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Las pasiones críticas: adentro y afuera

DISCUSIÓN

La crítica literaria implica siempre una intervención pública. Las formas de esa intervención varían históricamente y vinculan la crítica con diversos espacios: la prensa cultural y la universidad, entre otros. La historia de la crítica conoció en nuestro país un momento particularmente intenso en los años sesenta y setenta, cuando las voluntades de intervención política radicalizada se enfrentaron con las que propugnaban la modernización teórica y la especialización de la disciplina. Un escenario de disputas que procuré reconstruir en mi libro Pasiones teóricas. Crítica y literatura en los setenta (Santiago Arcos, 2016). En su reseña de mi libro, publicada en la edición de Ñ del 11 de noviembre, Fermín Rodríguez señala una de las apuestas fundamentales del trabajo, que consistió en aproximarse al campo intelectual de los años sesenta y setenta desde una cierta distancia que permitiera poner entre paréntesis una serie de oposiciones firmemente aceptadas (entre modernizadores y revolucionarios, cientificistas y populistas, denuncialistas y teóricos), para poder reconocer así, en obras y autores en apariencia antagónicos, rasgos compartidos que delimitaban el horizonte ideológico de la época. Sin embargo, a continuación, Rodríguez cuestiona dos apartados del tramo final del libro, en los que propongo una interpretación de episodios más recientes de nuestra historia, y al hacerlo tergiversa mis argumentos.

El primer cuestionamiento se dirige a mi análisis de Babel, una revista clave de los ochenta (no de los noventa, como se afirma en la reseña). Babel buscó “sacar los debates académicos de las aulas para ponerlos a circular entre un público más amplio” y, según Rodríguez, mi libro la atacaría por eso. Por el contrario, lo que señalo como un dato inquietante no es que los críticos de Babel buscaran sacar los debates teóricos de la academia (lo que me parece loable), sino que creyeran que para hacerlo necesitaban acompañar ese movimiento con un gesto correlativo de autodegradación explícita de su inscripción universitaria, como si quisieran renegar de sus propias condiciones de enunciación, mientras se imaginaban a sí mismos, ingenuamente, como paladines de una esfera pública que, en realidad, estaba desintegrándose, como lo demostraría la incapacidad de la revista para sostenerse en el tiempo. Lamentablemente, no basta con una generosa cuota de buenas intenciones (y un poco de mala fe) para sacar la literatura y la crítica de sus ámbitos de circulación y hacerlas resonar en un “afuera” que suele tener mucho de fantasía nostálgica reparadora (“antes se debatía en serio”, “antes la literatura importaba”). En este movimiento pasaban por alto un detalle crucial: que la universidad pública no era tanto el recinto de una “elite intelectual” que había que atacar, sino uno de los últimos bastiones de defensa de lo público (la Universidad de Buenos Aires no es Yale ni Princeton, algo que a veces olvidan quienes retoman el latiguillo de “la academia”). Olvidaban también que, un poco por necesidad económica, otro poco por tradición intelectual, las fronteras entre la academia y los medios han sido y son en la Argentina —afortunadamente— mucho más porosas que en otras latitudes (basten como pruebas las trayectorias ejemplares de Beatriz Sarlo, tapa de la edición de Ñ del 4 de noviembre, y de Daniel Link, entrevistado en el suplemento el 11 de noviembre, ambos destacadas figuras tanto de la universidad como de la prensa).

El segundo cuestionamiento se dirige a la forma en que analizo un debate que tuvo lugar hace unos años en torno a la “propiedad” de Osvaldo Lamborghini. En ese momento se publicaron, casi simultáneamente, dos libros sobre el autor de El fiord. El primero de ellos es el monumental Osvaldo Lamborghini, una biografía, de Ricardo Strafacce. El segundo es Y todo el resto es literatura, un volumen colectivo que reúne doce artículos críticos, editado por dos argentinos que trabajan como profesores de literatura latinoamericana en universidades de Estados Unidos. Rodríguez, en su reseña, establece una oposición entre, por un lado, los críticos que leen a los autores del canon argentino “en relación con el sistema de la literatura nacional”, una manera de leer que sería típica de la “academia local” y, por otro lado, aquellos críticos que “ponen en red” a los autores argentinos con “otras literaturas, otras tradiciones y otros vocabularios”, un gesto que Rodríguez asocia con el de “sacar a la crítica de la academia” para hacerla “producir efectos fuera de su propio ámbito”. A partir de esta asociación apresurada entre lectura “a la argentina” y “lectura académica”, por un lado, y entre lectura “que pone en red” y “lectura como intervención”, por otro, Rodríguez deduce, de mis críticas al libro Y todo el resto, que estoy a favor del enclaustramiento autodefensivo de la crítica y en contra de todo intento de intervención pública. Pero si algo demuestran justamente ambos libros es que estas equivalencias son falsas. La biografía de Strafacce es un libro “muy argentino” en su manera de aproximarse a Lamborghini, y nadie se atrevería a caracterizarlo como “académico”. Mientras que Y todo el resto, más allá de diferencias internas propias de todo libro colectivo, es un típico producto de la academia estadounidense. Lo es, entre otras cosas, por su manera deshistorizada de aproximarse a su objeto y por su creencia ingenua —que Rodríguez parecería compartir— en que basta poner en relación la obra de Lamborghini con temas teóricos como la biopolítica o los estudios queer para “politizarlo” y “actualizarlo”, cuando en realidad no hace más que seguir los dictados de la moda.

 

7 Dic, 2017
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