejercitando el tiro al blanco en retratos de caudillos políticos. O, en una escena clave, la disonancia entre la celebración de la eucaristía y los coches de alta gama que esperan a los feligreses a la salida del templo. Sin olvidar la discreta presencia del Cristo Pantocrátor, que nada impide aunque todo lo ve, y que más bien parece tolerar el triunfo de los malos y el desastre de los poco favorecidos.

Al evocar el monstruo bíblico que cantó Isaías y que Dios mostró a Job, el film se aparta del carácter unívoco de la alegoría y toma partido por la ambigüedad del símbolo. Así Zviáguintsev, que no es un cineasta ateo, se las ingenia para exponer el problema de un Estado hipertrofiado y perverso, necesitado de teodicea. Partero conceptual de la estatalidad moderna, Hobbes recurrió a la figura del Leviatán para concebir la comunidad política como un monstruo gigantesco que reunía en sí a Dios, el hombre, el animal y la máquina. Según Carl Schmitt, la invocación de ese mito puso en jaque toda su rigurosa construcción conceptual; ni siquiera él —¡ni siquiera Hobbes!— habría podido comprender la estatura mítica del moderno Leviatán. Es que, para entender estas cosas, escribió el jurista, el filósofo inglés no poseía aún la suficiente desesperación. Tampoco, quizás, la tuvo el propio Schmitt, que contabilizó los decesos de este dios tan mortal primero a manos del Estado liberal y luego del Estado total, pero que no pudo imaginar —¿podríamos reprochárselo?— el diabolus in machina en que se convertiría el Estado de la Rusia postsoviética.

 

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