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La mirada de Arturo Ripstein flota desatada como en el más hipersensible de los sueños lúcidos. Su técnica posee la transparencia del cine clásico de Hollywood, lo que hace imposible percibir la cámara y discernir si utiliza grúa, dolly o estabilizador. Digamos, pues, que sus escenas son pesadillas peligrosamente hechiceras; composiciones en movimiento, refulgentes, dictadas por el inconsciente: el encuentro fortuito de unas cartas de amor febriles y una peluca azabache sobre una lata de veneno para ratas.
El acontecimiento cinematográfico del mes de junio sucedió en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín durante la retrospectiva del gran cineasta mexicano (que vive aún entre nosotros). La cereza del pastel fue nada menos que la versión restaurada de Profundo carmesí (1996), proyectada por primera vez en Buenos Aires, con el “corte del director” de veinticinco minutos adicionales.
La historia, aunque ensoñada, se ubica en un México de 1949 y está basada en una trama real de crónica roja. Coral Fabre, una enfermera de pacientes terminales que lucha por sacar adelante a sus dos hijos, es una suerte de Emma Bovary mexicana —pasada de peso— que se da atracones con revistas sentimentales y películas de Charles Boyer. Un día encuentra un anuncio de un tal Nicolás Estrella, quien presume de su parecido con el popular actor francés y se presenta como un caballero español en busca de una relación. Coral decide escribirle, lo que inicia una espiral descendente de pasión perversa.
Quienes consideren que la analogía entre los defectos físicos de los personajes y sus vicios morales es un truco de guion “capacitista” o “gordofóbico” (como les gusta decir a los de mi generación) se pierden del generoso potencial plástico y dramático que este tipo de decisiones ofrece. Ripstein singulariza a sus personajes en el más alto grado del grotesco, volviéndolos inolvidables.
Coral no sólo es obesa mórbida, sino que huele mal; su libido empozada la envenena, la vuelve maniaca y hasta abusiva con sus pacientes. Nicolás, por otro lado, es un galán marchito, vividor de lo que puede sacarles a las solteronas y a las viudas. Lleva la cruz de la calvicie y, peor aún, la condena de necesitar su peluca como si fuera el aire que respira.
Ambos conforman el tándem explosivo de dos necesitados: el seductor mantenido y la carenciada de afecto. Coral, tras abandonar a sus hijos y descubrir el secreto de su Don Juan, le ofrece a Nicolás ser su socia en el negocio, trato que inicia un viaje por carretera en busca de viudas adineradas. Lo que sigue es un desparpajado espectáculo de miserias humanas que complotan para salvarse de cuenta de la estafa y la masacre.
El film, en su momento, ganó tres premios en Venecia (Guion, Música y Escenografía), el Premio de Cine Latinoamericano en Sundance y nueve premios Ariel. Vista ahora por primera vez resulta difícil adivinar qué fue lo que Ripstein agregó al montaje anterior, ya que a la película francamente no le sobran ni diez segundos. Incluso cuando el lente se detiene unos fotogramas más tras la culminación de una acción violenta, un llanto descarnado o un encuentro amoroso, la respiración del metraje es justa e hipnótica.
Como los grandes dramaturgos —y me refiero nada menos que a Shakespeare, de quien aprendimos que al amor más grande de la literatura le basta con una mirada de reojo en un baile—, Profundo carmesí no necesita de elipsis ni de progresión. Las carencias alcanzan para prometer amor al primer postor, e incluso para transaccionar cariño a cualquier señora rica. Es posible que parte de la contundencia argumental de la película tenga que ver (además del mérito de la guionista, esposa del director, Paz Alicia Garciadiego) con esa reticencia de Ripstein a las transiciones y su preferencia, en cambio, a narrar todo a través de escenas-secuencia con estructura independiente, arco y clímax.
El cadáver de una viuda (tirado en una banca, con el vómito goteando y cubierto por la bufanda de un zorrito disecado) hace virar la trama hacia un melodrama de pareja criminal que se hermana, sin envidia, con clásicos del género como Natural Born Killers (1994) o Bonnie and Clyde (1967).
Cabe recordar, por otro lado, que el director estuvo de muy joven en el rodaje de El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel. Como espectador precoz, Ripstein asimiló el fetichismo y el desconcierto bajo tutela del más grande de todos; considerando especialmente que las películas más enfermizas del cineasta español —Él (1953) y Ensayo de un crimen (1955)— pertenecen a su fructífero periodo mexicano. Surrealismo melodramático, carnal, a salvo del intelecto y del inconsciente europeo.
No es incoherente pensar (aunque esta época de vínculos descafeinados opine lo contrario) que la historia de amor más auténtica y elevada necesariamente se funda en la perversión, la impiedad y la falta. Ambos protagonistas se asocian, se entregan y zurcen sus llagas hasta que, colateral a los negocios afectivos que practican, advienen pronto los inevitables celos sexuales. Como también enseñó el autor de Otelo sobre los celos, ese monstruo de ojos verdes —que se burla con la carne que lo nutre— sólo puede traer tragedia.
En este caso, la tragedia se manifiesta en el asesinato sistemático e iconoclasta de mujeres. El título es del todo fiel al recorrido dramático: un viaje a las profundidades de la sangre, la propia y la ajena. Y para que quede más claro el poco pudor del director: a la viuda devota le revientan en la cabeza el duro mármol de una virgen. Luego dejan desangrar a una madre en trabajo de parto y, cuando ven que no muere, la acuchillan frente a su hija. Lo que le hacen a esta última, mejor ni contarlo.
Profundo carmesí es una película para la que se necesita tener estómago, es verdad; pero ante todo requiere del corazón ensanchado del melodrama, esa sensibilidad particular (hoy en día escasa) que corresponde y eleva la música, el decorado, el vestuario, los diálogos —el mundo todo: “Bigger Than Life”—, a la altura de los sentimientos.
Profundo carmesí (México/España/Francia, 1996), guion de Paz Alicia Garciadiego, dirección de Arturo Ripstein, 136 minutos, corte del director, se exhibió en el ciclo “Arturo Ripstein, una retrospectiva”, Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, Buenos Aires, 18 de junio – 7 de julio de 2024.
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