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Que los árboles no dejan ver el bosque es una verdad aceptada de la sabiduría popular. Pero puede que, según se mire, también lo contrario sea verdad, y el matiz único del árbol se pierda en la masa tupida del bosque, parejo a la distancia según la especie que prima por la forma y el color. La visión del bosque dominando el plano, se diría, responde a la lógica de la sociología, con su sobrada capacidad para reconstruir contextos y generalizar, mientras que la obstinada singularidad del árbol, claro y distinto en la espesura del bosque, es más afín al vergel del arte, empeñado en la variedad. Esa doble perspectiva puede resultar oportuna frente a la auspiciosa presencia ampliada de escritoras mujeres en el panorama de la literatura actual. Bienvenida la atención al bosque del género hasta que las escritoras no necesiten esgrimir cuotas para ocupar su lugar, pero convendría entretanto no perder de vista el árbol que brilla con luz propia en la literatura sin más.
La obra de la mexicana Valeria Luiselli, por caso, no necesita del envión de la cuota, ni de los rankings, los premios y otras astucias del marketing para ganarse un lugar entre los grandes renovadores de la literatura de nuestro tiempo, dicho así a conciencia, en un masculino que es masculino y a la vez un inclusivo clásico, atópico y utópico, liberado ya de las batallas de la identidad. Luiselli (Ciudad de México, 1983) sorprendió con la voz íntima y reflexiva de su primer libro de ensayos, Papeles falsos (2010), y poco después con la delicada filigrana de su primera novela, Los ingrávidos (2011), homenaje afantasmado a las vanguardias, pero sorprendió aún más con sus dos últimos libros, que redoblan el empeño en un desafío mayor: volver a tensar el arte con las urgencias de la política, o más bien, para decirlo con una fórmula sutil de Sontag, atender al mundo sensible sin desatender los imperativos de la conciencia. Porque ¿cómo, con qué formas nuevas, narrar el mundo convulso del siglo XXI? ¿Cómo contar, por ejemplo, el calvario de los niños migrantes que desde Centroamérica recorren miles de kilómetros buscando refugio en el Norte? Movida por la infamia de los hechos (80.000 niños detenidos en la frontera de México con los Estados Unidos entre octubre de 2013 y junio de 2014), fronteriza a su manera en la doble pertenencia al Norte y al Sur, Luiselli encontró una primera respuesta en Los niños perdidos (2016), una amalgama personal de reflexión, crónica, testimonio y autobiografía desviada que se resume en la paradoja del subtítulo, Un ensayo en cuarenta preguntas. El foco no se aparta demasiado de la tesis de filosofía política con que Luiselli se graduó en México (“una diatriba bienintencionada y mal escrita”, dice, “sobre cómo la teoría de la justicia de John Rawls excluía del contrato social a los migrantes indocumentados”), pero las lentes son otras. Las preguntas ―las cuarenta del cuestionario de admisión para los niños que cruzan solos la frontera― hilvanan las historias “revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas” que Luiselli escuchó y tradujo como intérprete en la Corte Federal de Migración de Nueva York, y también las cifras escalofriantes de los daños, el laberinto kafkiano de los procesos legales y una retahíla de otras preguntas sin respuesta. El ready-made del cuestionario impone una módica distancia, un principio de orden frente a la irracionalidad de la tragedia, y a la vez deja que la historia personal (un viaje familiar de Nueva York a Arizona, un pedido de residencia permanente en los Estados Unidos) se cuele imperceptiblemente en los blancos y revele los contrastes.
Pero la ficción sobre los niños migrantes que Luiselli interrumpió con la urgencia del ensayo siguió latiendo, a la espera de una forma narrativa capaz de tramar el drama distante con la experiencia próxima. “Mientras la historia continúa”, se lee en una coda a la edición americana de Los niños perdidos escrita en 2017 después de la victoria de Trump, “hay que contarla una y otra vez mientras se despliega, se bifurca y se anuda […] contarla muchas veces, con palabras diferentes, desde ángulos y perspectivas diferentes”. Como si respondiera a ese mandato, Desierto sonoro, la novela que Luiselli publicó originalmente en inglés y llega ahora en la edición argentina en español, no sólo vuelve a contar la historia de los niños migrantes y la suya propia en un viaje de doble dirección, sino que encuentra una forma generosa en el ardid ficcional del archivo, que reúne voces, relatos, lecturas, música, sonidos, documentos, fotos, sin renunciar al destello ensayístico o lírico, ni perder el ímpetu narrativo que guía el avance hacia el vórtice candente de la frontera.
De Nueva York a Arizona viaja ahora una pareja de documentalistas con sus dos hijos, on the road por pueblos y moteles de la América profunda, con sus gasolineras abandonadas, iglesias vacías y fábricas clausuradas. En la primera persona de la madre, con un don extraordinario para bucear en la intimidad familiar, Luiselli ausculta la gama de sentimientos encontrados de una pareja que se separa y una familia que se desgaja, pero el viaje, tocado por las noticias de la frontera, se faceta con otro de dirección contraria, escandido por un texto apócrifo, Elegías para los niños perdidos, y se espeja después con otra primera persona, la del hijo, protagonista de la trepidante epopeya del final.
En el inventario del equipaje hay mapas, un grabador, un equipo de audio con boom plegable y siete cajas de archivo distribuidas entre los cuatro miembros de la familia, biblioteca ambulante de los viajeros y artificio estructural de la novela. El afán documental tiñe la mirada y se vuelve sobre sí mismo en los diálogos, pero el archivo se expande y florece en la prosa de Luiselli con series insospechadas que sólo caben en la imaginación literaria: sonidos desatendidos de la convivencia familiar, variedades estrafalarias de la risa, subrayados en los libros (“éxtasis repentinos, sutiles y tal vez micro-químicos, pequeñas luces centelleando en lo más hondo del tejido cerebral”), listas de cosas que existen en el desierto, listas de ecos disparatados de un niño.
La novela cala más hondo en la voz dolida de la madre y en la polifonía de las Elegías que en el solo del hijo (y la soltura con que se imbrican las citas podría prescindir de los tecnicismos de las “Notas sobre las fuentes”), pero nada hace mella en la ambición del conjunto, una expansión impetuosa de las formas de la novela para que pueda contener la materia escurridiza de lo que se cuenta. Entre los muchos ecos literarios de Desierto sonoro, se alcanzan a distinguir las voces de Bolaño y Sebald, maestros de las formas lábiles y la atención doble al mundo sensible y los imperativos de la conciencia. Luiselli, con su canon de elegías, se suma al coro confiada.
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