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Cómo vivimos 5. Los autos

DISCUSIÓN

Leas donde leas este texto, estás rodeado/a de autos. Si estás en una computadora, asomate por la ventana y seguro los vas a ver ahí, ruidosos, humeantes o incluso silenciosos, estacionados, ocupando muchísimo lugar. Por un segundo, imaginate que todo el lugar que los autos ocupan podría ser otra cosa: desde mi ventana veo la cochera del edificio —donde está mi auto— y pienso que, si no tuviéramos autos, esa planta baja podría ser un restaurante del que podríamos sacar una buena tajada de alquiler, o un parque de juegos para los chicos del edificio. Si salgo al frente, podríamos eliminar todos los autos estacionados y jugar al fútbol en la calle, ir con la bici con los chicos sin tener que tambalearse por las veredas, con miedo a cruzar las calles. Son fantasías, lo sé, pero hubo un día, allá por el 20 de diciembre de 2022, en el que porteños y bonaerenses caminamos por las autopistas, comimos allí, hicimos fulbitos espontáneos, un día en el que pudimos vivir esa fantasía. Y no estuvo mal.

Esta reflexión surgió de modo fortuito, a partir del libro Estoy enamorado de mi auto, de Fernando García (Planeta, 2024). A priori, no podría pensar en un título que me interpele menos. Sin embargo, hojeándolo, y luego, en la lectura atenta, apareció algo que es necesario enfrentar: nuestra relación emocional con los autos y cómo hacemos para pensar un mundo sin ellos.

Cualquiera que haya leído algo acerca del cambio climático sabe que los motores de combustión interna que funcionan con combustibles fósiles (es decir, prácticamente la totalidad del parque automotor argentino y del mundo) producen gases de efecto invernadero (GEI), que son los responsables del calentamiento global y su consecuencia, el cambio climático. Quienes se hayan adentrado un poco más en el tema, sabrán que el transporte es responsable del 15% de las emisiones de GEI y habrán leído sobre la necesidad de transicionar hacia vehículos híbridos o eléctricos. Sin embargo, lo que los expertos que no fueron cooptados por el discurso “verde” de la industria automotriz dicen es que en realidad esto es una solución a medias, porque si bien estos vehículos son más eficientes y reducen emisiones, la extracción de minerales para la fabricación masiva de baterías (litio, entre otros), así como la producción, el transporte y la distribución de energía eléctrica pueden ser condicionantes de la adopción masiva de estos vehículos, tal como está sucediendo en Países Bajos. En definitiva, lo que plantean es que se está cambiando un problema por otro, y los vehículos eléctricos perpetúan otros problemas de los autos, como su increíble ineficiencia en el uso del espacio (si los comparamos con el transporte público o las bicicletas) o su enorme peligrosidad (en la Argentina se registran unos 5.000 muertos y unos 100.000 heridos por siniestros viales cada año). Si sabemos todo esto, la pregunta es: ¿por qué seguimos usando autos?

No abordaremos aquí cuestiones propias de la ingeniería urbana y las políticas públicas asociadas a la inversión en transporte público de calidad o a cómo trasladar a personas con movilidad reducida. La propuesta es pensar qué pasa con nuestra relación afectiva con los autos, que por más que la neguemos, allí está. Y en ese sentido, el libro de Fernando García resulta iluminador. La hipótesis, entonces, es que, antes de todo lo demás, el cambio en nuestra forma de movernos no se producirá —o no lo hará en forma masiva— hasta que no reconozcamos esa relación afectiva, la entendamos y la podamos dejar atrás.

Estoy enamorado de mi auto, en concreto, es uno de esos libros híbridos, cada vez más frecuentes en la actualidad, donde se parte de una historia personal, pero no se busca ni hacer de esta historia una pieza literaria (ficción a partir de datos autobiográficos), ni contar algo específico en forma cronológica (una crónica, una autobiografía), ni tampoco componer un ensayo sobre algún tema puntual: es todo a la vez. En el caso de García, lo que impulsa la escritura es el recuerdo de su padre, vendedor de autos, y lo que amalgama cada uno de los episodios que componen el capítulo principal (150 de las 250 páginas del libro) es la presencia de los autos en todo lo que se cuenta. El orden de los episodios tiende a lo azaroso —el lector debe acomodar algunas historias según se van contando— y no existe un crescendo en el que veamos avanzar o deteriorarse la relación de ese padre tuerca y ese hijo convertido en periodista cultural y crítico de arte, una deriva a priori impensable. El texto es un collage de vivencias adornado por un reguero de negritas cada vez que aparece el nombre de un auto y se justifican en otro gran capítulo del libro, que toma 80 de las 100 páginas restantes: una suerte de historia no erudita de todos los vehículos mencionados en el capítulo anterior, algo que bien podría haber hecho el ChatGPT con mayor precisión, pero que en este caso lo ejecuta de modo artesanal el hijo, que no fue tuerca como el padre pero finalmente incorporó o se tomó el trabajo de buscar una infinidad de saberes asociados a los autos. Una suerte de legado del padre que el hijo hace propio.

