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Sobre “Un meteorito para la Sociedad Científica Argentina de 2105”, de Nicolás Goldberg y Guillermo Faivovich

DISCUSIÓN

“No les creo”, me dice una señora con cara de disculpas cuando le cuento lo que están haciendo a pocos metros de nuestras sillas, en el centro más o menos espontáneo que ha dejado vacío el círculo de espectadores, donde la ceremonia de encapsulamiento se está llevando a cabo. “¿Eso es un cajón peruano?”, le había preguntado a su vez, a la señora, su amiga. “No”, fue mi respuesta inmediata, girando hacia ella la cabeza, un poco por metida, otro poco para sentirme cómplice de lo que en ese momento, en el corazón de ArteBA (y en cierto modo podríamos decir también a sus espaldas), estaba sucediendo. “Es una cápsula del tiempo”, me apuré a decir, y la señora se apuró a contestar que eso no era posible, que ella era académica y no le gustaban esas cosas, mientras se alejaba de la escena junto con su amiga hacia otros espacios de la feria, acaso en busca de un arte más creíble, más confiable.

En el centro del círculo, mientras tanto, los carpinteros lijaban con premura la caja de madera (que, desde una cierta distancia, hay que decirlo, formalmente se parecía bastante a un cajón peruano). Al fin y al cabo, una cápsula del tiempo puede ser de la forma y los materiales que uno considere más idóneos, y en este caso la madera cuadrada fue la forma que Nicolás Goldberg y Guillermo Faivovich consideraron más apropiada para la conservación del meteorito.

Los artistas vienen trabajando el tema de los bólidos desde hace bastante, como si se tratase de una misma gran obra desplegada en el tiempo y el espacio. Y siempre —al exponer fragmentos de meteoritos sobre pedestales junto a las pinturas y esculturas en museos y galerías; al lograr reunir en Fráncfort, en un acto de estoica conquista contra la burocracia, las partes de “El taco”, diseccionado y olvidado cuarenta años antes; al catalogar y fotografiar 410 fragmentos de meteorito confiscados y arrumbados en una fiscalía de Santiago del Estero, y exhibir, posteriormente, sus imágenes, en ficheros más propios de tribunales que de una galería de arte contemporáneo— lo hicieron con ese mismo gesto pícaro, que genera, sin embargo, preguntas profundas en el corazón de varios de los campos más solapadamente reaccionarios de la sociedad contemporánea: las leyes, la ciencia, el arte.

Ahora fue el turno de una acción performática (aunque tal vez la palabra ceremonia sea más fiel a la identidad emocional del suceso) en la que Goldberg y Faivovich donaron un fragmento de meteorito a la Sociedad Científica Argentina del año 2105. Tiempo atrás, con los artistas como mediadores entre partes, el “dueño” original del meteorito lo había ofrecido en donación a la SCA, pero por algún motivo (que no se dio a conocer en la ceremonia) la operación no pudo concretarse. Entonces la apelación al futuro —que garantiza siempre la puesta en suspenso de las decisiones— apareció como una vía posible para efectuar, en un plano tan hipotético que resulta absurdo, la donación en cuestión. Tal vez los motivos que hicieron fracasar el primer intento de ceder el meteorito a la institución científica sean tan propiamente coyunturales que resulten inexistentes al cabo de un siglo. Tal vez, dentro de cien años, arte y ciencia —y por “arte” y “ciencia” me refiero, en este punto específicamente, a la “institución” arte y a la “institución” ciencia— sospechen cada vez menos una de otra y puedan recibirse mutuamente sin fricciones. Tal vez, puesto que sabe dios dónde estaremos dentro de un siglo, nada de eso importe a ninguno de los que ese día estuvimos en ese círculo, atestiguando el episodio con media sonrisa en la cara, prestándonos al juego, sin dejar de lado los cuestionamientos que este iba levantando a su paso.

Cuarenta y cinco minutos prolijamente cronometrados duró la ceremonia y fue dirigida por el doctor José Sellez Martínez, quien ofició de maestro y convocó a su turno a cada una de las partes intervinientes. Fiel al estilo de los artistas, la donación realizada en el predio de la feria de arte —en la que el foco está puesto en la compra y venta de obras, por lo que la doble operación de efectuar un acto performático, no pasible de definirse en dólares, y de que ese acto consistiese en una donación, ya funcionaba como primer eslabón de una cadena de ironías— integró personajes de los más variados registros: hubo testigos de diferentes áreas —científicas, artísticas, legales— que, detrás de una manga simbólicamente levantada por los mismos Faivovich y Goldberg, afirmaron estar viendo el mineral en cuestión, cubierto por un paño azul e inaccesible a los ojos del resto de los espectadores. Hubo un músico que compuso una pieza para trombón inspirada en el acto y otro que la ejecutó, de cara al bólido y bajo el silencioso respeto de todos los presentes, antes de que los carpinteros procedieran a colocar el meteorito en la caja. Hubo una escribana que labró un acta en la que quedó asentado el suceso y que, al ser leída, perfumó el aire viciado de la Sociedad Rural de palabras con olor a fichero y papel viejo: “requerentes”, “testigos”, “cito”, “comparecen”. Hubo una fila de cholulos que quisieron su foto con el meteorito, ya dentro de la cápsula.

Todos procedimos al aplauso cuando los carpinteros terminaron de lijar la caja y de fijar cada tornillo, y también después de que la escribana labrara y leyera el documento. Después de efectuar las firmas de rigor, los artistas se abrazaron, emotivos, junto a los otros participantes convocados. De a poco el círculo se fue desarmando. “¿Es el arte algo en lo que sea necesario creer?”, me encontré pensando mientras la señora, su amiga y su incipiente indignación ante el suceso se alejaban de la escena. Meteorito en mano —o, mejor dicho, en caja—, otra vez Faivovich y Goldberg habían logrado integrar de un modo singular la poética del espacio con la de las leyes y la de las formas: la singular belleza cósmica de lo que cae de arriba sin saber muy bien de dónde trae consigo siempre aparejado un misterio que nos devuelve a la ingenuidad o, en todo caso, a la infancia. Indefectiblemente, esa fascinación choca contra la retórica burocrática de las leyes. El arte es el lugar donde la colisión entre esas dos fuerzas es posible. La mesa de disecciones, diríamos parafraseando a Lautréamont, donde sucede su azaroso encuentro. Tal vez no se trate, entonces, de creer en él como se cree en la ciencia (y tal vez vaya siendo hora de no creer en la ciencia como se cree en ella), sino de creer en el arte como una superstición, un artículo de fe, la mera posibilidad, carente de certezas, de que los encuentros ocurran.

7 Jun, 2018
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