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Horralidad: David Cronenberg y el horror contemporáneo

DISCUSIÓN

El crítico de cine Philip Brophy sugiere en “Horrality: The Textuality of Contemporary Horror Films” (1986) que el cine de horror experimentó un renacimiento entre 1978 y 1979, impulsado por cineastas como los estadounidenses John Carpenter (1948) y George A. Romero (1940-2017), o el canadiense David Cronenberg (1943). El término “horrality” —un neologismo que fusiona horror, textuality, morality e hilarity— pretende describir un momento cultural en el que el horror adquiere una nueva dimensión estética y autorreflexiva. Este renacimiento se debió a dos factores interconectados. Uno: la autoconciencia que adquirió el género de sus códigos y convenciones, que comienza a explotar en un ciclo incesante de autorreferencialidad. El cine de horror contemporáneo, dice Brophy, sabe que esto ya lo has visto antes, sabe que sabes lo que está a punto de ocurrir, y sabe que sabes que él sabe que sabes. Al reconocer la familiaridad del espectador con sus códigos, el horror construye una relación de expectativas mutuas, reforzando su nuevo paradigma autorreferencial. Dos: el desplazamiento del miedo a la muerte al miedo al propio cuerpo y a la incertidumbre sobre el control que podemos ejercer sobre él. Películas como The Brood (1979) y Scanners (1981) consolidaron a Cronenberg como el principal exponente de esta nueva orientación hacia el horror corporal.

Algunas cintas de horror contemporáneo (el nuestro) parecen seguir operando bajo el paradigma de horralidad, construyendo sistemas narrativos altamente autoconscientes y saturados de los códigos del género y colocando el cuerpo como eje de la tensión narrativa. Red Rooms (2023) de Pascal Plante, Infinity Pool (2023) de Brandon Cronenberg y, más recientemente, The Substance (2024) de Coralie Fargeat, son ejemplos de películas que podrían inscribirse dentro de una nueva forma de la horralidad. Esta forma parece gravitar en torno al universo fílmico de Cronenberg, reproduciendo sus códigos y narrativas.

 

Red Rooms. En 1983, un joven Cronenberg dirige Videodrome. La película sigue a un productor televisivo obsesionado con rastrear un programa clandestino que emite imágenes de torturas en habitaciones rojas. Ahí Cronenberg introduce la película snuff en el imaginario del horror. La película snuff es una filmación en la que se registra la muerte real de una persona con la intención de ser distribuida. Aunque no fue el primero en abordarlo, es difícil ver al día de hoy una referencia a las snuff movies en el cine sin evocar Videodrome. La conexión entre la snuff y el horror tiene sentido. Al igual que el espectador de ese género, el espectador de cine contemporáneo, sugiere Brophy, disfruta mirando escenas gráficas de tortura. La snuff puede incluso llegar a pensarse como una forma documental del horror corporal. Al transformar este fenómeno en una crítica al consumo de imágenes de violencia extrema, Cronenberg estableció un punto de referencia para el cine que trabaja el vínculo entre la imagen snuff y el ojo que la observa.

Pascal Plante (Quebec, 1988) propone una lectura de este tropo en Red Rooms (2023), explorando la circulación de las imágenes de tortura en la era digital. La película sigue a Kelly-Anne (Juliette Gariépy), modelo y jugadora de póker obsesionada con Ludovico Chevalier, presunto asesino y productor de snuff movies. Su fascinación la lleva a asistir meticulosamente al juicio de Chevalier, acusado del asesinato de tres adolescentes. Si en Videodrome (1983) —o en Tesis (1996) de Alejandro Amenábar, película de la que Red Rooms también es deudora— la cinta snuff circulaba en formatos físicos como el VHS, o era capturada satelitalmente mediante señales interceptadas, en Red Rooms circula en el vasto y opaco ecosistema de la deep web. En este nuevo escenario, es un producto subastado por altas cifras en criptomoneda en foros anónimos y clandestinos.