El texto habilita, sin dudas, lecturas sobre el duelo, la relación padre-hijo o los mandatos, y hasta sobre las nuevas formas híbridas de escritura, pero aquí el punto que nos interesa rescatar es esta historia vincular con los vehículos. ¿Por qué alguien estaría enamorado de su auto? Si bien el título es una referencia explícita a una canción menor del repertorio de Queen (“In Love with My Car”, entre paréntesis en la tapa), el texto en su conjunto nos permite aproximarnos a una respuesta posible. Porque, aunque el narrador muestra un aprecio especial por el Ford Fiesta Edge Plus que le legó su padre y que él debe vender (si tuviésemos que encontrar un eje del relato, sería este), no es un libro para verdaderos amantes de los autos, verdaderos tuercas, porque casi no se habla de motores ni de caballos de fuerza, amortiguación o cualquier otra cosa que le pueda interesar a un seguidor de carreras y picadas. El auto que motiva el relato es un modelo que fue conocido en Europa y Estados Unidos como el “auto del pueblo”, que se produjo desde 1973 hasta 2021, y que es otro de los ejes fundamentales del relato: algo está cambiando.

Queda claro que el narrador (aunque distinguirlo del autor en este caso es absurdo) no es ajeno a todos los debates en torno a la movilidad, el cambio climático y el rol de los autos en esta discusión. Su loa a los autos no es más que una despedida, una nostalgia por un tiempo que ya pasó (similar a la que analizamos de Martín Kohan sobre el teléfono, pero con la diferencia de que el auto aún conserva plena vigencia). Así como no hay un lamento por la muerte irremediable de su padre a determinada edad, tampoco lo hay por el fin de los autos tal como los conocemos; tan sólo asoma una rémora nostálgica al recibir el correo de la fábrica de Ford en Alemania que despachó el último Fiesta, el último auto del pueblo.

Parece una ironía que este “auto del pueblo” haya salido de la fábrica del país cuya automotriz insignia es Volkswagen, literalmente “auto del pueblo”. La ironía es doble si tomamos en cuenta que el calificativo se le puso a un modelo de Ford, empresa a la que le debemos buena parte de la organización de nuestras vidas, y no me estoy refiriendo al método de producción de sus automóviles (el famoso “fordismo”), sino a la estrategia comercial diseñada por Henry Ford con el objetivo último de que los empleados de la compañía pudieran acceder a comprar los productos que ellos mismos fabricaban. El acceso irrestricto a autos, popular y masivo, puede verse como un noble gesto de democratización horizontal o como una astuta estrategia comercial, pero a veces olvidamos reparar en otra arista: su incompatibilidad técnica. En Ciudad feliz (Capitán Swing, 2023), Charles Montgomery describe cómo la sociedad norteamericana fue creciendo a partir de los años cuarenta en torno al auto, creando manchas urbanas dispersas y ciudadanos infelices (o “menos felices”), sin lazos comunitarios sólidos, algo inédito en la historia humana, y que se exacerbó en los últimos treinta años, con los modelos de vida suburbanos (en las grandes ciudades de la Argentina el correlato se da con los countries y barrios privados). Este fenómeno urbano pudo suceder por la popularización del auto, y también por el lobby de la industria para fomentar la inversión pública en autopistas, tal como describe con el caso paradigmático de Los Ángeles Federico Poore. En todo caso, las ciudades que habitamos fueron moldeándose poco a poco en torno al auto, bajo la idea de que todos podrían llegar a tener uno (durante décadas fue símbolo de ascenso social: lograr la casa propia y el auto, a punto tal que es norma social que, si una persona adquiere uno, se la felicita con gran pompa, como un logro en la vida). El problema es que, si todos tenemos auto, el confort que promete no se cumple: se producen los embotellamientos, nadie llega a tiempo a ningún lado, se multiplican los accidentes y el planeta continúa calentándose. Quizás sea esta la verdadera razón por la que las automotrices están dejando de producir los “autos de pueblo” para centrarse en las mucho más costosas SUV, y no una “demanda del mercado”, tal como suelen argumentar (argumento curioso, puesto que los más vendidos hasta salir del mercado, además de las pick-ups, eran los autos pequeños, como el VW Gol o el Toyota Etios, los dos más vendidos de Argentina en los últimos quince años, que también dejaron de fabricarse recientemente).

Estoy enamorado de mi auto es un recordatorio de ese vínculo afectivo que la clase media (y en particular, los hombres) tuvo con el automóvil, con la idea del taller mecánico, del auto de papá, que siempre trae recuerdos nostálgicos —en mi caso, los plásticos del asiento del Peugeot 504 cero kilómetro que mi papá no sacó hasta que vendió el auto—; de los viajes en ruta, en pareja, en familia, las primeras vacaciones que no se hacían en micro o en tren, una sensación de libertad que poco a poco se va extinguiendo con los altísimos costos de manutención de un vehículo —García no lo explica, pero todo hace pensar que el Fiesta de su libro se vende porque no se puede mantener—, porque ahora hay que pagar cada vez más por estacionar (claro, ¡si no entran más autos en la ciudad!), por el seguro, por el combustible, todas cosas muy razonables explicadas desde la derecha y también desde la izquierda, pues es mandatorio que si no los ricos, al menos el pueblo deje de movilizarse en estos coches que se mueven solos (auto-móviles); la idea de coche, que antes era sólo para grandes señores, quizás deba retornar, y nosotros, volver a agruparnos, recuperar los centros de nuestras ciudades e inventar nuevos centros en esta diáspora de mancha urbana que viene creciendo hace años, decirle por fin, con orgullo y con cariño a la vez, adiós al auto, que tan bien nos acompañó durante el siglo XX pero que tantos problemas trajo. Tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero poco a poco, mientras el propio concepto de clase media se diluye junto con el de la vieja masculinidad del taller y sus carteles de mujeres desnudas, quizás también se están yendo los autos del pueblo, nuestros autos.

22 May, 2025
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