Dos movimientos de Plante en Red Rooms resultan fundamentales para comprender su acercamiento al género. En primer lugar, compone una película estilizada, con largos planos secuencia (pienso sobre todo en el juicio de Chevalier), distanciándose así del montaje fragmentado característico del horror de Hollywood. Apuesta en cambio por un estilo formal más cercano a la estética de Michael Haneke, Dario Argento o Kiyoshi Kurosawa.

El segundo movimiento es más radical. Plante se impone un límite tajante en la representación de la snuff. La pregunta sobre cómo y cuándo mostrar la violencia es crucial en cualquier filme que trabaje este tropo. Cronenberg y Amenábar lo resolvieron a través de la mediación televisiva. En Videodrome y Tesis, la snuff aparece en una pantalla de televisión, filtrada por un dispositivo que impone una doble distancia con el espectador (la imagen televisiva dentro de la imagen cinematográfica). Plante opta por una postura ética más extrema: no mostrar. Escuchamos pero nunca vemos la tortura. Esta elección plantea varios desafíos. ¿Cómo construir una película sobre cintas snuff sin exponer directamente la violencia? ¿Cómo hacer horror con el cuerpo sin recurrir a la imagen del cuerpo desmembrado? Plante desplaza la tortura al fuera de campo, confiando en la construcción de una atmósfera de tensión psicológica que no dependa del impacto gráfico. Así, Red Rooms reformula la representación de la snuff a través de una elección estética que es, sobre todo, ética.

 

Infinity Pool. La figura del doble ha sido un tropo recurrente en el cine de David Cronenberg, que funciona como una metáfora de la fragmentación de la identidad y la inestabilidad del cuerpo. En Dead Ringers (1988), los gemelos ginecólogos se hunden en una relación de codependencia que los lleva a intercambiar roles hasta volverse indistinguibles. Y en eXistenZ (1999), un videojuego de realidad virtual ofrece una simulación de la experiencia tan perfecta que pone en crisis la subjetividad de los protagonistas. En estas películas, el doble no es sólo una manifestación del desdoblamiento psíquico, sino un síntoma de un mundo donde la identidad es cada vez más frágil.

Brandon Cronenberg (Canadá, 1980, hijo de David) retoma este tropo en Infinity Pool (2023), pero lo vuelve una herramienta biopolítica. Aquí, el doble es un mecanismo estatal diseñado para garantizar la impunidad de una élite extranjera. La película sigue a James Foster (Alexander Skarsgård), un escritor en crisis que viaja con su esposa a un resort de lujo en el ficticio país de Li Tolqa. Tras un accidente automovilístico en el que atropella y mata a un lugareño, James es condenado a muerte. Pero el gobierno de Li Tolqa le ofrece una alternativa: pagar por la creación de un doble biológico que sea ejecutado en su lugar. Pronto Foster descubre el goce de ver morir a su doble. Se relaciona con un grupo de turistas que han normalizado esta dinámica, y la experiencia turística se convierte en un ciclo de crimen e impunidad, donde los visitantes matan sin consecuencias, sabiendo que el Estado de Li Tolqa condenará y ejecutará a sus dobles en su lugar.

Según el propio director, el germen de la película surgió luego de una visita familiar a un resort en República Dominicana. La exclusión radical entre turistas y locales que experimentó en ese viaje se volvió el núcleo de su distopía. Infinity Pool es así una pesadilla sobre la violencia estructural del turismo de lujo, donde islas enteras se vuelven campos de impunidad para visitantes. Tiene sentido, por tanto, la dimensión biopolítica. La complicidad del Estado local ha sido históricamente fundamental para convertir las islas del Caribe en burdeles norteamericanos. I Am Cuba (1964) de Mikhail Kalatozov representaba esta tensión en La Habana prerrevolucionaria. Pero el turista de Kalatozov buscaba esencialmente placer sexual. El turista de Infinity Pool busca placeres más extremos. En ese sentido, más que biopolítica, el Estado de Li Tolqa opera desde una dimensión necropolítica. Como parte de su ejercicio soberano, decide quién puede vivir (el turista) y quién debe morir (el local) y a manos de quién (el turista). Al convertir al Estado en el productor del doble, Brandon Cronenberg introduce una lectura política de la horralidad cronenbergiana, donde la necropolítica se ejerce como un mecanismo soberano de impunidad y muerte.

 

The Substance. En 1986, Cronenberg dirige la que se convertiría en su película más popular: The Fly, un remake del film homónimo de 1958 dirigido por Kurt Neumann. Se narra aquí la historia de un científico que, tras un experimento fallido de teletransportación, fusiona accidentalmente su ADN con el de una mosca. Lo que parece una mejora de sus capacidades físicas degenera rápidamente en una mutación incontrolable e irreversible.

Coralie Fargeat (Francia, 1976) retoma en The Substance (2024) la idea de la transformación corporal, pero la desplaza del ámbito científico hacia el culto contemporáneo al rejuvenecimiento del cuerpo. La película sigue a Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una conductora televisiva que, tras verse desplazada por mujeres más jóvenes, recurre a un misterioso producto conocido como “la sustancia”. Esta sustancia, presentada como la solución definitiva para la inmortalidad, promete devolverle su juventud. El tratamiento consiste en producir una réplica más joven y perfecta de Elizabeth: Sue (Margaret Qualley). Esta nueva versión eventualmente amenaza con desplazar a Elizabeth por completo.

Tal vez Fargeat sea la cineasta que más intensamente moviliza el paradigma de la horralidad. En primer lugar, The Substance se inscribe en una tradición de horror que combina la violencia extrema con la sátira, situándose en la intersección entre el splatstick —subgénero que lleva el gore a niveles tan excesivos que rozan la comedia física, como Evil Dead II (Sam Raimi, 1987), Braindead (Peter Jackson, 1992) o Re-Animator (Stuart Gordon, 1985)— y el horror corporal. Sin embargo, Fargeat también dialoga con códigos ajenos al horror, como el hagsploitation, un subgénero que explora la decadencia física y simbólica de antiguas estrellas de cine, a menudo desplazadas por figuras más jóvenes, en la línea de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), What Ever Happened to Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962) o Death Becomes Her (Robert Zemeckis, 1992). Finalmente, están las referencias evidentes a The Shining (Stanley Kubrick, 1980) —los baños y pasillos del canal televisivo—, Carrie (Brian De Palma, 1976) —la explosiva escena final, con ecos de baile de graduación—, The Elephant Man (David Lynch, 1980) —la fusión de Elizabeth y Sue en Monstro Elizasue—, o The Fly (1986) y The Thing (John Carpenter, 1982) —la transformación (¿deformación?) infinita—. Esta saturación de códigos, sumada a la degradación corporal de la protagonista, coloca a The Substance como la película que más se aproxima a una forma de horralidad contemporánea.

 

Una nueva horralidad. Con estilos muy diversos, las tres películas muestran cómo el cine de horror de nuestros días se construye dentro de los códigos de Cronenberg, aunque desplazando sus ejes temáticos a nuevos territorios. Red Rooms reformula el horror de la imagen snuff a partir de una ética de la representación, Infinity Pool lleva el tropo del doble al campo de la necropolítica, y The Substance retoma la transformación corporal desde la lógica del hagsploitation.

Si la horralidad original planteaba un cine autorreferencial y consciente de sus propios códigos, ¿podemos hablar hoy de una horralidad que no sólo es autorreferencial, sino ética y política? ¿Hacia dónde puede evolucionar la horralidad en un mundo donde el cuerpo es cada vez más intervenido y regulado? Y sobre todo, ¿por qué los códigos y narrativas del horror cronenbergiano permiten explorar los conflictos éticos y políticos de nuestro mundo contemporáneo? Tal vez a esta nueva horralidad ya no le interese la carne destruida, sino los sistemas que regulan su destrucción.

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